El origen de las cerillas se remonta al viejo deseo del hombre de hacer fuego. Esa capacidad ha preocupado desde antaño al ser humano, ya que de él dependía para calentarse, cocinar los alimentos, alumbrarse en la oscuridad, elaborar utensilios -como las vasijas de arcilla, por ejemplo- y ahuyentar a las fieras.
Así pues, ya desde la Prehistoria, el hombre tenía dos opciones: o dejaba el fuego ardiendo a perpetuidad o averiguaba la manera de encenderlo.
La obtención del preciado fuego, por tanto, requirió de aplicación por parte del hombre primitivo. La fricción de dos cuerpos sólidos que pudieran encender la milagrosa chispa se consiguió a partir de la madera, la piedra, la correa con la piedra o el pedernal con el eslabón.
Pero ninguno de estos procedimientos se mostraba suficientemente eficaz. El hombre avanzaba a lo largo de la historia y aspiraba a más. Y como ha ocurrido otras veces, accidentalmente, un alquimista laborioso llegó al descubrimiento del fósforo.
Eso sí que fue todo un hallazgo.
La alquimia y el fósforo
Podría decirse de un modo muy esquemático y simplificado que el descubrimiento del fósforo se debe a la alquimia.
Pero en la actualidad pocos lo recuerdan. La alquimia ha quedado relegada a una disciplina seudocientífica, debido a su esoterismo y carácter mistérico. No obstante, si la química ha llegado a ser lo que es hoy día, se lo debe en gran medida a los alquimistas del pasado. Por echar una mirada hacia atrás, deberemos remontarnos a los experimentos realizados en el Antiguo Egipto por aquellos primeros alquimistas. Así nos daremos cuenta de su alcance y peso histórico.
Bien mirado, los estudios sobre química -hasta bien entrado el siglo XVIII- eran territorio exclusivo de la alquimia, empeñada en la búsqueda de la piedra filosofal. Ni siquiera Marcellin Berthelot (1827-1907), considerado el padre de la química moderna, se desmarca de esta herencia, a la que rinde homenaje en su obra Los orígenes de la alquimia.
Y es que la búsqueda de metales preciosos a partir de sustancias comunes embelesó a las mentes más ilustres.
Tanto es así que lo que realmente buscaba el descubridor del fósforo -el alquimista hamburgués Henning Brand- entre 1669 y 1675 era la conversión de plata a partir de orina humana. Para ello procesó grandes cantidades de esta orina hasta conseguir una sustancia sólida, altamente inflamable, que brillaba en la oscuridad. La denominó “fuego frío”.
Por el momento ahí quedó el tema, porque plata obviamente no era y Brand lo sabía. Como buen alquimista, Henning Brand no patentó el descubrimiento ni dejó por escrito las fases del experimento.
Y es que por algo el hermetismo filosófico -corriente de pensamiento a la que se adscribe la alquimia- recibe este nombre por la oscuridad y el secretismo de sus adeptos, cuyos escritos y fórmulas se encriptaban de tal manera que solo los iniciados tenían acceso a este conocimiento. Un saber deliberadamente enrevesado, destinado a las almas puras.
Pero no fue el alquimista sino un coetáneo y compatriota suyo, el médico Johann Sigmund Elsholtz, quien bautizó aquel “fuego frío” con el nombre de fósforo.
Etimológicamente “fuego frío” significa “portador de luz”, en alusión a sus propiedades lumínicas. Una bella antítesis que define su naturaleza y con la que ha pasado a la posteridad.
El fósforo y las cerillas
La idea de crear unas pajuelas fosfóricas de fricción fue idea de John Walker en 1826, pero las comercializó Samuel Jones en 1833, pese a que el fósforo era muy tóxico y las cerillas resultaban demasiado peligrosas. Debido a la baja temperatura con la que se inflamaban, a veces se prendían espontáneamente, provocando explosiones y proyecciones de alto riesgo.
Además, los obreros dedicados a su fabricación presentaban necrosis en los tejidos de la nariz y la mandíbula a causa de la exposición continuada a los gases tóxicos del fósforo.
Hasta tal punto eran conocidos sus efectos nocivos que durante el siglo XIX fue una de las sustancias utilizadas en los casos de envenenamiento criminal, sin descartar que accidentalmente también fuera fácil padecer sus efectos.
Por todo ello, finalmente, el fósforo blanco fue prohibido.
Pero este contratiempo no supuso el fin de las incipientes cerillas, puesto que rápidamente este fue sustituido por el fósforo rojo, una variedad alotrópica que aventajaba enormemente a su pariente, el fósforo blanco.
Para empezar no resultaba tóxico y no existía peligro de inflamación, a no ser que se alcanzaran los 240ºC, cosa nada fácil en el ámbito doméstico.
La popularidad de estas cerillas creció rápidamente por la facilidad de su uso y por resultar inocuas. Es muy revelador el nombre con que se conocían: “cerillas sin veneno”.
Cerillas sin fósforo
No obstante, con el paso del tiempo, los avances en química pudieron prescindir del fósforo, algo deseable a la vista de los inconvenientes anteriores. Se utilizaron materiales distintos como la pasta de sulfuro de antimonio, el clorato de potasa y el ferrocianuro de potasio. Entonces llegaron las llamadas “cerillas higiénicas”.
Más o menos al mismo tiempo aparecieron también en el mercado las “cerillas andróginas”, con dos extremos, uno con pasta sin fósforo y otro con pasta fosforada. Se partían por la mitad, se frotaban y se obtenía la llama. Otra modalidad interesante.
Y por último hicieron acto de presencia las cerillas sin fósforo y sin frotador especial, elaboradas a partir de comburentes y combustibles adecuados, como clorato de potasa y azufre, entre otros.
Las cerillas del siglo XXI
Desde finales del siglo XIX el panorama de las cerillas ha cambiado muy poco. Se distingue entre fósforos ordinarios y de “seguridad”. Estos últimos presentan la novedad de que la cerilla solo se enciende al frotarla con la superficie que incorpora la caja en uno de sus lados. Se trata de una mezcla de fósforo rojo, vidrio pulverizado y cola que con la fricción se inflama y prende la cabeza de la cerilla.
Alquimia y ciencia
El grado de desarrollo y tecnología de hoy día convierten en fácil infinidad de gestos diarios, pero la mayoría de esos pequeños actos del hombre moderno parecerían obra de brujería solo algunos siglos atrás.
Esa es la razón de que las ansias de conocimiento, de investigación y experimentación llevaran a muchos pensadores del pasado a la muerte (véase Contrarreforma). Los que se libraban debían vivir sintiendo en el cuello el aliento letal de la intransigencia, la necedad y el oscurantismo. En estas circunstancias, algunos de estos hombres fueron capaces de vencer los obstáculos y el miedo. Muchos fueron alquimistas. Su herencia es patente en nuestro mundo, aunque a nuestra mentalidad actual le resulte tan extraño.
Para ver vídeo sobre la fabricación actual de las cerillas clicar abajo:
Cerillas suecas de madera de álamo. “Cómo lo hacen” – Discovery Max