El niño que no sabía correr

 

“Ser responsable de tus actos, día a día,

te hará vivir plenamente. No serlo te llevará

 por el camino de una cobaya, que solo

 reacciona a estímulos externos. ¡Vive!”

 

Viki Morandeira

-Sí, es preciosa.-¡Mamá, mamá, mira qué cobaya tan bonita!

-Mamá, me está mirando. ¿Has visto cómo me mira?

-Es un animal curioso, lo mira todo.

-Mamá, otra vez. ¿Lo has visto, lo has visto?

-Sí, pero tenemos que irnos. Venga, dile adiós a la cobaya.

-Mamá, ¡es que es tan bonita..!

-Venga, que el metro está a punto de llegar.

-Mamá, yo quiero una. ¿Me la compraráaaaas?

-Ya veremos, Dani. Ahora hay que ir a casa.

-Pues yo quiero una como esa, negra y suave.

El vagón del metro engulló la última palabra del niño. Se llevó a un lugar desconocido su entusiasmo y su voz infantil. Mientras, la cobaya husmeaba el ambiente y movía el hocico haciendo vibrar el aire con las antenas de sus bigotes.

A pesar de su naturaleza animal, comprendía la admiración que había despertado. Recordaba cómo él mismo podía haber protagonizado una escena parecida tansolo unos días atrás. Y sonrió arrellanándose confortablemente sobre el regazo de su dueña.

———–

Sucede que si los compañeros de clase procuran complicarle la vida a un niño, ir al colegio puede parecerse bastante al infierno. Por eso Iván había desarrollado una especie de alergia atípica. En ocasiones, por la mañana, una pelusa espesa y negra le recubría el cuerpo desde la nuca hasta la rabadilla. Era una cresta hirsuta que le picaba de un modo inexplicable y que le empujaba a corretear por toda la casa sin parar de mover la boca de un lado a otro, como si estuviera haciéndole muecas graciosas a algún espectador invisible. Cuando al fin se detenía, engullía con voracidad el desayuno y entonces recobraba la calma. El pelo se enrarecía a marchas forzadas y de nuevo la piel se volvía tersa, liberada de aquella excrecencia peluda. Como si nada hubiera pasado, madre e hijo recomponían la figura y salían de casa camino del colegio.

La madre prefería no hablar sobre aquello. Le aterraba la idea de que la alejaran de su hijo. Temía verlo sometido a interminables pruebas médicas que, con toda seguridad, no solucionarían nada. Quería evitar que lo marginaran. Al fin y al cabo, lo que pasaba de tanto en tanto –según ella− ya cuadraba bien con el carácter extraordinario de su hijo. Se esforzaba en verlo como una rareza más y por lo  mismo eludía a toda costa el tema. La cuestión se había convertido en un tabú dentro de la familia. Para la madre no mencionarlo anulaba una incómoda existencia y con ello se disolvía el problema. Hasta que volvía a ocurrir.

Cuando miraba hacia atrás recordaba a la perfección cómo nada más nacer se negó a tomar el biberón si no se le tarareaba y bailaba una canción rítmica, de esas con bongos y maracas.  Lo que más le costaba a la mujer era seguir la coreografía sin perder el compás. Su sentido práctico le recomendó ir a clases de baile y de ese modo fue capaz de sincronizar algunos pasos mientras procuraba la correcta alimentación de su bebé.

Por todo ello podría decirse que en lo concerniente a su hijo la mujer estaba curada de espantos.

Hasta cierto punto entendía a Iván más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Ella misma, en su juventud, había experimentado ciertos síntomas que la hacían “especial”. En el colegio su rendimiento escolar era bueno y contaba con un par de buenas amigas, pero en general sufría las mofas de sus compañeros. Sentía en lo más hondo de su ser que ese hijo suyo y ella guardaban un vínculo genético irrenunciable que les hacía presa fácil de los demás. Sin embargo, jamás lo hubiera admitido, en parte por lo que tenía de predestinación fatídica. Y si algo tenía claro era su terca oposición a convertirse, ella o su familia, en  marionetas del destino.

Con frecuencia recordaba una anécdota de  entonces. Estaba en  el colegio, a comienzos de curso, en clase de lengua. Abstraída tanto del tema, de la profesora y del entorno solo oyó: “¿De qué color es el caballo blanco de Santiago?” Como si se tratara del santo y seña, en ese momento recobró la conciencia de que se hallaba en el aula. Rápida como el rayo, la contestación se formuló en su cerebro y articuló alto y claro: “¡Blanco!” con tal energía y convicción que todo a su alrededor se convirtió en una risotada. Incluso la profesora, con fama de mujer circunspecta, reprimió la risa y la amonestó condescendiente. Acto seguido, la cara de la niña se tiñó de rojo. A medida que los compañeros la iban señalando con el dedo, el tono se  intensificaba cada vez más.

Pasaron varias semanas hasta que la moda del caballo blanco de Santiago bajó del primer puesto de popularidad. ¡Se sentía tan ridícula! Su capacidad casi camaleónica de cambiar de color  había entusiasmado a sus compañeros de clase, por eso a la mínima provocaban la reacción con bromas o risitas mal disimuladas. Así fue avanzando el curso para todos, también para ella, aunque su estigma nunca llegó a desaparecer por completo.

Fue un hecho crucial en su vida. Tanto la marcó, que cuando llegó la edad de merecer, en que las chicas se exhibían cogidas de la mano para hablar de sus cosas, ella intentaba por todos los medios pasar desapercibida. Pero intentarlo le servía de poco. Era ver a cierto muchacho y ponerse más roja que la manzana caramelizada de la feria. Y otra vez, cómo no, la carcajada.

Hasta cierto punto había llegado a acostumbrarse a las risas, pero lo que no podía soportar era que el chico que a ella le gustabatambién se diera cuenta. Que él también se riera.

A la muchacha de entonces nada le hacía pensar que al cabo de pocos añosaquel joven acabaría convirtiéndose en su marido. Y aunque él nunca se lo confesó, ya había observado que cuando pasaba a su lado enrojecía violentamente. Ironías de la vida, esa fue la razón por la que se fijó en aquella muchacha asustadiza. Bajo su prisma de macho alfa, la reacción de la joven era una especie de incontinencia que le impedía ocultar sus emociones. Esa sinceridad, esa candidez eran virtudes netamente femeninas. Para él, irresistibles. Lo que vino después  fue solo cuestión de tiempo. Y de un corto plazo, porque contra cualquier pronóstico aquel joven le pidió matrimonio. Como una mujer enamorada, no pudo ni quiso resistirse. Mientras tanto, la intermitencia de un incendio la arrasaba por dentro y la enrojecía por fuera.

De eso ya hacía mucho tiempo. Su realidad ahora era otra y bien distinta.Ahí estaba ella, madre de un niño “especial”  y sin marido. Quién se lo iba a decir.

La última hazaña de su hijo sobrepasaba el límite de lo aceptable. Quizás después de todo fuera culpa de la polución, de los incontables aditivos alimentarios y productos transgénicos. Pero mejor no pensarlo: cuidar la dieta y, sobre todo, lavarse las manos antes de comer. Sobre todo, si venían del metro.

