Va de leyendas: el cerdo Antón de Espasante

Amigos, que lo mío no es el folclore queda claro en este blog que, empezando por su propio nombre, Despeñaverbos, desarticula cualquier asomo de solemnidad y/o servidumbre en los usos literarios con solera. No obstante, no mezclemos churras con merinas y no confundamos los despeñaderos con la verborrea. Vaya por delante mi respeto a cualquiera de nuestros antecesores, ancestros y a los ilustres paleontólogos que con tanto amor los desentierran y los traen a nuestro campo de juego. Las cosas como son y la justicia, si es humana y no póstuma, mejor que divina.

En mi caso particular, lo que sucede es que soy reticente a anclarme en las tradiciones, no sea que me pierda algo de lo que acontezca a mi alrededor. Y es que mi propia contemporaneidad me parece tan fascinante y misteriosa que me niego a ir por la vida con la cabeza girada hacia atrás, a ciegas o a tontas y a locas, que para mí es lo mismo. No sé vosotros, pero no tengo ojos en el cogote y lo que es el alfabeto braille no lo domino en absoluto.

Por otro lado, reconozco que el rollo manido de que cualquier tiempo pasado fue mejor, como que no… Será cosa de mi naturaleza escéptica; de puro pragmática, descreída y antinostálgica, pero lo cierto es que me inclino por mejorar lo presente en el tiempo que me ha tocado vivir y mirar con catalejo más allá de mi propio ombligo.

Sin embargo, no me malinterpretéis, que no pretendo con ello hacer una diatriba del pasado: no reniego de ninguna tradición −Dios me libre− que apele al conocimiento y reivindico la faceta fantástica del ser humano, representada admirablemente bien en las leyendas, esos relatos consustanciales a la mentalidad propia de homínidos insatisfechos, tan imaginativos y esperanzados como ilusos −¿por qué no?−. De hecho, la mitología, la tradición oral y los relatos ancestrales ejercen sobre mí un hechizo fuera de toda duda. Ahí se incluyen los relatos fundacionales de los pueblos −urbi et orbi− y los principios morales inherentes a cualquier tradición literaria.

Atención, que esto último es un hecho contrastado, como evidencia la publicación de mi novela breve Huye, Alisa (Amazon, 2021). En esta historia realidad y ficción se mezclan, beben de la rica tradición cántabra y se fusionan hasta el punto de propiciar la aparición de duendecillos traviesos como el trenti o la Guajona, esa siniestra anciana capaz de cortarnos el cuello de un tajo.

Será por eso que de vez en cuando −como ahora− se despierta en mí el deseo de compartir algunos de esos hallazgos. Entiéndase bien: relatos propios de una zona, extraños a ojos de una urbanita barcelonesa como yo, ignara de tales portentos ocultos. Dicho lo cual, para rarezas folclóricas, nada como recorrer caminos por nuestras tierras peninsulares. Nos quedaremos sin aliento.

De modo que ahí va: os presento al cerdo Antón o porco Antón, el vecino más singular de la localidad de Espasante (en la provincia de Lugo, Galicia).

Junto a la estatua porcina, una inscripción del concello de Espasante, estampada en el suelo y escrita en gallego, nos explica la historia con meridiana claridad. Me he tomado la libertad de acompañar la fotografía con la leyenda traducida al castellano:

Antón, el vecino más singular de nuestro pueblo, es cuidado por vecinos de Puerto de Espasante desde hace dos siglos. Va de casa en casa con su campana para procurarse comida. La tradición se inició con el fin de ser subastado y recaudar fondos para la capilla de San Antón. En la actualidad se destina a las fiestas en honor del santo. ¡Si lo ves en la calle o en la playa no le tengas miedo, solo quiere saludar!

Tanto fue mi asombro al avizorar las hechuras del cerdo convertido en estatua de bronce en medio de la plaza y luego leer el texto que lo acompañaba en el suelo, que no pude resistirme a continuar con mis pesquisas y así me fui en busca de la residencia del bueno de Antón −convenientemente señalizada en el concello−. El lugar, de reducidas dimensiones, me lo puso fácil y no tardé en avistar el letrero que indicaba de modo inconfundible que había dado con o porco Antón: una cómoda hacienda al aire libre, de unos sesenta metros cuadrados, casi con vistas al mar, protegida para mayor seguridad del gorrino por un cercado de alambre.

Efectivamente, al llegar a la residencia del porco Antón, junto a la alambrada, un animal con un tupido pelaje rosado manchado de color marrón, yacía en el suelo, dormitando, impasible a las miradas de los transeúntes neófitos. Solo sus orejas puntiagudas se erguían por momentos, haciéndose eco de la proximidad de nuestras voces.
Hago constar en este punto que, aunque este verano ha sido tórrido en prácticamente todos los rincones de España, no sé cómo −o sí, cosas del Cantábrico, que bate fuerte las rocas y el aire− el área de la Marina Lucense, próxima a Asturias, ha logrado escapar al infierno. De modo que el pueblo de Espasante y alrededores se han convertido para mí en un grato paréntesis, con 21 grados de temperatura media. Frescor en toda regla y del bueno. Preguntadle a Antón y él os contará…

Llegados a este punto, solo puedo deciros que si os pica la curiosidad como a mí sobre los orígenes de esta tradición tan peculiar, chafarderos insaciables, podéis ampliar la información en la siguiente entrada del blog El tiempo es un canalla:

https://eltiempoesuncanalla.blogspot.com/2015/01/o-porco-de-san-anton.html.

Y es que tanto es el fervor de los vecinos de Espesante, que el cerdo Antón es el primero de su especie en contar con una estrella en el paseo de la Fama (de la localidad).
Y si la amnistía de los vecinos lo permite, ¡larga vida al cerdo Antón, amigos!