Lisboa

LisboaPREFACIO

Los días deslavazados entre nubes me recuerdan a Lisboa.

En cambio, me parecen muy diferentes de Barcelona sus calles empedradas, de superficie resbaladiza y a la vez irregular. Como si el capricho de algún dios hubiera decidido hacer del suelo de la ciudad un gran mosaico gris sobre el cual pudiera caer, complacido, un alud de llovizna huidiza.

El contraste de edificios, humildes o ricamente ornamentados, alegran la vista. Rosas, verdes o azules, transportan la imaginación hacia aldeas con olor de sudor, pescado y brea.

El cielo y el laberinto de construcciones y vehículos se imponen a los pies de los miradores, elevados sobre cualquiera de los siete montículos que sustentan la ciudad.

Cables de telefonía, servicio eléctrico o tranvías forman un intrincado galimatías de filamentos negros que contribuyen a crear un horizonte enmarañado donde confundir la vista.

Hay que mirar atentamente para percibir el verdadero escenario de Lisboa y de sus protagonistas: el aspecto tranquilo de sus ciudadanos.

Sus tranvías amarillos o verdes recorren impetuosos las estrechas calles de piedra con soberanía absoluta sobre los demás medios de transporte, incluso sobre los peatones. Trotan felices sobre los raíles paralelos, mientras desafían su torpona apariencia con una velocidad sorprendente.

Todo ello nos aboca al espectáculo de una ciudad vital y risueña, contradictoria y tradicional.

Tal vez tendría que caer la noche para que el aroma de los fados nos deleitase con un acento de largos fonemas sibilantes imposibles de delimitar para el oído extranjero.

En efecto, estamos en Portugal y esto es la saudade.

Todo comenzó cuando aterricé en el aeropuerto de Portela, Lisboa. Mi editorial, Incógnita Punto y Coma, en un ataque de generosidad, me había elevado a la categoría de enviado especial a la ciudad. El objetivo: hacer una serie de ilustraciones sobre la capital portuguesa.

Con tal propósito me había personado en la editorial una mañana del mes de febrero. Mi jefe, de pie, me recibió en su minúsculo despacho de Incógnita Punto y Coma de la avenida de General Mitre, en Barcelona. La circulación rugía en el exterior, a pesar del aislamiento doble del cristal de las ventanas. El sonido atronador del tráfico subía desde la calle y acabó siendo la banda sonora del encuentro.

Las consignas fueron claras. Se trataba de hacer unas ilustraciones de índole realista, suficientemente detalladas, y alineadas con el carácter romántico y evocador del texto que acompañarían. Si mi trabajo era del agrado del editor, tendría como premio la opción de ilustrar el resto de volúmenes, una colección dedicada a diferentes ciudades europeas, de larga tradición histórica e interés monumental incuestionable. Esta perspectiva me había animado, tanto que, por una vez, abrí paso al optimismo. La editorial pretendía mantener el mismo estilo gráfico en todos los libros de la colección Descubre Europa, dicho y hecho. Roma, París, incluso mi querida Barcelona, tendrían cabida en tan estimulante propuesta. Las posibilidades eran inmejorables para mí, con trabajo garantizado durante mucho tiempo. Algo así es lo que necesitaba para hacerme un nombre dentro del sector.

No obstante, si el trabajo realizado no era satisfactorio, no habría nada más que hablar. Prescindirían sin contemplaciones de mis servicios, y por los dibujos no recibiría ninguna remuneración. Pese a todo, debía plantearme que si fuera este el caso, habría disfrutado de unas vacaciones pagadas en la capital lisboeta y de un paraguas gratis con el nombre de Hotel Dom João, una gentileza de la casa, algo así como un pago en especias, casi como haber recibido un obsequio de lujo.

De este modo me lo vendió mi jefe, aunque costaba verle la rentabilidad a un objeto de estas características en mi ciudad de origen, escasa en precipitaciones -de agua- . Pero soy sincero y reconozco que no me atreví a rechistar.

Como es natural, acaté todas las disposiciones como un perro fiel, bien amaestrado.

…….

En este estado de cosas aterricé un buen día en Lisboa. Tras poner pie en tierra firme me dirigí en taxi al hotel reservado por mi empresa, el Hotel Dom João, en la avenida Engenheiro Duarte Pacheco. Me recibió con todos los honores su espectacular puerta giratoria. Ante mi asombro, casi le rindo pleitesía. No pude reprimir que por mi memoria desfilaran los protagonistas de algunas películas. Inevitablemente, la sensación de glamour me invadió al evocar el umbral de fabulosos hoteles entre puertas acristaladas y alfombras de sueño. Una vez en el hall la sonrisa afable de un empleado me recibió con su uniforme impoluto, lleno de botonos bruñidos con poder casi hipnótico. Una vez registrado subí a mi habitación lujosa, acogedora. El cansancio acumulado se me echó encima de golpe. La tentación de dormir como un bendito, en su lecho mullido de 2 m x 2 m se me antojó irresistible. Pero me contuve. Antes quise probar la bañera y visitar el comedor. El remate del día fue una cena exquisita (tenía alojamiento con media pensión y tarjeta para el transporte más algunas comidas extras). ¿Qué más podía pedir?