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Sería cuestión de probarlo, a lo mejor no era tan difícil decirles que no. Un poco grandullón sí que era el jefe, pero a los otros no tenía nada que envidiarles… como no fuera una cuestión de número. Todos juntos formaban una espalda formidable, más brazos que un octópodo (aún recordaba el término de la última clase de ciencias naturales) y una mala baba tan negra como su tinta. En definitiva,  por estas razones o por otras que ni él  mismo sabía, Iván nunca les plantaba cara.

Parecía que no había empezado con buen pie en el nuevo colegio. Cambiarle de escuela para que estuviera más cerca de casa no había sido una buena idea.  Las aprensiones de su madre se habían vuelto contra él. La mujer  ni siquiera sospechaba las vejaciones a que se veía sometido a diario. Iván no podía contárselo. Eso sería preocuparla innecesariamente. Aunque en su fuero interno otro era el motivo de su silencio: reconocerlo era admitir su debilidad.Y ahora él era  el hombre de la casa.

Correr, esa debería ser su especialidad. “¡Forrest, corre!”, recordaba aquella frase de Forrest Gump, lapelícula que describía las peripecias del protagonista, desde la infancia hasta la edad adulta.  A su madre le encantaba, particularmente la primera parte, cuando se recreaban en las dificultades del personaje-niño. Madre e hijo la veían con frecuencia y siempre con el mismo resultado. La mujer se emocionaba y se le saltaban las lágrimas.Él, por no contrariarla, permanecía a su lado en el sofá. A la pregunta de: “¿Verdad que es preciosa, hijo?” Iván contestaba con diligencia:“Sí, mamá”. Pero lo que realmente pensaba era que, como el pobre Forrest, debería ponerle alas a sus pies.

Aún recordaba aquel día.

-¡Eh, tú!

-¿Quién, yo?

-Sí, tú, gordo imbécil.

Carcajadas a coro. Muecas de burla y palmotadas mutuas felicitándose por la ocurrencia.

-¿Qué te ha puesto hoy mamá para el al-muer-zo, “gordito”?

-No no no sé, no me acuerdo. –La voz entrecortada, como en un hilo a punto de quebrarse.

-¿No te acuerdas? ¡Vaya memoria de elefante tienes! Bueno, pues vamos a verlo.

En ese momento, uno de los muchachos se sitúa tras él y le arrebata la mochila antes de que Iván tenga tiempo de reaccionar. De inmediato, la mochila va a parar a manos del jefe. Este la abre, rebusca con avidez. Encuentra el bocadillo y a una seña suya el resto del grupo vacía el contenido. Lo esparcen por el suelo. Luego lo patean, escupen encima.

Mientras, el cabecilla arranca el papel de aluminio, abre el pan y olisquea el embutido. Con desprecio exclama:

-Esto es asqueroso. ¿Es que tu madre solo sabe darte porquerías?

El grupo asiente con convicción, atento, desentendiéndose al unísono de la mochila y de los libros, esparcidos por el suelo.

-Mira, esto es lo que vamos a hacer. –Y para demostrarlo tira al suelo el bocadillo, cada trozo de pan por un lado, el embutido por otro. Macabro cadáver des-emparedado. Acto seguido añade−: Y ahora, gilipollas, tú, que comes basura igual que un cerdo, te lo vas a comer todo, ahí, en el suelo. Venga, rápido, que se nos hace tarde, gordinflón. Como me pongan una falta por tu culpa te vas a enterar…

Aquel día, a la hora de comer, Iván no probó bocado, pese a que su madre había cocinado su plato favorito: espagueti a la carbonara gratinados con mucho queso. Tenía dolor de barriga. Al parecer le había sentado mal el bocadillo de la mañana.

Iván no había tenido tiempo de correr.

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«Todos lo sabéis, o sea, no hace falta repetirlo como si fuera un papagayo. Solo voy a hacer unas consideraciones de importancia que os vienen que ni al pelo. O sea, son pocas pero básicas, o sea que escuchad.  Nosotros, los profesores, en representación del colegio, somos vuestros tutores legales en esta salida. O sea, eso quiere decir que debéis seguir unas normas mínimas de comportamiento y hacernos caso cuando os hagamos alguna indicación. ¿De acuerdo? No te cachondees, Flores. ¿Y cuáles son esas normas? O sea, es fácil, solo se os pide que seáis un poco cí-vi-cos, chicos. Nada más. O sea que usaremos el transporte público, procuremos mantenernos juntos, no armar escándalo y ceder el asiento a personas con necesidades especiales, o sea, ancianos, embarazadas, impedidos, alguien con muletas, etc. ¡Christian Bermúdez, deja de hacer el payaso! ¿Quién te iba a embarazar a ti? O sea: ¿queda claro?

»Ya lo sé, lo sé, de verdad. O sea, que no podéis más de la emoción. Pensar que vamos a visitar el Museo Etnográfico os llena de inquietudes y excitación. O sea, que más de uno se reencontrará allí con sus ancestros, y no creáis que desde entonces habéis experimentado alguna evolución. O sea, en muchos casos, todo lo contrario. Habéis in-vo-lu-cio-na-do hasta pertenecer a una nueva categoría: la del Homo Erectus Stupidus. Reíd, reíd, ahora que podéis ¡O sea que, en marcha, chicos!»

La arenga del profesor hizo efecto. El grupo-clase se movilizó incitado por sus palabras, que habían provocado la hilaridad de los muchachos y nuevos chistes por parte de Christian Bermúdez. La capacidad del chaval para imitar voces, su histrionismo convertían cualquier situación, por anodina que fuera, en una fiesta. Sabía sacarle partido a cualquier frase o anécdota. Era un alumno realmente popular.

En medio de aquel ambiente de jolgorio Iván emprendió la marcha hacia el metro con el mejor de los ánimos. Él y sus compañeros desternillándose de risa con el discurso del profesor “Osea”.

Como solía pasar, durante todo el camino se mantuvo en las últimas posiciones, a pesar de que se le reclamó como mínimo un par de veces. Se le intentaba integrar en el pelotón pero, aun así, no dejaba de ser el rezagado. En el fondo, lo que el niño trataba de evitar por todos los medios era la proximidad del enemigo. Este, como no podía ser de otro modo, se había situado al frente, abriendo brecha. Demasiadas historias le venían a la cabeza.

¿Y cuando lo encerraron en aquel cuarto? A saber cómo habían conseguido la llave. Fue una broma concienzudamente planeada. Incluso se tomaron la molestia de quitar la bombilla, y allí permaneció hasta que, algunas horas más tarde, la empleada de la limpieza inició su turno de trabajo. Hacía rato que había acabado la última clase. Alérgico como era  a los ácaros del polvo y a ciertos productos de limpieza, tuvo que convivir varias horas entre mopas, trapos sucios y detergentes varios. En aquel espacio reducido el aire se volvía denso. A punto estuvo de darle una crisis de asma, pero por suerte que aquella mujer le dio la bienvenida con una rendija de luz y luego abrió de par en par la puerta. Fue el mejor amanecer de toda su vida. Antes de que Iván pudiera recobrar la visión,  un desfile de cucarachas se le adelantó en el punto de salida. La mujer, espantada, chilló al verlo, y chilló más -y brincó-, mientras intentaba esquivarlas. Después de aquello creyó que, tal vez, el prurito que había sentido desde que lo encerraran no fuera una respuesta inmunológica a aquel ambiente insalubre, sino una cuestión de sensibilidad: el hormigueo de un ejército de cucarachas sobre la piel. Corrió al lavabo para dejar de contener las náuseas. Horas después aquel picor desagradable continuaba atormentándolo.

