Realizar vaticinios sobre la obra poética de un buen autor es casi tan arriesgado como reseñar con afán crítico su obra. Para empezar, los significados múltiples y los orígenes ocultos de cualquier obra que se precie, son el primer obstáculo, en ocasiones insalvable, para el exégeta. Y hablo de exégesis, no de labor crítica, porque pese al rigor con que nos apliquemos a esta tarea, como comentaristas de lo ajeno, no dejamos de hacer meras interpretaciones. De ahí que “valorar” la obra de los demás sea un campo abonado a la subjetividad y la controversia.
Entre las muchas interpretaciones que pueden inferirse de un texto, cada exégeta/crítico opta por la que le parece más plausible, recurriendo para ello a sus conocimientos literarios, históricos y al conjunto de la obra del autor. El alarde a la literatura comparada es de lo más apreciado, así como hurgar en motivaciones psicológicas. También es frecuente abordar las obras desde una vertiente sociológica, y hasta hay quien pretende ahondar en cuestiones psicoanalíticas, en un considerable esfuerzo por discernir entre el yo y el superyó, una vez se han identificado las voces del discurso, a veces difusas. Como mínimo, el homenaje al maestro Freud es encomiable, aunque al austríaco últimamente le salgan detractores hasta debajo de la peana de los enanos de jardín.
La relación anterior, sin pretensión de exhaustividad, solo es un intento por ilustrar qué herramientas son las más consensuadas dentro del gremio. Todo visto bajo las premisas del análisis más riguroso e imparcial, que lo del sesgo de la militancia política o ideológica de cualquier color o las finalidades panfletarias de algunos sectores están fuera de esta reflexión. Tampoco quedaría bien en este contexto hablar de las iluminaciones del exégeta o de sus presuntos golpes de suerte, conque dejémoslo en perspicacia, conocimientos, oficio y sensibilidad, y nadie saldrá malparado. Una vez aclarados estos extremos, reconduzcamos el tema al lugar de prístina pureza que le corresponde, a esa urna privilegiada que la preserva de polvo y paja.
Toda la riqueza de la Obra Literaria (con mayúsculas) reside en ese texto único, contingente a pesar de su universalidad. Aunque según lo expuesto anteriormente partamos de la base de que su sentido último y verdadero nos esté vetado, en la práctica estamos abocados a caer en contradicción, pues sin esas interpretaciones la obra puede sucumbir ante la indiferencia de público y crítica, y con ello ser condenada al olvido. Es potestad de los exégetas/críticos, pues, la restitución de una obra al lugar que le corresponde en la memoria colectiva. Y así ha sido en numerosas ocasiones, con flagrantes ejemplos como el Quijote, rescatado por los románticos alemanes, o la poesía del insigne Luis de Góngora, enaltecida gracias a la acción conjunta de la Generación del 27.
Por tanto, a pesar de que el empeño del exégeta/crítico acabe cifrándose siempre en un resultado discutible, tanto para el poeta como para el lector, para otros colegas, incluso para él mismo, ahí radica su importancia.
Esta visión puede ser descorazonadora y hacer desistir a novatos y diletantes. Sin embargo, no perdamos de vista el lugar de honor que ocupa la exégesis/crítica en los mundos literarios. El esfuerzo en ocasiones es titánico, acertado más o menos, según el cristal con que se mire, pero indispensable. ¡Y es que cuando dan en la diana, esas exégesis/críticas se muestran tan iluminadoras y necesarias!
Por eso, yo rompo una lanza por los exégetas/críticos de corazón puro y mente abierta. Los ensalzo como héroes de un país llamado Barataria Literaria, más allá de este mundo, y les conmino a continuar con su misión. Por irrenunciable, por indispensable. Para los auténticos amantes de la literatura no existe empresa más noble ni Dulcinea más hermosa.
Y tras esta apología, una última consideración: sin utopías, ¿qué palanca aspiraría a mover el mundo? Hasta Arquímedes, tan sesudo él, estaría de acuerdo.
Dolors Fernández
Barcelona, 10 de julio de 2018