20. Una cuestión de oportunidad.
Desiré quedó paralizada al ver cómo el techo se descubría ante al firmamento. Lo que parecía una superficie sólida empezó a desplazarse hacia los lados y fue liberando la bóveda de la Nave. El espacio penetraba a través de aquel resquicio creciente hasta inundar con su asombrosa calma al Patriarca de la Luz o a Milan Radokis, como quiera que se llamase. Se había identificado con los dos nombres, pero el segundo lo decantaba hacia la esencia humana de Desiré, lo hermanaba con ella, y eso era lo que más necesitaba en ese momento. Si no, no estaba segura de poder mantener la cordura.
Cuando el Patriarca de la Luz la había conducido a la sala principal, Desiré aún temblaba. Sentía que sus miembros no le pertenecían, que su mente se había vuelto opaca. Todo en ella se comportaba con lentitud y torpeza. No podía pensar con claridad y menos tomar decisiones. Se limitó a seguir a aquel Patriarca de apellido Radokis. Habían pasado por diferentes pasillos, todos iguales, fríos, impersonales. Mientras los recorría pensaba que sería incapaz de distinguirlos si tuviera que escapar. Al llegar a uno de aquellos espacios más amplios el Patriarca de la Luz se había detenido y le había anunciado: “Este es el Balcón del Cielo”. Ella se había mantenido algo apartada, en segundo término, lo bastante para observar cómo las hercúleas compuertas iban avanzando progresivamente hasta convertir la estancia en una formidable burbuja. En su transparencia el hombre se podía medir con el universo. El Patriarca de la Luz se había situado en el centro sin decir nada y no había dejado de mirar al exterior mientras el gigantesco ventanal completaba su apertura. Desiré comprendió el anhelo del hombre, un anacronismo en aquella nave errante. Él, en sí mismo, constituía la materialización de la soledad, era su máximo exponente. Su pose bajo aquella cúpula, emulando a un dios que invocara las fuerzas cósmicas, le parecía una impostura inútil. Pero también ella había vivido engañada. Todos los esfuerzos que sumaban sus años habían sido en vano. Aun sin entender todavía dónde estaba o qué se esperaba de ella, sentía que el sueño de toda su vida se desmoronaba y que el proceso era irreversible.
Desiré perdió por una décima de segundo el hilo de sus elucubraciones y contempló por fin la totalidad del techo convertida en una esfera celeste. El espectáculo, conmovedor, casi la hizo llorar. No porque su sensibilidad se maravillara al admirar la belleza del espacio abierto o la sobrecogiera la noción de inmensidad. No es que aquel mirador le causara una impresión casi insoportable. Lo que le ocurría a Desiré Han es que recordaba sus días en la Tierra, cuando tenía una vida “normal”, cuando aún era una persona reconocida. Sus días, absolutamente previsibles, tenían un sentido. Se veía a sí misma contemplando el cielo terrestre, atosigado por las luces artificiales de la ciudad, intentando con los ojos muy abiertos atisbar La Cúpula. Llegar allí era lo que más deseaba en el mundo. Era obvio que La Cúpula estaba demasiado lejos como para ser vista desde cualquier punto de la Tierra, sin embargo, ella lo intentaba una noche tras otra. No era nada malo soñar, pensaba, y ese gesto infantil contribuía a acrecentar su ilusión. Otras veces entrecerraba los ojos por si así la molesta luz no llegaba a penetrar tanto en sus pupilas y se le permitía captar algo mítico en el cielo, aunque fuera el rescoldo de un resplandor lejano.
Pero no, ahora el Balcón del Cielo perforaba la nitidez del firmamento y se le ofrecía en su plenitud, con toda su majestad. Pero ella no quería estar ahí. Las alarmas de su cerebro se habían activado y le susurraban a media voz que algo iba mal. Era evidente que el desvarío comandaba aquella nave. Si ese era el Patriarca de la Luz, se hallaba ante una extraña secta y entonces ¿qué podía esperar? Quizás todo estaba perdido. Nada era seguro. Desiré Han detectaba peligro pero no sabía cómo defenderse.
-Me gusta asomarme aquí. –El Patriarca de la Luz hizo una pausa y alzó los ojos enfocando hacia un punto indeterminado. Continuó−: Ellos están ahí fuera, en algún lugar.
-¿Ellos? –se atrevió a preguntar Desiré.
-Los Iluminadores. El Artífice Supremo. Algún día yo seré inmortal como ellos. –Volvió a callar. Necesitaba pensar lo que iba a decir. Desiré permanecía atenta, sin atreverse a hablar.− Fue lo que me prometieron.
-Pero ¿quiénes son esos Iluminadores? ¿Qué es lo que te prometieron? –preguntó la mujer, angustiada. No conseguía entender a aquel hombre. Miraba sus hombros cargados y su pelo cano. En la Tierra no existían seres con ese aspecto. Solo podía recordar algo parecido en algún libro de Historia Antigua.
-¿No escuchas cuando hablo, mujer? –repuso el Patriarca de la Luz con una autoridad que la intimidó. Acto seguido este se giró 180º y Desiré sintió que aquellos ojos enrojecidos le clavaban algo más que una mirada.
Entonces Desiré pudo reparar en él. Lo que veía, la tez ajada y reseca; los pliegues que se marcaban profundamente entre las cejas y a ambos lados de la boca; aquella piel sobrante bajo los ojos, las mejillas, la barbilla, como si un hilo invisible tirara de las facciones hacia abajo; el cabello ralo y blanco. Eran inequívocos signos de la vejez. Un estado que no existía en la Tierra, pero que en La Cúpula o lo que fuera aquello pervivía. Bajo todos esos rasgos demacrados se podía adivinar al hombre que fue, pero ¿qué era exactamente ahora? ¿Qué representaba ese anciano en una nave? ¿Cómo se atrevía a hablar de inmortalidad teniendo la muerte tan cerca?
Pese a sus cavilaciones, Desiré calló. Las guardó para sí. Después dedicó una mirada suplicante al Patriarca de la Luz y formuló una pregunta simple y directa:
-¿Qué quiere de mí? –Aún llevaba aquellas ropas bastas con que la habían vestido al llegar a la Nave. Era una especie de bata amplia que, por supuesto, le iba grande. Al observarla, el Patriarca pensó que era un ser insignificante de aspecto endeble. Los simios que a diario trataba se veían mucho más robustos y saludables que ella. Era una simple mujer, menuda, desprotegida ante las inclemencias, con una piel demasiado delicada y un cabello absurdo. Pero era inteligente, de carácter dominante, fuerte como Él y muchísimo más joven. Y esto último era su don más preciado. Lo que Él necesitaba.
-Te propongo un trato –le dijo el Patriarca de la Luz sin más preámbulos. Luego se acercó unos pasos, estiró el brazo y de un manotazo le arrebató la bata.