De ahí que remoloneara y se detuviera innecesariamente con cualquier excusa. Su amigo Biel lo acompañaba a ratos pero no quería quedarse atrás, por lo que al cabo de  algunos minutos avanzaba y se reunía con el resto. Entonces Iván volvía a quedarse solo. Pero no era tan grave. La soledad había acabado siendo su mejor aliada. Era un reducto aséptico donde soñar. En él se proyectaba hacia  el futuro en un holograma de sí mismo que crecía en estatura, en fuerza y seguridad. El colegio quedaba reducido a una sombra del pasado. En su mente infantil añoraba a su padre. Su  figura representaba todos los atributos del poder, la única solución a sus problemas. Más que nada en el mundo, por encima de todo, lo que deseaba era que  su tiempo de alumno gordinflón y ridículo caducara, quedara atrás, cubierto por el moho. Y en esa metamorfosis se imaginaba como un superhéroe. Hubiera querido extender los brazos, echar a volar con su magnífica capa y planear sobre los aires. Desde aquella altura maravillosa apenas vislumbraría el suelo. Dejaría de distinguir a los miles de seres diminutos que se afanaban por estudiar, trabajar, soportar, someter o ser sometidos, como él. Apenas reír. Sin embargo, sabía que un salto en el tiempo no era posible. Había que esperar. En eso consistía  para él la esperanza, en la fe del que espera.

Otras veces aterrizaba en el planeta Tierra y se veía a sí mismo como un hombre hecho y derecho, autónomo, paseando por un campus reluciente de césped y de parterres en flor. Un joven estudiante de veterinaria con un brillante expediente académico. Pasarse el día rodeado de mascotas le parecía la mejor profesión del mundo. Los animales no le cuestionaban. Desde su simplicidad todo resultaba fácil. Al otro lado del espejismo la vida era enrevesada, un maldito galimatías que no conseguía entender. Y más que nada, injusta.

Por eso quizás a Iván le fascinaban los animales. Cuando cogía entre sus manos uno de esos cuerpecillos palpitantes sentía por qué valía la pena vivir. Entre el niño y sus criaturas fluía un sentimiento recíproco  que le anestesiaba contra otras heridas. Un paliativo contra su triste realidad.

La madre no opinaba igual. Siempre refunfuñaba y ponía problemas. No obstante, a pesar de su oposición, Iván había tenido tortugas, pájaros, lagartos, un hámster y un gato. El perro, una cuestión de tiempo. Su madre se empecinaba en decir que no. Según ella, era demasiado trabajo para una mujer sola. Y la posibilidad de que Iván la ayudara la hacía sonreír, incrédula. Él se daba cuenta. No obstante, Iván era muy persistente. La mujer parecía olvidarlo a veces.

Al hilo de este pensamiento el niño rememoró lo que le ocurría por las mañanas. Rectificación: algunas mañanas. Era capaz de revivir sobre su cuerpo aquella especie de fuego, más abrasador en la espalda, que le obligaba a correr  sin control, como quien escapa de un incendio. Y poco más. Solo podía visualizar, aparte de ese vértigo, la cara pasmada de su madre, demudada y pálida. Luego, nada. Solo despertaba. Como si fuera un mal sueño.

De momento, en su presente más inmediato, su intención era conseguir la cobaya que había visto en la tienda de animales. Cada mañana la admiraba en su nido, todo confort. Sus movimientos eran seguidos con embeleso por el niño desde el otro lado del cristal. Iván vivía con intensidad el reality show de su cobaya favorita. Por culpa de ella, más de una vez, había estado a punto de llegar tarde al colegio. Pero, como siempre, primero tenía que convencer a su madre. En su tenacidad estaba seguro de algo, y era que a ella le gustaban tanto como a él los animales. Lo había visto en sus ojos. También a ella la hacían sentir bien.

Tuvo que darse prisa cuando el profesor le llamó: “¡Iváaaaaaan!” para que se  incorporara al grupo. Biel había ido a buscarlo una vez más. El amigo creía que era fácil perderse entre los pasillos del metro. Sabía bien que ninguno de los dos dominaba aquel laberinto de galerías escalonadas.

Al llegar ante la validadora, parada y recuento de alumnos.

El grandullón y sus esbirros murmuraban algo mientras lanzaban miradas hacia Iván. Sonreían.

Pero Iván estaba distraído. Ni siquiera se dio cuenta. Solo sintió una comezón en la espalda. Se rascó con urgencia. Una estrecha línea velludaa lo largo de su columna apuntaba bajo la piel.

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-Sí, soy yo, la madre de Iván. –Se inicia una escucha atenta.− ¿Cómo, que Iván no aparece? –A la madre se le descompone el gesto. En seguida piensa que seguramente su hijo ha hecho una de las suyas. Pero, claro, su deber es protegerlo. Una pausa y continúa hablando−: Claro, ¿sabe qué pasa?, pues que se ha venido directamente aquí, a casa. No se encontraba bien. –Más silencio, solo acompañado por un movimiento vertical de la cabeza.- Sí, tranquilo, claro, lo entiendo. Usted es el tutor, no son maneras. Mañana llevará a clase un justificante. Yo se lo  firmaré y además le castigaré, no se preocupe –y agregó, como punto y final-: Gracias por llamar. Adiós.

«Un buen castigo, eso es lo que se merece» pensó, encolerizándose por momentos. «¿Dónde se habrá metido este dichoso niño..!»

Pero tras la furia no llegó la calma, sino todo lo contrario. Iván no regresaba y la madre sin la menor idea de dónde buscarlo. Los minutos de espera se hicieron eternos. Con desesperante parsimonia transcurrieron las horas: una, dos, tres. ¡Basta! Decidió salir a la calle y buscar a su hijo por su cuenta. Sintió una punzada de añoranza, y también de resquemor. No podía contar con nadie, y con el padre de la criatura, menos. Cruel ironía.

Entonces se dio cuenta de que en la ciudad un niño, incluso el suyo, que era un ser extraordinario, se volvía una aguja en un pajar. La madre deambuló por las calles, hizo llamadas, picó puertas e intentó interrogar a cualquiera que a su juicio pudiera darle algún indicio. Fue inútil. Su ser, galvanizado por la ausencia del hijo, se desintegraba de tristeza. A pesar de su semblante, pese a su cara de guindilla encendida, nadie supo decirle nada.

Aquel día transcurrió así. Después, más de lo mismo. Hasta que llegó un momento en el que, fuera de sí, decidió plantarse ante la puerta de entrada de la vivienda, sentada en su silla de cocina, a esperar. Se aisló de cuanto creía que podía distraer su atención y se reconcentró como un caldo corto. Quiso consolarse con su vieja guitarra. En el suelo ajedrezado del recibidor, se volvió material casi inerte. Solo quedó el temblor vivo del mástil de madera, intentando injertarse en la mujer con la tenue vibración de sus cuerdas.

