Bien mirado salir a la luz del día tampoco estaba tan mal. Los colores se volvían definidos y brillantes, se reconocía el contorno de todas las cosas, y eso alegraba sin querer la vista. Era normal no tropezar en el hueco de los árboles o en los adoquines rotos, en los socavones inesperados de las aceras. También resultaba cómodo acertar a la primera el lanzamiento de un pañuelo arrugado y sucio a la papelera, tan mugrientos continente como contenido. Incluso se podía hacer la buena acción del día prestándole el brazo a la primera abuela que intentara cruzar un paso de cebra. Siempre le costó representarse a una cebra de la sabana africana en los listones descoloridos que rayaban el asfalto. Seguir leyendo ‘Nefertiti y los zombis’: III. A la luz del día