Nadie querría ser la madrastra de Blancanieves, por más hermosa que fuera, y a pesar de su espejo mágico. Tampoco sería cuestión de transformarse en la joven del cutis de nieve, su hijastra. ¿Quién sabe? Tal vez sucumbiéramos a los ardides maléficos de la madrastra mucho antes que ella.
La imagen de la joven y bella Blancanieves y su malvada madrastra forman parte del imaginario occidental, engrosan el bagaje cultural de nuestra tradición, como mínimo desde Walt Disney. Aunque yo creo que a estas alturas los occidentales no debemos ser los únicos “tocados” por el mito, ya que con la globalización seguro que el cuento de Blancanieves y los siete enanitos ha llegado hasta el rincón más apartado del lejano Oriente o incluso a la sabana africana.
Después de este preámbulo sobre bellas y madrastras, escorado hacia Walt Disney y su inevitable globalización, voy a centrarme. De lo que realmente yo quiero hablar es del término “madrastra”, que desde mucho tiempo ha engrosa el inagotable repertorio de insultos del español. Los valores connotativos -peyorativos- que la palabra ha venido arrastrando a lo largo de muchos años lo han “manchado” de tal manera que su uso figurado prácticamente se sobrepone a su significado literal. Connotación versus denotación. Una vieja batalla que siempre se resuelve con el uso de eufemismos. Pero no adelantemos acontecimientos.
Veamos qué nos cuenta el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) en su segunda acepción, porque la primera es la literal que todos conocemos como “esposa de tu padre que no es tu madre”.
madrastra: 2. f. p. us. Cosa que incomoda o daña.”
Si cambiamos el género y el lexema llegamos hasta el sustantivo “padrastro”, su homólogo masculino. Aquí el DRAE aún es más escueto e inequívoco en su segunda acepción. Simple y llanamente dice:
padrastro: 2. m. Mal padre.”
Tanto “padrastro” como “madrastra” son sustantivos con una historia negra a sus espaldas. Por desgracia, a lo largo de los años se ha ido nutriendo de argumentos reales, de casos de maltrato y abuso hacia los “hijastros”. Por lo tanto, no es de extrañar que las palabras carguen con la culpa de todos aquellos que actuaron como verdugos y no como progenitores. Aunque siempre existan excepciones. Son las que nos hacen recuperar la fe en el ser humano.
Partiendo de semejantes premisas “hijastro“ no ha corrido mejor suerte. Al otro lado del binomio -porque es innegable que si hay un “padrastro” o una “madrastra“ es porque hay “hijastros”, uno como mínimo- el contexto lingüístico, sumamente enrarecido, impregna todo el campo semántico de negatividad. No podíamos esperar que “hijastro/a” hubiera corrido mejor suerte significativa. Al igual que “padrastro/madrastra, hijastro/a” es tan poco grato para cualquiera de nosotros como un escupitajo en la frente.
Añadamos que el “hijastro”, tantas veces víctima, no siempre está exento de culpa, puesto que a menudo (supongamos que sus razones habrá tenido) su comportamiento no ha sido el más conveniente. No obstante, no siempre los hijastros lo ponen fácil. De todos es sabido el rechazo frontal que sienten los hijos por los nuevos consortes de sus padres o madres. Poco amor filial y nada de respeto paternal. La escenografía se complica por momentos. A pesar de ello, el sentido de la palabra nunca se ha visto teñido con una carga decididamente tan despectiva como en los casos anteriores. Puede que su situación de desventaja respecto al “padrastro/madrastra” no le haya permitido tantos excesos. De eso se ha librado. Es un hecho que el DRAE ni siquiera incluye segunda acepción para el sustantivo. Un dato de lo más elocuente.
En definitiva, desde un punto de vista sociológico está claro que para el esquema tradicional de la familia es muy poco deseable la existencia de padrastros, madrastras e hijastros. Los símbolos que encarnan los vocablos son de lo más ruin y peyorativo. Podría decirse que inconscientemente ejercen un valor disuasorio. Como para pensárselo dos veces antes de vincularse a alguien con hijos. Es normal que la identificación con esos vocablos cause pavor.
Sin embargo, desde hace algunos años, el nuevo rol de la familia ya no es infalible. Su duración a menudo no es eterna, y cada vez existen familias más diversificadas y con más mezclas de padres e hijos no biológicos. Ante esta situación nos encontramos sin terminología adecuada. Porque ¿cómo llamar a la nueva mujer/pareja/novia de tu padre (y que obviamente no es tu madre) y a la nueva pareja/marido/novio de tu madre? Pobre de ti que se te ocurra llamarles “padrastro/madrastra”. O te inventas un eufemismo o de inmediato todos colegirán que vuestra relación es lo más parecido al infierno y por alusiones que el hombre es un pervertido ogro y la mujer una bruja perversa.
Y cuidado, que si no lo eran, puede que lo parezcan después de oírte.
Irremediablemente deberás recurrir a una perífrasis: “la pareja* de mi padre” o a algún otro circunloquio. No vaya a ser que ante el conjuro poderoso de “padrastro/madrastra” esas buenas personas se metamorfoseen y alguien corra verdadero peligro.
*En la entrada titulada El riesgo léxico de vivir en pareja (sección “Trituradora de palabras”) de este blog se analiza la terminología empleada para las parejas de hecho, aquellas que mantienen una relación sentimental sin haber formalizado su unión mediante el matrimonio.