Cuando los bomberos derribaron la puerta de su casa, la encontraron desgreñada, en bata, con una guitarra en la mano. Rasgueaba una melodía conocida. Ante la irrupción, les miró desconcertada, en silencio.  Al llamarla por su nombre, la mujer pareció reaccionar: «¿Sí?», profirió con una vocal tónica que se alargó entre sus finos labios. Al instante, un agente de policía se acercó con pudor a cerrarle la bata. Se había levantado, demostrando con los brazos caídos su actitud de entrega. En la mano izquierda, la guitarra; la derecha, vacía. En el centro, su cuerpo desnudo revelaba secretos que no eran los que buscaban las fuerzas del orden público.

La mujer, que no había querido contar con la policía, se los encontraba de pronto allí, en su casa. Una vez más, cosas del destino.

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Iván había decidido salir corriendo. Huir sin una meta era lo único que se le ocurría. Por tanto, se adentró en el túnel, más allá del límite de la estación. Deseaba escapar de aquellas caras de horror. Debía alejarse. Seguro que después de algunos días, los mismos que habían presenciado su transmigración se convencerían sobre la inconsistencia de su recuerdo. Eso le gustó y rebajó su ansiedad. Era necesario apartarse de allí y de cualquier bicho viviente.

Se sentía más ligero que nunca, mucho más ágil y sensitivo. Estaba irreconocible. Era consciente de que lo ocurrido debería angustiarle pero de momento no era así. Su nuevo estado le sentaba bien. Le asombraba su propia capacidad de adaptación.

En el túnel la oscuridad casi total no le asustó. Ni la más ligera aprensión. ¡Qué diferente era todo! A su mente acudían imágenes de un niño pusilánime y rechoncho, la víctima propicia para cualquier sacrificio. Pensó en ello y solo experimentó   indiferencia. Siguió trotando por la reducida acera de aquel corredor. Avanzaba con seguridad, aunque bajo sus patas la superficie de confianza, a salvo de las vías, se estrechaba más a cada paso. Cuando apenas restaba el espacio de un adoquín, elevado escasos centímetros del suelo, dudó entre continuar recto, paralelo a los raíles, o desviarse hacia la derecha. En esa dirección se intuía la proximidad de una bifurcación casi invisible. Optó por lo segundo ya que temía la llegada del tren. El momento en que el convoy atravesara a toda velocidad aquella vía subterránea y opaca podía resultar fatal. Su instinto de supervivencia le reclamaba sentido común.

Era evidente que la disminución de tamaño no afectaba a su capacidad cerebral ni a su memoria.  Se sentía bien, como en una versión optimizada de sí mismo. Por una vez era libre y disfrutaba el raro placer de husmear el olor del combustible, el tufillo de los vagones en la distancia. Reconocía el sudor humano que le llegaba desde el andén. Ahora,  más que nunca, le repugnaba. Sus agudos bigotes  le acercaban a su entorno y compensaban con creces la falta de luz. Y en mayor medida, le conectaban con la vida oculta que reinaba en aquellos pasadizos.

Iván descubría que su mente, altamente sensitiva, se había expandido en dirección al mundo exterior y que sus capacidades, junto a la realidad de la vida, crecían fuera de él. Podía percibir los roces de la pared, el chasquido del metal del raíl contra centenares de patitas inmundas, el trasiego de pezuñas triscando sobre las piedras que pavimentaban el suelo. Aquello era nuevo y auténtico, un territorio franco donde cualquier cosa era posible. Se sintió renacer.

Un mundo lleno de incógnitas se abría ante él. Y por una vez Iván estaba dispuesto a responder: interés, curiosidad, atreverse a. Sin más prohibiciones que las que le dictaba su instinto. Ni temores. Solo acción. La reacción, si llegaba, abriría nuevas puertas y entonces sería el momento de pensar. Ahora no tocaba.

Pero ¿en qué se había convertido Iván? Ni él mismo lo sabía, solo era capaz de correr por aquel túnel alternativo que parecía no tener fin.

En un momento dado fue como si la fina horquilla por la que se desplazaba se abriera de golpe. Al darse cuenta aminoró la marcha, bastante cansado por la carrera, y reconoció aquel ensanchamiento. Había llegado a una estación. Paredes cubiertas de anuncios desfasados, bancos mugrientos adosados a la pared, papeleras cuajadas de agujeros. Y aquel olor penetrante, ofensivo.

El abandono y el deterioro eran evidentes. Sin embargo, no era eso lo que le extrañó. Era otra cosa, algo fundamental, anacrónico. Se trataba de la ausencia de viajeros. Ni una sola persona entretenía la espera entre un tren y otro, lo cual era imposible teniendo en cuenta que el horario era de máxima afluencia:de 9 a 10 de la mañana.

Notó de nuevo aquel tufo desconocido. Era hondo, denso, almizclado. A Iván le resultaba indescifrable. Sin embargo, conforme caminaba con cautela por la estación,  su presencia se hizo tan patente que instintivamente buscó el origen con un movimiento vertical del hocico. Le invadió el pánico. Al levantar la vista del suelo se dio cuenta de la procedencia. Lo que percibía de un modo inequívoco provenía de los asientos del fondo. Era una colonia de ratas. En un acto reflejo dio un respingo hacia atrás, sin poder apartar la vista de aquellos ejemplares bien alimentados, imponentes, bajo el hirsuto pelaje pardusco y ralo. Eran muchas. Había ratas por todas partes. Al percatarse de la presencia del recién llegado se alertaron. En seguida se ordenaron hasta constituir una formación defensiva almenada por hileras de afilados dientes. El paisaje, de golpe, se volvió amenazador.

Iván no cuestionó la ferocidad de las ratas. Comprendió al instante el peligro. Era una estación abandonada. Sin embargo, no del todo. Aunque sobreviviera olvidada por los hombres, otros la habían tomado: los amos del subsuelo.

Su ansiedad se disparó cuando aquellas criaturas  empezaron a moverse. El espacio que los separaba disminuía. Mala señal.  Iván hizo amago de retroceder sin perder detalle de cuanto sucedía a su alrededor. Aunque la adrenalina acrecentaba sus reflejos, no advirtió una sombra a su espalda. El hedor que detectara al acercarse ala estación se volvió insoportable. No transcurrió ni un segundo a partir de ese momento. Aulló de dolor al notar una dentellada en el cuello. Le espantó el mordisco y la herida sobre su carne.

Sin embargo, de improviso, se desencadenó una estampida. Cucarachas despavoridas escalaron desde las vías buscando la seguridad del andén; ratoncillos nerviosos caracolearon por todas partes. Desorientado, Iván identificó el estruendo de varias máquinas que atronaban con la furia de una manada de convoyes enloquecidos. El suelo retumbaba  y sus huéspedes eran presas del pánico.

Iván corrió a pesar del dolor. El cruce de dos trenes en el piso superior había conmocionado la estación. No obstante, a él le había salvado.

