11. El despertar
El auxiliar sanitario aún manipulaba el cuerpo de Desiré Han cuando el Patriarca de la Luz se acercó. Eran los últimos protocolos, aunque a decir verdad había tenido que consultarlos en el manual, ya que nunca se había dado el caso de tener que reanimar a nadie procedente de la Tierra, al menos desde que él tenía memoria. De hecho, se sentía honrado con la deferencia. En otras circunstancias hubiera sido inimaginable para alguien de su rango acercarse a las estancias del Patriarca de la Luz. Razón de más para proceder con método. Aquella mujer de nombre impronunciable debía ser alguien muy importante, pues de lo contrario no la habrían llevado hasta allí. Cuando el auxiliar acabara su tarea abandonaría la planta superior y volvería a la Sala de Recepciones, que era su lugar. Consciente de ello, observaba al máximo las normas, con más detenimiento que otras veces, a sabiendas de que el privilegio que se le concedía no se repetiría fácilmente, quizás nunca. Tras algunas verificaciones se concentró de nuevo en el catéter, lo desconectó de la vía practicada en el antebrazo de la mujer y le acomodó la ropa de cama. Su trabajo debía ser impecable.
Desiré empezaba a dar señales de vida. Intentaba abrir los ojos pero la luz ambiente la deslumbraba. Era una experiencia dolorosa. Solo podía entreabrir ligeramente los párpados, lo cual daba un aspecto más rasgado aún a su mirada. Estaba pálida y le habían recogido el cabello en una cola baja. Su frente despejada quedaba enmarcada por el tono púrpura de su pelo, la única nota de color en aquel entorno macilento. La habían vestido con una bata de tejido rígido y basto, parecido a la estameña, que creaba un contraste extraño sobre la piel delicada y fina de Desiré. Alrededor de ella, más allá del estrecho cuarto, todo mostraba una austera funcionalidad, una asepsia exquisita que no casaba bien con su ropa, de factura rudimentaria.
En la última planta, donde se ubicaban las dependencias del Patriarca de la Luz, destacaba la simplicidad de formas, la ausencia de color o adornos. El contraste con el resto de la Nave era muy evidente. Desde el principio Él en persona se había ocupado de que en todos los espacios el factor común fuera la alternancia de colores y de que los puntos estratégicos reprodujeran constantemente la imagen de la rosa de los vientos. De un modo deliberado había procurado su estallido de color por toda la Nave, a excepción de su zona privada. En un alarde de austeridad, el Patriarca se había reservado espacios diáfanos, prácticamente ajenos a cualquier forma o presencia cromática. La nota dominante era la disolución del color, en aras de una luminosidad omnímoda. A fin de cuentas Él era la Luz y todo lo demás sobraba.
En su duermevela la mujer susurró algo y movió una mano con torpeza. Desiré tropezó con un pliegue de la bata. Casi le sobresaltó su tacto áspero. Seguía mareada, pero los estímulos externos tiraban de ella, la reclamaban desde la vigilia.
Movida por sus percepciones, consiguió abrir los párpados lo justo para que los fotones de luz penetraran en su retina sin lastimarla, de modo que pudo ir acostumbrándose a la intensa iluminación artificial. Desde el exterior del cuarto, de reducidas dimensiones, el Patriarca de la Luz la observaba.
Se había colocado en una sala contigua, desde la cual podía mirar cómodamente sin ser visto. Así permanecía oculto a los ojos del sanitario y de la paciente. No le apetecía engalanarse con los zancos, la tiara y el resto de accesorios inherentes a su cargo. Bajo ningún concepto hacía acto de presencia sin ellos. Además, no podía dejar de reconocer lo embarazoso de la situación. No quería enfrentarse a la mirada de un subalterno que reprobaría lo que estaba sucediendo, por mucho que se mantuviera en respetuoso silencio y acatara. En esos momentos se estaba transgrediendo la norma y no había una justificación, aparte de su propio deseo. Nunca antes había caído en veleidades humanas como aquella, pero ahora tenía una buena razón para hacerlo. Aquel escondite era una trampa de la que se servía en situaciones delicadas: un ardid necesario para preservar su carisma y su autoridad.
Mientras el auxiliar trabajaba con una lentitud exasperante el Patriarca de la Luz escudriñaba a Desiré. Valoraba con interés la textura de su cabello, la calidad de la piel, el relieve de los labios, algo gruesos. Apreció el tamaño y la altura de sus pómulos, que encajaban a la perfección con sus ojos, dos trazos alargados sin cejas ni pestañas. Hacía demasiado tiempo que no se fijaba en ninguno de los pacientes que llegaba a La Nave, a pesar de que el flujo era incesante. Todavía no sabía qué le había empujado a llamar a aquella mujer, a Desiré Han, pero estaba seguro de que no tardaría mucho en revelársele el motivo. Él era, ante todo, un ser racional, de una lógica infalible. Lo había demostrado durante muchos años. Demasiados. De hecho, Él era el único humano despierto en aquella nave de sonámbulos.
Poco a poco empezaba a intuir el modo de llegar a tiempo a su cita con los Iluminadores.
El próximo capítulo: 12. Noche en blanco