Halogramas: “El elixir de los dioses”

7. El elixir de los dioses

ambrosia-¿Las constantes vitales se han estabilizado?
-Sí, Galean I.
-Bien –respondió el médico mediante un lenguaje no verbal, basado en signos y en movimientos gestuales. Sin más demora empezó a leer mentalmente la historia clínica del paciente en el monitor incorporado a los pies de la cama. Luego añadió en el mismo idioma-: Mujer, 40 años. Buen estado de salud. Restos de alcohol en sangre. Nada especial.
-Sí, Galean I –asintió el subordinado con un gesto breve de cabeza.
-Continuad con las dosis habituales. Conviene que no despierte.
-Sí, Galean I –volvió a asentir el subordinado.
Galean I abandonó la estancia cabizbajo. En su postura de espalda cargada y pasos cortos, parecía que se condensaba todo el peso de su responsabilidad. A media distancia ninguno de los empleados de aquel hospital podía diferenciarse. Es lo que pensaba el Patriarca de la Luz cuando Galean I desapareció tras la puerta de acceso y en su lugar enfocó hacia el auxiliar, quien seguía trabajando entre pacientes anestesiados.
Desde su Gabinete de Supervisión, a través del monitor privado, el Patriarca de la Luz había asistido al diálogo de Galean I y su ayudante. Con periodicidad, procuraba hacer barridos de imágenes por las diferentes áreas de la Nave. Necesitaba saber en vivo y en directo qué ocurría en cada momento. El factor aleatorio permitía grandes descubrimientos. Sin embargo, en esta ocasión no había querido que el azar decidiera por Él. Monitorizó el Hospital, el sector de Recepciones.
La acogida de los habitantes llegados desde la Tierra se hacía en el Hospital. Cuando los recibían estaban en estado de inconsciencia. Acto seguido, se echaba mano de su historial clínico y personal para clasificarlos. Los temas relacionados con la salud eran delicados y solo unos pocos podían llevar a cabo tareas de ese tipo en la Nave. El Patriarca de la Luz lo sabía mejor que nadie.
La mujer que acababa de inspeccionar Galean I se había convertido en una de las preocupaciones del Patriarca. Le seguía los pasos de cerca. Como máxima autoridad, hacía tiempo que rastreaba la Tierra en busca de algo que ni Él mismo podía definir. Siempre humanos con perfiles concretos. Hombres o mujeres parecidos a Desiré Han. Hasta que la encontró a Ella. Desde el principio le pareció excepcional. Poseía algo indescifrable que no tenía que ver con su currículum o sus aptitudes. Aunque valoraba en extremo su personalidad, su manera de controlar las situaciones, su rigor, su capacidad profesional, algo distinto le subyugaba. Eran la peculiaridad de sus rasgos, la flexibilidad de su cuerpo, el río tumultuoso que sentía crecer al imaginarla cerca. Quería tenerla en la Nave. Nunca antes lo había necesitado. En otro momento jamás se hubiera atrevido a saltarse de ese modo las reglas. Los Iluminadores se lo habían dejado muy claro años atrás y Él nunca puso inconvenientes. Nada de compañía humana. No había sido difícil. No le interesaban mucho las personas. Las mujeres, menos. Pero ahora era diferente. No podía olvidar que había empezado la cuenta atrás.
Ese era el motivo que había precipitado la llegada de Desiré Han. Era verdad que se le había notificado a través del Consejo Superior de Acciones del Gobierno su acceso a la Cúpula y su participación en el mismo. Un honor concedido a muy pocos. Cierto. Sin embargo, ese ofrecimiento no era más que un subterfugio. Todos los humanos que llegaban a la Nave desde la Tierra, inequívocamente, acababan en la Sala de los Hologramas. Pero eso no era lo que había planeado el Jerarca de la Luz para Desiré. Para ella tenía planes muy diferentes.
Frente a su Gabinete de Supervisión el Patriarca de la Luz podía controlar toda la Nave. Observó a Desiré dormida en la Sala de Recepciones. Parco en palabras, esta vez no quiso ahorrárselas y leyó en voz alta su nombre en la pantalla, casi silabeando: “De-si-ré-Han.” A continuación repasó de nuevo su currículum vitae y no pudo reprimir una exclamación. Le recordó a sí mismo muchos, muchos años atrás.
El traslado de Desiré a la Nave había seguido un procedimiento atípico, fuera del conducto reglamentario. Todos los humanos, por nacimiento, estaban programados para que al llegar a la madurez ascendieran a La Cúpula, un lugar privilegiado donde se alimentarían del elixir de los dioses. Es lo que se les hacía creer. Con antelación suficiente se les comunicaba su destino dentro de ella, se les citaba y en la fecha indicada se llevaba a cabo. Pero no en todos los casos. Muchos perecían en los hospitales terrestres. El método era radical, pero en ningún momento El Patriarca ni los Iluminadores se habían cuestionado su eficacia. Carecía de efectos secundarios y eso era lo importante. Era un modo de reducir la esperanza de vida, de evitar así las lacras médicas y laborales de la senectud. Es decir, gracias a la intervención del Patriarca de la Luz la población de la Tierra se mantenía estable en número y en óptimas condiciones. Los humanos eran por siempre jóvenes y vitales. El planeta azul, de belleza arrebatadora, formaba un hermoso bodegón de naturaleza y seres vivos en el apogeo de su existencia.
Él conocía a sus congéneres y sabía que la inconcreción, la promesa de algo paradisíaco, fuera de la lógica, captaba mejor que cualquier otra cosa las voluntades. Los Iluminadores, también. Ambos sabían hacer de la fe humana una baza infalible.
Pero en el caso de Desiré, el Patriarca de la Luz tenía un presentimiento. Si se mostraba “impaciente” era a causa de su instinto de supervivencia. Se había saltado las reglas porque el instinto de supervivencia l que aún perduraba en su ser le había conducido hacia Desiré Han. Por eso el ascenso de la mujer a La Cúpula se había acelerado. Y por la misma razón, Ella no debía pasar por la Sala de los Hologramas. De ninguna manera.
Al hilo de estos pensamientos el Patriarca de la Luz llamó al Primer Consejero.

El próximo capítulo: 8. En la circunvalación