El cuello le ardía. Mientras escapaba de aquel infierno, el niño que fue llegó a la conclusión de que entre los seres humanos y las ratas no había, después de todo, tantas diferencias.

Un hilillo de sangre trazaba una senda brillante sobre su pelaje oscuro.

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-Poco se puede hacer si la gente no colabora, inspector.

-Pero es que no me lo puedo creer. Alguien tuvo que ver algo. Es imposible que nadie sepa nada. Si el niño estaba en la estación de Sants a las 9:20, no puede ser que a las 9:35, en Sagrada Familia, nadie advirtiera su desaparición.

-Tenga en cuenta, inspector, que no era el niño más sociable del mundo, por lo que me han dicho. Todos le han calificado como: callado, retraído, tímido, solitario, rarito…

-¿Pero tendrá algún amigo, digo yo? Todo el mundo tiene algún amigo. –Y extiende ante el agente su dedo índice: categórico gesto que no admite réplica.− Además, aunque no fuera así. Dos clases al completo hacen una salida escolar y ¿quiere usted convencerme de que ni uno solo de esos chavales sabe nada ni ha visto nada que nos pueda ayudar? No cuela. Es que no me lo creo. Hay que seguir investigando. Me huelo que aquí hay gato encerrado.

-Haremos otra ronda de preguntas. Pero ya sabe que no podemos apretar mucho, que las familias se nos echan encima rápido.

-¡No se trata de condenar a nadie! Para eso ya están los jueces. Por supuesto que hay que ser prudentes, Ramírez, y escrupulosos con la ley. Estoy seguro de que los chicos saben algo que no nos han dicho todavía.

-…Y luego está la madre, inspector. Dijo al tutor que el niño estaba en casa el día de autos y cuando volvimos a interrogarla repitió la misma historia: Iván volvió a casa antes del mediodía. Y teniendo en cuenta el estado casi catatónico en que la encontraron no habría que descartar alguna forma de parricidio.

-Pero esa mujer nunca había dado muestras de desequilibrio mental.

-Que se sepa, inspector.

-Al menos podemos estar seguros de que nunca ha seguido ningún tratamiento psiquiátrico. Lo he comprobado.

-¿Ha leído en el informe el estado en que se la encontraron?

-A lo mejor tomó calmantes para los nervios al ver que su hijo no volvía a casa. –El inspector se resiste a aceptar la hipótesis aparentemente más sencilla.

-¿Y por qué no nos llamó? Es lo que hubiera hecho cualquier familia ante la desaparición de un menor. ¿Por qué mintió al colegio? −El inspector hace oídos sordos.

-Escuche, Ramírez, otra cuestión: en el informe no se aclara si es una familia monoparental o no.

-Valbuena nos recomendó que no la “atosigáramos”. Sigue internada. Sus respuestas en ese tema son poco claras. Se contradice. El padre de Iván parece ser que está vivo, pero no sabemos dónde.

-Estos psiquiatras forenses… Pues hay que investigarlo. Tenemos que conocer el entorno de ese niño. Cuanto más sepamos más podremos entender lo sucedido.  ¿Cómo puede ser todo tan complicado?

-Sí, inspector. Ahora nos ponemos.

Y se pusieron. Al día siguiente revolvieron la casa de Iván de arriba abajo, empeñados en descubrir pistas, un arma, el cuerpo del delito, aunque fuera despiezado como un ternero. Pero nada. Todo el mundo quiso mantenerse al margen: compañeros de clase, colegio, vecinos, incluso los familiares. No había ni un solo dato concluyente que aportara un poco de luz sobre el caso Iván.

Al cabo de algunos días el inspector recibió la llamada de la jefa de estudios.Era sábado, fuera del horario laboral docente.

-Buenos días, inspector.

-Sí, buenos días. ¿Con quién hablo?

-Soy Mercedes Sala, jefa de estudios del Sant Jordi, el colegio.

-¡Ah, sí! Del colegio. Disculpe, no la había reconocido.

-Normal, solo hemos hablado una vez.

-Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

-Verá, el motivo de mi llamada es comentarle algo sobre Iván. Me enteré hace un par de días.

-¿Hace un par de días? –repite el inspector, molesto.

-Sí, ya sé, debería haberle llamado antes. Discúlpeme, pero esto no es fácil.

-¿Llamarme no es fácil? ¿Qué quiere decir? –inquiere el inspector con tono reprobatorio.

-Quiero decir –Mercedes Sala comienza a ponerse nerviosa.− que el tema puede tener implicaciones para el colegio.

-No la entiendo. Por favor, explíquese mejor.

-De acuerdo, pero no me interrumpa. Se lo ruego… –Esto último lo dice en tono de súplica y surte efecto, puesto que aunque la profesora tarda algunos segundos en contestar, el inspector espera callado.− Iván era un niño un tanto especial. Los profesores no teníamos queja, era bastante aplicado y su comportamiento era bueno, pero –otra pausa− creo que entre los compañeros no era así.

-Me parece que entiendo –El inspector interviene tras el prolongado silencio de Mercedes Sala. Por parte de ella la intención es que el inspector termine la frase. Pero no lo hace. Al contrario, dice−: Continúe, por favor, la escucho.

-Quiero decir que Iván sufría acoso escolar, bullying, como le llaman ahora en los medios.

-¿Y se ha enterado solo hace un par de días?

-Habíamos visto algo, pero no pensábamos que fuera para tanto. Cosas de críos.

-Ya, es lo que suelen pensar en los colegios.

-No me malinterprete, inspector. Si yo hubiera sabido que era serio habría atajado el problema de raíz.

-No me cabe la menor duda, Mercedes.

-Noto cierta ironía en su voz.

-No es mi intención, se lo aseguro. Pero llevamos días con este caso y no somos capaces de aclarar nada. Y ahora, al contarme lo del acoso… En fin, me extraña que no nos hayan dicho nada antes. Simplemente es eso. Dese cuenta que ese dato podría cambiar el rumbo de la investigación.

-Lo sé. Si me he enterado es porque un chico de su clase me lo ha contado. El pobre no se atrevía pero ha venido a hablar conmigo. Me ha explicado algunas cosas que ponen los pelos de punta. Por eso le he llamado.

-¿Por qué a usted y no al tutor?

-Porque conmigo los chicos tienen más confianza.

-¿Por..?

-A parte de ser la profesora de refuerzo de matemáticas y lectura, soy la psicopedagoga del centro. Estoy con ellos durante varios cursos.

-Vale.

-¿Me cree ahora?

-Sí, pero no olvide, Mercedes Sala psicopedagoga del colegio Sant Jordi, que a veces los “chicos” pueden ser muy crueles.

-Ya me he dado cuenta, inspector.

-¿Cuándo podemos vernos? Será mejor que me lo explique todo con detalle cara a cara.

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Cuando logró encontrar la salida, Iván pudo respirar tranquilo. En la calle se sentía más cómodo.

Había escapado de la atmósfera viciada de aquella especie de trinchera enemiga. En el exterior su hocico  nervioso distinguía el olor de la ciudad. Esa mezcla de gasolina y aire enrarecido le resultaba familiar. La huida le había dejado exhausto.

