Halogramas: “En la Sala de los Hologramas”

9. En la Sala de los Hologramas

camara_oscura_galeria_de_arte_1952Galean I arrastró los pies como siempre y miró con desacostumbrada atención a los pacientes alojados en la Sala de Recepciones. Generalmente no les prestaba demasiada atención, fuera de apreciaciones estrictamente médicas. Para él eran lo más parecido a un rebaño del que debía cuidar con esmero. Justificaban su razón de ser en la Nave. Claro que esto último ni se lo planteaba, porque si las cosas eran así era que no podían ser de otro modo. Su razonamiento, irrefutable  y sencillo, le había hecho comprender su lugar en el mundo, su posición en la Nave y su misión en la vida. Y se sentía muy orgulloso de esas tres cosas.
En una de esas circunvalaciones se hallaba la Sala de los Hologramas. Era el destino de los pacientes terrestres. Allí eran conducidos tras revisiones rutinarias en la Sala de Recepciones. Después, como un ejército de hormigas en fila india, el personal sanitario acompañaba las camillas, cada una con un paciente asignado, en un estado de vaga conciencia a consecuencia de la medicación. Al llegar a la sala se les proveería de sensores de movimiento. Los pequeños dispositivos electrónicos menudearían sobre los cuerpos con una función específica: registrar de modo fidedigno la movilidad y carácter propios de cada uno. En pocos días revivirían en la Tierra. Las ondas electromagnéticas viajarían de satélite en satélite hasta llegar a los receptores terrestres y nadie dudaría de la veracidad de lo que se les mostraba. Los monitores emitirían imágenes idealizadas de los recién llegados a La Cúpula.
Todo estaba bajo control. No había lugar para las eventualidades en el esquema mental de Galean I.
El acceso a la Sala de los Hologramas se hacía en riguroso orden. Cada sanitario debía depositar (no arrojar) su respectivo paciente sobre una superficie tan ancha como una litera. Esta, a su vez, se situaba sobre una cinta transportadora, la cual giraba sin cesar. Se trataba de optimizar la circulación de personas a la mayor velocidad  y con el mínimo esfuerzo.
La sala era inmensa y en el centro una  tarima circular, intensamente iluminada, le daba nombre. Allí se creaban los hologramas. Contrastaba con el resto del espacio, donde el personal se movía casi en penumbra. La cinta transportadora giraba sin parar alrededor de ese foco de luz, formando una elipse de extraordinarias dimensiones. En ciertos puntos estratégicos se habían creado accesos que comunicaban la cinta con la tarima a través de unas pasarelas. El efecto, visto desde el aire, era el de una gran rueda oblonga con  un punto central brillante. Las pasarelas daban la impresión de  unir a ambos, como si se tratara de los sólidos radios de una gigantesca bicicleta.
Los pacientes, acomodados sobre aquellas superficies, se acercaban a la gran plataforma ya en estado de consciencia, aunque sin lograr ubicarse o tener una noción clara de la realidad. Para que perdieran la laxitud de los miembros y pudieran mantenerse en pie, se les inyectaba una sustancia estimulante de acción rápida que sobreexcitaba su organismo. De ese modo, cuando pisaban la plataforma se erguían bajo el rayo de luz y se activaban al instante. Era el modo de captar imágenes de individuos a través de sensores que registraban sus movimientos, su gestualidad. El resultado era el de unos seres dinámicos, felices, motivados. El holograma daba testimonio del vigor y la alegría del ser humano en La Cúpula.
La finalidad de aquel espacio no era otra que proyectar potentes haces de luz láser sobre los pacientes. Tras cada fogonazo se archivaba el holograma, con el nombre y NV de cada individuo. Estos archivos pasaban a engrosar la base de datos del potente servidor de la Nave. Más tarde, en otro lugar, los archivos serían procesados, de manera que a ojos del espectador terrestres pudieran convertirse en personas reales, en seres completamente vivos. Las secuencias los mostrarían en diferentes situaciones: practicando deportes, en una sesión de baile, en reuniones sociales, durante un paseo, etc. Los espacios serían tan diversos como fuera necesario, hasta donde alcanzara la imaginación de los Iluminadores, las autoridades supremas de la Nave, pero también de la Tierra. Ellos eran los que decidían, en última instancia, los destinos de todas las criaturas vivas existentes.
