Alessandro Baricco nació en Turín (Italia) en 1958. Saltó internacionalmente a la fama literaria tras la publicación de su novela Seda, en el año 1996.
Seda es la historia de Hervé Joncour, lacónico y sombrío personaje que recorre el mundo en busca de un exótico cargamento. Hasta que un día regresa con una carga aún más delicada, la de unos ojos perfectamente mudos que se cruzan con los suyos. Sutilísima mezcla de historia y fábula, relato delicado sobre el amor, de un erotismo contenido, Seda es un tejido de silencios, de gestos casi simbólicos, que recubren, angelicalmente, una pasión volcánica. Traducida a diecisiete idiomas y con más de 700.000 ejemplares vendidos, esta novela significó su consagración internacional.
Hace ya algún tiempo que leí esta novela, para mí sorprendente, y digo esto porque me dejó, ante todo, impresionada, en el sentido literal del término. Nada que no quepa en un autor que sobrevuela la narración con impresiones y sensaciones de evidente tono poético.
Es obvio que prevalece la descripción de los estados anímicos del protagonista sobre la enumeración detallada de los hechos. La narración, basada en un hilo argumental escueto, podría desplegar ante sí la exuberancia de una novela de aventuras o de viajes, jalonada de experiencias, anécdotas, un gran elenco de personajes, descripciones geográficas, etc. pero no lo hace. Ni al personaje, introspectivo, le interesa relatar sus viajes a sus curiosos conciudadanos, ni el autor pretende hacer una novela con una gran trama argumental. El viaje del personaje principal, y prácticamente el único que se describe, es un proceso interior y unipersonal. Por eso, reiterativamente, se nos describe con idénticas palabras, frases, giros todos sus viajes a Oriente y a Japón. Sin excepciones. Y así también ocurre con el resto de datos que se refieren en el desarrollo de la novela. Este tipo de enfoque me recuerda mucho a El Amante de Marguerite Duras. Ambas son obras bellas y desgarradas, narradas con maestría, donde sus protagonistas se ven involucrados con apatía total en historias que ni buscan ni desechan. Son seres pasivos que ven sus vidas como si se tratara de un espectáculo melancólico, tal y como Hervé Joncour (protagonista de esta novela), quien contempla desde su porche la sucesión de días y lluvias, mientras escucha con deleite la voz hermosa de su mujer, que se dedica a leer para él. Quizás es la concepción del amor en ambas novelas lo que me ha hecho conectarlas de inmediato: la desesperanza, la negación y esa vivencia del hecho amoroso como una dolorosa mezcla de placer y anhelo inalcanzable. Sin alardes, sin manifestaciones, sin apenas palabras. Acaso sólo lo sexual pueda dar a ambos protagonistas una medida tangible de lo que sienten, al menos físicamente. Aunque aquí medie distancia entre las ansias de la joven amante -de Duras- y la contención de Hervé Joncour -en Seda-.
Yo concibo a la adolescente de El amante y a Hervé Joncour como seres que mueven sus vidas en paralelo. Ninguno de los dos puede ni sabe amar al “otro” que se sitúa ante ellos y que involuntariamente se convierte en antagonista. En general, diría que hay grandes contempladores de la vida, ajenos y alienados de ella; seres imperturbables y monocordes, desapasionados. En el otro extremo, grandes vividores, satisfechos y ufanos. Ello me hace pensar que las actitudes de ambos personajes son trascendentes en la medida en que se adhieren a una visión determinada de la vida, predicando una filosofía existencial. El final de Seda me parece conmovedor, de resolución brillante e ingeniosa. El magisterio de Alessandro Baricco queda fuera de dudas. Ajustado a la trama argumental, acorde al carácter y actitud de los personajes y en armonía con una existencia que pasa de puntillas por la vida. Y todo ello jugando con el factor sorpresa. Porque lo lúdico también forma parte de nuestro devenir.
Yo acabaría diciendo que en el continuum de la vida existe esa bipolaridad. En ella nos toca sobrevivir, pero lo que ninguno de nosotros puede hacer es escatimar nuestra existencia al mundo ni al resto de nuestros congéneres, aunque eso a veces duela.