Su pequeño corazón latía en un tropel vertiginoso. Y ahora, después de la crisis, comenzaba a notar el dolor agudo que le palpitaba junto a la carótida. Quizás también por extensión su cuerpo se convertía para él en objeto de análisis. Y ahí radicaba el problema, el enigma de Iván. El niño de 12 años que hasta hacía unas horas era un ser de fina tez rosada y mofletes adorables, se había convertido en un animal gordezuelo (vaya, en eso no había cambiado), cubierto de  pelo negro y provisto de dos enormes incisivos que prácticamente no le cabían en la boca. Hasta ahí podía reconocerse a sí mismo.

Pero cada clase de existencia pagaba su peaje. Eso Iván lo sabía. Ahora comenzaba a experimentar las exigencias de su nueva fisiología. Notaba un vacío insoportable en el estómago. Tanto, que necesitaba masticar algo de inmediato.  Si no, empezaría a roer el tronco del primer árbol que encontrara en su camino.

Iván creía entender el alcance de su cambio y no sabía si felicitarse por ello. Lo que tenía claro era que debía buscar comida y refugio. Nada mejor que aprovechar su disfraz para moverse por lugares conocidos sin temor a ser visto. Aunque todavía no pudiera determinar a qué especie animal pertenecía ni en qué clase de hogar debía ovillarse.

Se puso en movimiento y se orientó sin dificultad al reconocer hitos cotidianos como el supermercado, el quiosco o la churrería. Moderó el paso. No había necesidad de correr. Nadie le amenazaba. Las miradas sorprendidas de los transeúntes le importaban poco. Generalmente iban acompañadas de una sonrisa bondadosa. Con lo que tenía que extremar los cuidados era con las bicicletas, pues su paso, intentando esquivar a los viandantes, se había convertido en un curioso zigzag que le llevaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, en una cadencia cíclica. Ello le hacía invadir a cada momento el carril reservado a los ciclistas, quienes se sorprendían de encontrar semejante animalillo en plena calle, solo. Su gracioso peregrinaje por la ciudad comenzaba a suponer una amenaza a la seguridad pública.

Mientras Iván realizaba una de esas diagonales temerarias huyendo de un ciudadano uniformado con casco, mallas y camiseta arcoíris a dos ruedas, notó justo entre los ojos la contundencia de un golpe seco. La sacudida inesperada lo aturdió un poco, pero tuvo  tiempo de esquivar el siguiente. Se trataba de un ciego que, con su bastón, comprobaba el terreno. Al tropezarse con Iván, el hombre detuvo el paso y se tensó sin comprender. Brazo en alto, trazó en el aire movimientos enérgicos  y rastrilló el suelo para cerciorarse de que pisaba por lugar seguro. A la desorientación inicial del invidente le siguió un paso más firme, al valorar que debía de estar ante algún perro pequeño con la correa demasiado larga.  Y siguió su paseo, aunque –hombre precavido- ampliando su espacio vital. Al hacerlo, alrededor de su bastón creó una fortaleza de ágiles molinetes que recorrían todas las direcciones posibles en el sentido de su marcha. Iván se  sintió indefenso entre aquellos movimientos hostiles y perdió el control. Se volvió un animal atolondrado que no paraba de corretear, con el peligro más que probable de acabar haciéndole la zancadilla a un tranquilo peatón.

En esas estaban cuando un niño de unos cinco años, que miraba la escena divertido, gritó: “¡Mamá, mamá, mira lo que hace la cobaya! ¡Está jugando al escondite con ese señor ciego!” Y la madre no pudo menos que mirar hacia donde su hijo señalaba insistentemente. La mujer, perpleja, atrajo el niño hacia sí, temiendo que alguno de aquellos bastonazos cayera en lugar equivocado.

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-¿Eso es todo lo que pasó? –repone el inspector, tras escuchar a Mercedes Sala.

-Pues sí,  se quedó en tierra.

-Un compañero no le dejó subir al vagón.

-Abel Clot lo retuvo en el andén –precisa la psicopedagoga.

-Y a partir de ese momento ya no se sabe nada. Se pierde la pista de Iván.

-Por lo que usted cuenta, sí. Yo no sé nada más.

-¿Y tanto costaba decirlo desde el principio? –increpa el inspector a su interlocutora.

-Tenga en cuenta, inspector, que Abel es un niño grande para su edad, con carácter de líder nato y…

-Rabioso. ¿No es ese el niño que han tenido que vacunar de la rabia? Tiene pinta de matón.

-Yo no diría tanto, solo que es un niño con una visión distorsionada de la realidad, de su entorno. Ha asumido las relaciones con los demás en clave de dominación.

-Digno de lástima. En cambio, Iván es el hijo puta que se le ha cruzado y, claro, Abel no ha podido  evitarlo.

-No es lo que quería decir –ataja secamente la jefa de estudios−. Usted solo busca un culpable, yo intento ayudar a esos chicos. A cada uno según sus necesidades.

-Y yo intento entender qué ha pasado.

-Creo que los dos buscamos lo mismo, aunque no lo crea. –La jefa de estudios hace amago de marcharse.

-¡Espere, espere, Mercedes! Le pido disculpas. –El inspector ase del brazo a la psicopedagoga.− Por favor, no se vaya.

-Me cita aquí, me obliga a dejarlo todo porque, según usted, esto es muy importante, y no hace más que poner en duda mis explicaciones. ¿Para qué me necesita entonces?

-Para entender qué pasó con Iván después de que el metro arrancara.

-Yo no soy adivina.

-Le pido colaboración, por favor. –Su cara compungida no deja lugar a dudas. De niño, el inspector también había querido tener una cobaya.– La única sospechosa sin coartada es la madre. –Y esta frase parece sumirlo en un mar de cavilaciones. Entonces reacciona−: Por cierto, Abel se contagió el mismo día que Iván desapareció, ¿no es así? ¿Cómo pasó?

———-

La sangre seca daba al pelo de Iván un aspecto inquietante. Dependiendo del punto de mira el observador podía enternecerse con la visión de una  pacífica cobaya; o cambiar de perspectiva y contemplar a un animal de pelo revuelto y sucio. Su costado izquierdo  había quedado manchado por el reguero de sangre vertido desde el cuello. El coágulo le daba un aspecto de roedor veterano y pendenciero. Esa polaridad encajaba bien con su propia transformación interior, ya que el nuevo Iván sentía que  emociones  desconocidas tomaban posesión de su mente −la ira, el rencor− y ganaban terreno a una velocidad alarmante. Su metamorfosis aún no se había completado.

En medio de la ciudad Iván se movía con desenvoltura. Transitar por calles conocidas le daba tranquilidad. Al pasar ante la frutería donde solía comprar su madre no se reprimió, y de un bocado alcanzó una zanahoria. La dueña lo miró perpleja. Su sensación de hambre era acuciante. Pero a pesar del apremio no podía olvidar su verdadero destino: el colegio Sant Jordi. Allí se dirigía.

En el cerebro de Iván se sucedían las escenas de la mañana. Como si se tratara de una película, él aparecía en el papel protagonista, en un tiempo lejano y cercano a la vez. Se veía a sí mismo como un reflejo en el agua, plantado ante el andén del metro, impotente, mientras el tren arrancaba. Dentro, las conversaciones de sus compañeros de clase. Otra vez, Iván el marginado. Su amigo Biel le miraba afligido, sin poder hacer nada, al otro lado de la ventanilla. Al final él también desaparecía.