En las imágenes los humanos aparecerían individualmente o en grupo, interactuando entre sí,  siempre sonrientes. El espectacular montaje sería lanzado a la Tierra con altas dosis de realidad mejorada. Las adecuadas para que todo el mundo coincidiera en que la gente, allí arriba, se volvía más guapa, más vital, más interesante. Y todos los habitantes de la Tierra tendrían acceso a ellas, como a cortometrajes de ciencia ficción  con final feliz.
Sin embargo, antes los pacientes apenas debían permanecer un minuto sobre su pódium de honor, su tarima iluminada. No hacía falta más. Enseguida, el personal de la Nave liberaba el espacio. Había que dejar sitio al siguiente: otro holograma, otro archivo con nombre, apellidos y NV. Pese a su apariencia de seres autónomos, milagrosamente recuperados, las personas en la Sala de los Hologramas eran meros peleles. Resultaba fácil para los  sanitarios apartarlos del espacio central y conducirlos hacia el fondo de la sala. Una vez allí se les hacía  franquear alguna de las numerosas puertas que jalonaban la pared. Eran entradas poco visibles a través de las cuales se penetraba en la Última Circunvalación. Solo el ojo experto de los auxiliares podía localizarlas. Entre las sombras, hacían las funciones de sumidero. Traspasarlas suponía no regresar jamás.
Ahí terminaba el trabajo del personal sanitario. Nunca les había aguijoneado la curiosidad. Tampoco se les habría ocurrido asomarse a aquellas exiguas  puertas. No sabían lo que había tras ellas. Estaba  terminantemente prohibido, so pena de ser exiliados a algún planeta lejano o, peor aún, a la Tierra. Ese era el castigo más temido para un habitante de la Nave. Cuando se accionaba un pulsador, un piloto se encendía. Al cambiar de color la puerta se abría con lentitud y entonces los auxiliares empujaban a los pacientes suavemente. De inmediato la puerta se cerraba tras ellos.
La línea recta de los dinteles marcaba el lugar de paso hacia la siguiente circunvalación. Era la última, la más temible. “Zona prohibida. Acceso exclusivo a personal autorizado”, rezaba en letreros intermitentes situados en las proximidades. Pero nadie allí estaba autorizado. Solo una parte muy reducida de la tripulación poseía ese secreto. El acceso a la Última Circunvalación significaba no regresar nunca más a la Nave. Para los trabajadores de aquella área, su vida, a partir de entonces, quedaba circunscrita a un espacio mucho más limitado. El personal que se destinaba a un lugar como aquel debía reunir unas cualidades muy particulares. Eran algo así como la tripulación del extrarradio. Se encargaban del trabajo más sucio. El Patriarca de la Luz jamás autorizaría que salieran del gueto. Al fin y al cabo ellos eran los parias de la Nave y su contacto podía contaminar al resto.  Su labor, aunque imprescindible para el correcto funcionamiento de aquel ecosistema, no los hacía menos indeseables a los ojos del Patriarca. Por esa razón las puertas estaban selladas en la dirección de salida. Eran un obstáculo insalvable que  los separaba de la luz. Para ellos no existía la rosa de los vientos.
Al traspasar la Última Circunvalación terminaba un ciclo. Cuando llegaran  los siguientes pacientes el engranaje de la Nave, perfectamente engrasado, se pondría de nuevo en funcionamiento. Con la misma exactitud, con idéntica eficacia.
Galean I se cercioró a través del monitor de control que la Sala de los Hologramas iba recibiendo a los pacientes según lo previsto. Delegó el control en un subalterno. Era pronto pero ya tenía hambre. Hoy le esperaba una cena especial, como siempre que llegaban nuevos pacientes a la Nave.

El próximo capítulo:  10. La compuerta del firmamento