Orgullosa de ver a mi hijo -díscolo y lenguaraz-, tan tan bien colocado él, luciendo palmito en la sección de “Libros” del prestigioso diario La Vanguardia. Es que un tigre blanco siempre es raro de ver y exquisito de degustar… Permitidme que parafrasee a Rubén Blades: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay, Dios.”
En los anaqueles del olvido los libros se asoman al vacío en la imprecisa geometría de las palabras. A duras penas se malgastan los verbos, se desplazan los nombres, se malversan los adjetivos. Los conceptos son galgos que escapan a través de enjambres de redes y las hilanderas de lo invisible, las que disponen los números a pie de página, giran la rueca, la giran, y mientras la giran cantan y se calzan espuelas de oro y a toda prisa imponen su ley, que nos despoja de palabras. Después desayunan tranquilas tostadas con mantequilla y mermelada roja, ácida, recluida en el vidrio de un frasco, enroscado a una tapa dura como tapa de alcantarilla. Es la memoria la que inquiere, sin índice ni portada, la que persigue a la luciérnaga, la que devora la fruta agusanada. Si la mano en el pomo de la espada derroca a la hoja en blanco, triunfará en medio de la noche la lechuza de ojos atávicos. Si los pasadizos del miedo enmudecen las palabras, la mentira y la verdad se ovillarán como hermanas y las letras que mancillan, los libros mancillados, se desplomarán ágrafos. Espuma de cadáver exquisito, putrefacción con retrogusto, la oscuridad del tanino esferificada en perlas de estulticia. Mientras las rebanadas del pan de cada día son finas como papel, como las páginas de los libros olvidados.