Aquella mañana al levantarse, Iván había tenido una intuición. Desde el principio se había temido lo peor. Sabía que Abel y compañía eran muy capaces de tramar alguna de las suyas. Por eso había permanecido en la retaguardia. Pero su estrategia no  había funcionado. Le esperaban en el andén. Fue localizarlo e ir derechos hacia él. Cuando llegó el metro lo condujeron con disimulo hacia la entrada de uno de los vagones. Iván, aterrorizado, pensó en un primer momento que el objetivo era aislarlo para humillarlo de algún nuevo modo fuera de la vista de los profesores. Pero no. Le retuvieron en el umbral mientras los escasos segundos que el metro facilitaba para el intercambio de viajeros se acababan. Desesperado, Iván no tenía ni idea de lo que planeaban. El pitido del convoy, advirtiendo del cierre de las puertas, se volvió más urgente. Entonces le soltaron. Iván respiró hondo pensando que el peligro había pasado y adelantó un pie pero entonces, justo cuando las puertas se cerraban, Abel le empujó hacia fuera.

Iván cayó al suelo del andén y perdió el equilibrio. Se sintió abandonado mientras la clase entera partía sin él. Fue tal la amargura, que la frontera entre realidad e ilusión se diluyó en su mente. Los límites de su percepción se esfumaron y durante un instante fue consciente de que todas las leyes de la física se resquebrajaban, de que el sentido común más elemental se iba al traste. A continuación el caos, el desorden, la transgresión del mundo conocido.

Y sucedió. Una sombra que provenía de lo más oscuro le cubrió como una campana protectora y le serenó. Se apropió de él sin que el niño ofreciera resistencia. Iván se amoldó con la plasticidad de un cuerpo viscoso a otro contorno. El proceso culminó con asombrosa rapidez, y para entonces el niño había perdido su sustancia humana. Se había transformado en una cobaya.

Pero el Iván que recorría la ciudad mientras mordisqueaba una zanahoria no recordaba esta metamorfosis. Solo guardaba memoria de las cicatrices. Su compacta anatomía aglutinaba un odio infinito. A diferencia de antes, cuando era un niño indefenso, no sentía miedo, sino todo lo contrario.  El círculo se había cerrado. El proceso de transmigración había culminado.

Su objetivo era claro. Cuando se acercó al colegio Sant Jordi y atisbó a Abel y a sus camaradas, empezó a insalivar. En pocos minutos le crecieron unos colmillos largos y afilados como cuchillos.  Una orla de espumarajos blancos rodeó su boca.

La rata de la estación fantasma le había inoculado su veneno. Ahora estaba armado y sabía lo que debía hacer.

———-

Entre las muchas insatisfacciones de su trabajo la peor era la obligación de dar carpetazo a un caso sin resolver. Archivar un delito de sangre sin haber sido capaz de averiguar quién, cuándo y cómo se perpetró era para él un aspecto más de la injusticia. La balanza de la ley no estaba equilibrada. Pesaba mucho más el platillo de los crímenes. Infinitamente más que la labor punitiva, restitutiva o rehabilitadora que pudiera en el mejor de los casos ejercer la Justicia. Eso le afectaba, aunque tratara de disimular ante sus compañeros, jefes y subordinados. Incluso ante su mujer procuraba mantener su impasible faz de hombre incorruptible. Ferviente defensor de la ley (por algo se había hecho policía), había querido creer que los avances en criminología y la aplicación del método científico eran infalibles. “Demasiadas novelas de Poirot y Conan Doyle”, pensaba ahora, reconociendo que la verdad no estaba siempre al alcance de la mano. O tal vez habría que reformularlo: la verdad raramente estaba al alcance de alguna mano.

Debía aceptar la derrota.

El inspector se sentía abatido. “Un fracaso más”, pensó. Era amargo aquel cáliz.

El caso Iván se encontraba en un callejón sin salida. La madre, internada en un psiquiátrico, no daba muestras de reconectarse a la realidad. Era la única sospechosa y, sin embargo, se desconocía el móvil del parricidio. No se había encontrado arma ni cuerpo del delito. La oportunidad era obvia, tratándose de un  hijo menor con el que convivía bajo el mismo techo. ¿Qué quedaba, pues? Un testigo de doce años, un niño asustado que solo vio cómo  Iván se quedaba en tierra, y nada más. Ni siquiera su contacto más cercano con el colegio, Mercedes Sala, había podido sonsacarle a nadie ni media palabra.

El inspector apuró de un trago su vaso. Después hizo un mohín de disgusto. Nunca había soportado la sal de frutas y estaba convencido de que no le hacía nada, pero su mujer insistía en que la tomara tan pronto como notara los primeros síntomas de acidez. Contrarrestar el mal  gusto de boca que le había quedado con un caramelo balsámico le pareció una buena idea. Rebuscó en el bolsillo de la americana, encontró uno y lo desenvolvió, pero no le dio tiempo de metérselo en la boca. Antes sonó el teléfono:

-Buenas tardes, Inspector, soy Ramírez.

-Buenas tardes. Dígame, Ramírez. –El inspector deposita el caramelo sobre la mesa.

-Quería darle buenas noticias.

-¿Se ha acabado el hambre en el mundo?

-Bueno, no tanto… -Ramírez se da cuenta de que ha dado un paso en falso. Se siente ridículo.

-Era broma. Dígame, hombre. ¿De qué se trata?

-Pues del caso Iván.

-¡Ahhhh! –exclama el inspector interesado.

-Tenemos algunas novedades. Hemos localizado al padre del niño.

-¡Por fin! Ha costado. Parece mentira. Hay padres que escurren el bulto la mar de bien.

-No es eso exactamente, inspector.

-Entonces, qué: ¿está en el trullo? ¿Detenido por tráfico de animales exóticos? ¿Medio kilo de coca en el aeropuerto de Tailandia?

-Frío, frío. El padre del chico está ingresado en un sanatorio de rehabilitación. Es adicto al juego.

-Vamos, se vuelve loco por las tragaperras. Pobre crío. ¡Vaya familia!

-Sí, eso pensé yo. Y eso no es todo. –Ahora el agente gana confianza. Con el Inspector había que andarse con pies de plomo.

-¡Vaya por Dios!

-A su ludopatía hay que añadirle un trastorno de la personalidad con brotes de agresividad severa. Es bipolar, según el diagnóstico que me han facilitado.

-Pues ahí tenemos otro sospechoso. Parece que el caso queda dentro de un círculo muy estrecho: la familia.

-Pues nada de eso. Descartado. El día de autos el padre tiene coartada. Para empezar, lleva ingresado en el centro seis meses y no ha pisado la calle desde entonces. Lo confirman el resto de los internos, además del personal médico presente.

-O sea, que no ha podido ser él.

-Pues no.

-Entonces volvemos a empezar.

-Otra cosa.

-¿Más? ¿Algo bueno?

-Juzgue usted mismo: la madre de Iván vuelve a casa esta tarde. El psiquiatra le ha dado el alta. Recomendaciones: reposo y tranquilidad.

