La condesa sangrienta es una novela extraña, basada en los macabros asesinatos perpetrados por la condesa Erzsébet Báthory a finales del s. XVII en Transilvania. Se trata de un conjunto de relatos cortos basados en La comtesse Sanglante, de Valentine Penrose (1957), obra que impresionó profundamente a Alejandra Pizarnik. En cada capítulo se narra con detalle las torturas a las que sometía a sus desdichadas víctimas.
Este personaje histórico llegó a asesinar a 650 jóvenes. Es por ello tildada como una de las criminales más siniestras de la Historia. En su castillo de los Cárpatos, la condesa se cierne sobre sus víctimas para desangrarlas y así conservar su juventud. Su leyenda maldita y fascinante pervive en el tiempo.
La condesa sangrienta se ha convertido en una de las composiciones clave de Alejandra Pizarnik. Sus páginas construyen un retrato perturbador del sadismo y la locura.
El fin de la condesa Báthory
Durante seis años la condesa asesinó impunemente porque su nombre, protegido por los Habsburgo, atemorizaba a sus posibles denunciantes.
En 1610 el rey, con más siniestros informes, decidió enviar al conde Thurzó (enemigo de la condesa) para investigar y castigar a la culpable. El conde, con sus hombres, llegó sin anunciarse y descubrió un cadáver mutilado y dos niñas agonizando.
La condesa, sin negar las acusaciones, declaró que aquello era su derecho de mujer noble y de alto rango, a lo que Thurzó respondió: “Te condeno a prisión perpetua en tu castillo.” Hubiera querido decapitarla pero no se atrevió por temor a la familia Báthory –muy influyente- y a la reacción de la nobleza en general.
Tapiaron la habitación de la condesa, puertas y ventanas y solo dejaron una ínfima abertura por donde pasarle los escasos alimentos. Parece ser que allí hubo de convivir con sus propios excrementos, insectos y ratas.
Así vivió más de tres años, muerta de frío y de hambre.
Alrededor del castillo, en los ángulos, levantaron cuatro patíbulos para indicar que allí vivía una condenada a muerte:
“Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. Solo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable.”
La estética del horror y la angustia existencial
Creo, personalmente, que el surrealismo con su pretensión de atrapar el subconsciente, captar su parte más oscura, prohibida e inadmisible, tuvo grandes seguidores como Éluard, Breton, Aragon, etc.
Pero Alejandra Pizarnik fue más allá. Ella no fue solo una adepta. A diferencia del resto de acólitos del surrealismo, optó por escarbar en los aspectos más sórdidos y delirantes del horror. Antes ya lo había hecho Lautréamont con sus Cantos de Maldoror.
Su inquietante y abominable condesa sangrienta nos transporta a la mazmorra tenebrosa y demoníaca de un castillo de los Cárpatos del siglo XVII. Allí Erzsébet Báthory satisface sus más inconfesables deseos. Al principio se trataba de ser eternamente joven y bella. Para ello se bañaba en la sangre de sus víctimas inocentes. Pero, al ver el sufrimiento de las jóvenes y la sangre, su sadismo se desbocó. A partir de ese momento el descenso a los infiernos es imparable. La espiral de horror gira cada vez más deprisa sobre el castillo húngaro. Aumentaron las muchachas secuestradas de las aldeas circundantes o atraídas con engaños al castillo mientras se recreaba en su sufrimiento utilizando los más sofisticados artilugios de tortura. Esas visiones le producían un intenso placer sexual. Nada estaba prohibido: el tacto de la sangre, su sabor, los bellos y jóvenes cuerpos malheridos, despedazados.
Esta pesadilla, expresada en el lenguaje preciso y contundente de Pizarnik produce un resultado estético que se sobrepone a los juicios de valor que de inmediato se desprenden. Más allá del dolor, se eleva a la categoría de obra de arte cruel, refinada e inmisericorde, en consonancia con el modo en que la artista percibía y sufría su propia existencia, bajo el signo de la angustia.
Por eso, en 1972, cuando ya creyó haberlo dicho todo sobre la vida y sobre la muerte, se suicidó.
Queda su legado, el de otra poeta maldita.