“Ha venido a mí envuelta en una tela traslúcida, arrastrando un tul como la cola interminable de una novia. Al entrar en mi dormitorio, en mi sueño, me he visto a mí mismo en la cama, con la sábana a los pies, muerto de calor. El calor en Bangkok es insoportable, con esa humedad constante, pegajosa, que el monzón
trae para echarlo todo a perder.Tenía una sed terrible. Notaba cómo mi lengua se
pegaba al paladar y no era capaz de levantarme ni a por un vaso de agua. Ella y su envoltorio evanescente han caminado en mi dirección, creando ráfagas
de aire fresco a su paso, sin mirarme en ningún momento, con los ojos clavados en el vacío, igual que una muñeca, inexpresiva. A pesar de todo, yo le sonreía. Se ha ido acercando más y es cuando he murmurado: “Pakpao…” Y sí, en ese momento se me ha quedado mirando con los brazos abiertos. Y al hacerlo, ha descubierto sus pechos, de aréolas maravillosamente rosadas. “Ven, hijo mío”, y
yo he ido y he abierto mi boca sobre sus pezones, mullidos y cálidos, y ha comenzado a manar una leche sedosa, dulce, que calmaba mi sed sin saciarme. Sentía tanta paz…
Pero en un instante Pakpao ha cambiado de aspecto y, con un manotazo, me ha apartado de sí. Sus pechos se han secado, han recuperado la apariencia de
siempre, con pezones pequeños y oscuros, como los de cualquier mujer oriental. Y de golpe ha empezado a sacar diferentes objetos de su vagina, incluso una
chistera con conejo. No me lo podía creer.Yo la miraba asombrado, decepcionado porque me había alejado así de ella, la Pakpao de antes. Continuó con aquel juego de prestidigitación: un huevo de avestruz intacto, un maletín de viaje, una bombilla y, por último, un potrillo recién nacido. El animal no hacía más que rebuznar.
Pakpao había parido un burrito blanco. Sentí una tierna emoción.”
(Dolors Fernández, fragmento de “El club del tigre blanco”)