-Bueno, quizás ahora sea más fácil hablar con ella.

-Estamos a un paso de la asesina –agrega el agente en tono triunfal.

-Eso si hubiéramos encontrado alguna prueba concluyente, ¿no le parece, Ramírez? –le reprende el inspector.

-Cierto, tiene usted razón. Pero es la única que ha podido hacerlo. El chico no aparece y ella tuvo la oportunidad. Es cuestión de seguir buscando.

-Pues siga buscando, Ramírez, porque de momento no tenemos nada de nada. –El Inspector no disimula su hostilidad.− No me vuelva a llamar hasta que no tenga pruebas o datos concluyentes. ¿Queda claro?

-Sí, señor. –Ramírez vuelve a sentir una losa de desprecio sobre su cabeza.

-Adiós.

-Hasta luego, Inspector.

El Inspector cuelga el teléfono, malhumorado. Como suponía, la sal de frutas no le hace nada. Coge el caramelo sucio, al que se han adherido motas de polvo y restos diminutos, inclasificables, depositados sobre el escritorio, y lo tira a la papelera. Ramírez no tenía la culpa. Lo sabía, pero no podía evitar convertirlo en chivo expiatorio.

Le irritaba sobremanera que quisiera endosarle el muerto a la madre, sin más. Como si asesinar a un hijo fuera lo más normal del mundo.

Tenía el convencimiento de que le faltaban datos. Información relevante y fundamental.

———-

Ahora, en un lugar seguro, Iván se relamía la sangre adherida a los pelos de la barba. Había resultado fácil. Simplemente se había acercado a Abel, le había mirado con sus ojillos de mascota confiable y se le había acurrucado en el regazo. Ni asomo de duda en Abel. Pensó que no era fácil encontrar animales tan cariñosos en medio de la ciudad. Aunque, por supuesto, los demás no tenían su carisma y magnetismo.

El grandullón lo había acogido encantado. Iván se dejó querer. Su hociquito inquieto, del que asomaban dos graciosos incisivos, su pelaje de terciopelo eran su mejor baza. Lejos de la crueldad que él tan bien conocía, Abel le mostraba a la cobaya una ternura inconcebible. Cuando el acosador palpó la sangre reseca del otro costado hizo un gesto de disgusto. Pero al comprobar que procedía de una herida en el cuello sintió auténtica compasión por el pobre animal. Cómo entender un trato tan inhumano.

Iván esperaba. Buscaba el momento de lanzarse al cuello de Abel, de hundirle los colmillos, de succionar su sangre. La intimidad que había surgido entre ambos había cambiado las tornas: Iván, al acecho; Abel, vulnerable.

La oportunidad llegó. Iván mordió en la yugular. Abel profirió un chillido espantoso y siguió gritando al no poder desprenderse de la maldita cobaya. Finalmente esta soltó voluntariamente a su presa. Un reguero de sangre se mimetizó con la sudadera roja del muchacho.

El tiempo acuciaba breve, interminable. Escapar. Iván salió corriendo. A su espalda quedaban los alaridos del acosador, el desconcierto de los amigos,  los aspavientos.

Iván, la cobaya, estaba seguro de su mordisco. Había sido formidable.

“¡Corre, Forrest, corre! Menos pensar y más correr”. Lo más urgente era alejarse de aquel tropel o Abel le mataría.

———-

Dentro de su bolso, Iván no se sentía cómodo, pero eran las reglas del juego. Debía aceptar esa condición si quería acompañar a su madre. Era poco rato, de acuerdo, y eso se lo hacía más soportable. Conocía el trayecto, lo cual le permitía controlar mentalmente el recorrido: la salida de casa, la ligera pendiente de la calle, el recorrido dentro de la estación, un parón para validar el bono de viaje y el descenso hasta el andén.

Podía determinar por los balanceos si bajaban a pie o por las escaleras eléctricas. Aquí las cuestiones técnicas eran determinantes. Siempre rogaba al dios griego de la Metempsicosis –si es que existía− para que el mecanismo no fallara. De lo contrario, en el descenso a pie cada peldaño se convertía en un bandazo tremendo que le sacudía como un fardo mal atado. Suerte que en la práctica quedaba casi encajado en el bolso, y el margen de movimientos era mínimo. En este caso la estrechez se convertía en una ventaja, pues el impacto de cada vaivén se reducía considerablemente.

Retomó su mapa mental y tras las escaleras reconoció la siguiente parada: su madre había encontrado asiento. En pocos minutos abriría el bolso y retornaría al mundo libre.

Así fue. Al momento su madre lo cogió en brazos y le dirigió palabras tranquilizadoras. Acto seguido reconoció el tacto suave de sus manos, sus caricias sobre el lomo. Las agradecía, ya que el aire irrespirable del metro siempre le producía aversión. Le sobrecogía ese ambiente claustrofóbico, precintado con aire viciado.

Los viajeros seguían llegando. Poco a poco el espacio diáfano fue sustituido por una larga hilera de personas en actitud de espera, impacientes o no. Algunos, solos, otros, en animados corrillos.

Iván atendía a todo mientras se lamía las patas.

Entonces oyó la voz aguda de un niño:

-¡Mamá, mamá, mira qué cobaya tan bonita!

-Sí, es preciosa.

-Mamá, me está mirando. ¿Has visto cómo me mira?

-Es un animal curioso, lo mira todo.

-Mamá, otra vez. ¿Lo has visto, lo has visto?

-Sí, pero tenemos que irnos. Venga, dile adiós a la cobaya.

-Mamá, ¡es que es tan bonita..!

-Venga, que el metro está a punto de llegar.

-Mamá, yo quiero una. ¿Me la comprarás?

-Ya veremos, Dani. Ahora hay que ir a casa.

-Pues yo quiero una como esa, negra y suave.

Iván se sintió reconfortado. Algunos minutos después el niño y su madre, cogidos de la mano, subieron al metro. Ellos, por su parte, prefirieron esperar al siguiente. Los vagones iban demasiado llenos y no tenían prisa. Su madre detestaba las aglomeraciones y más yendo con él. Se dirigían a la clínica de rehabilitación. Su padre estaba ingresado, pero no eran muy estrictos con el horario de las visitas, por lo que se podían permitir el lujo de viajar más cómodos. La mujer volvió a acariciarlo. Su mano delicada se deslizó sobre la cabeza de Iván y acabó en el extremo de sus orejas, en un movimiento circular. Luego le abrió la boca, se quedó mirando su dentadura, la palpó y le dijo: “¿De dónde has sacado esos colmillos, hijo? Das miedo.” Sabía que el niño no podía responderle, pero aun así le gustaba hablarle. Iván la miró con picardía y apartó la cabeza, como desviando el tema. Después la bajó y se acopló mejor en el regazo de la mujer. Se sentía feliz.

En los ojos de la madre bailaba un fondo de alegría. Sin embargo, Iván se percató de lo demacrada que estaba. Con voz cansada, solo le dijo: “Iván, hijo, esta vez sí que la has liado.”

La cobaya husmeó el ambiente y recordó que en un par de días tenían cita con el Inspector.