En Tontópolis no se canta, se berrea; no se discute, se lloriquea; no se ama, se vapulea. En Tontópolis el más voncinglero tiene razón −explicó la profesora desde la cabecera del autocar, micrófono en mano, y todos asentían, fascinados.
−Me encanta ese sitio −replicó la cándida niña, sentada en uno de los primeros asientos. Su amiguita, al lado, asintió sonriente.
−¿Tontópolis? −inquirió la profesora.
−¡Sí, Tontópolis, Tontópolis! −corearon al unísono el resto de los niños, saltando en sus asientos, perfectamente aseados y con un inconfundible olor a agua de colonia.
−No esperaba menos de vosotros, mis queridos alumnos. Así que… ¡hacia allí vamos!
Y todo el autobús lanzó un grito de júbilo.
A día de hoy todavía andan buscando el autocar escolar. Sospechan que se cayó por un acantilado al mar y que se lo llevó la corriente.
Y de oca a oca y tiro porque me toca.
Dolors Fernández Guerrero