De regreso a la habitación, encendí el televisor. Con el mando a distancia en la mano me planté ante las imágenes de una película en portugués. Lo recuerdo como un momento feliz. Las voces lusitanas llegaban a mi oído y me reconfortaban transportándome a la infancia: escuchaba de nuevo la voz de mi abuela explicándome anécdotas de su vida en Aveiro, entre os moliceiros y las salinas.

Medio dormido, los diálogos se hicieron cada vez más inaudibles. Ya se me estaban cerrando los ojos cuando una ráfaga dispersa encendió mi cerebro solo durante una décima de segundo: ¿y si yo estaba en Lisboa solo porque sabía portugués?

Cuando en una escena de la película sonó la voz de la gran Amália Rodrigues yo ya no pertenecía a este mundo. Me había quedado profundamente dormido.

“O meu amor tem um perfume que saiu da flor,
É devolvido no meu lenço cambraia,
E vem falar ao meu ouvido com tamanho ardor
Que tenho medo que da orelha me caia!
Soeu segredos a pôs-se a pensar,
Só recebi, sorri o meu olhar!”

…….

Al día siguiente, de buena mañana, dirigí mis pasos hacia el castillo de São Jorge. No llovía pero yo había cogido el paraguas, por si acaso.

Fueron días muy fructíferos. De acuerdo con el plan trazado, conseguí unos dibujos bastante verosímiles. Las murallas del castillo se alzaban poderosas y seductoras sobre el papel. Su carácter sólido, coronado por incontables almenas, hablaba de tiempos de invasiones y lucha, cuando el Castelo dos Mouros -como se llamaba en el siglo XI- estaba ocupado por gobernantes musulmanes.

No fue hasta un siglo más tarde que el castillo se puso bajo la admonición de San Jorge, cuando pasó a ser cristiano después de un asedio de tres meses. De la mano de una leyenda muy popular en Portugal supe del heroísmo de Martim Moniz, quien sacrificó su vida para franquear las puertas y permitir así la victoria cristiana.

Había querido recrear en mis dibujos la gesta de aquel caballero, tal y como relataban las crónicas antiguas. Me sentía como un juglar haciendo piruetas entre carboncillos y pasteles.

Pero por encima de todo, lo que me admiraba realmente era la voluntad restauradora de aquellos que, a pesar de los cuatro terremotos sufridos en Lisboa desde el 1531 al 1699 había sustentado el castillo, la iglesia y todo lo que lo rodeaba, piedra a piedra. Así se nos mostraba perenne su historia, que destilaba sangre y sudor, atroces matanzas y héroes de guerra.

Yo me sentía un espectador de privilegio. Sin embargo, mi mente no paraba y ya miraba hacia adelante, más allá de San Jorge. Volaba hacia mi siguiente destino: Sintra, con mis bártulos y aquella especie de ansia que me embargaba solo cuando un trabajo me apasionaba de verdad.

El reloj marcaba les cuatro de la tarde. Había dibujado sin parar y la hora de comer se me había pasado sin darme cuenta. Me estaba volviendo un soñador.

Dadas las circunstancias, me esperaría a la cena y me daría un premio, prescindiendo de la media pensión del hotel. Un guiño hacia mí mismo. Me lo merecía.

De paso llamaría a Noelia. Tenía tres llamadas perdidas en el móvil. No era de extrañar, ya que no había dado señales de vida desde mi llegada a Portugal.

…….

Había caído la noche y la iluminación de las farolas se atenuaba mientras intentaba orientarme por los callejones oscuros de Lisboa. Por lo que me había comentado un vecino del hotel muy amable que acababa de conocer, el Barrio Alto era el lugar perfecto para ir a cenar y conocer la noche más auténtica de la ciudad. Junto con la degustación de pescado fresco a buen precio tendría la oportunidad de escuchar fados en restaurantes de fachadas humildes e interiores pintorescos. Como un intruso ávido de exotismo, yo también quería penetrar los secretos de la noche porque la experiencia me decía que su misterio solía desvanecerse con los primeros rayos de sol.

Solo me incomodaba una idea, y era que quizás mi situación -estaba más solo que la una- no era la más adecuada para ir a un local de aire intimista. Pero no estaba dispuesto a fastidiarla con pensamientos tristes, sino todo lo contrario: quería celebrar mi estancia en la ciudad y, lo más importante, tenía hambre.

La imagen de Noelia me asaltó y dejé de aplazar el momento de llamarla. No tenía ningún interés en hablar con ella y volver a oír sus reproches, pero temía que si tardaba más en contestar se materializara, como por arte de magia, allí mismo, y eso era lo peor que me podía suceder.

…….

A la tercera copa de vinho verde me volví más optimista, y mi soledad se hizo más soportable. Con una o dos copas más hasta me atrevería a invitar a las dos mujeres sentandas ante mí, en una mesa de reducidas dimensiones como la mía, adosada a la pared. Pero todavía no había llegado a ese punto, o sea que me limité a dar otro trago mientras observaba con detenimiento los retrato colgados por doquier, fotografías antiguas y recientes, sin cronología ni apariencia de orden.

Yo contemplaba a las mujeres sin que se dieran cuenta, imaginando sus identidades, su vínculo. Tal vez eran madre e hija, por lo menos lo parecían. Hablaban en voz baja, un grave inconveniente para mí, que aspiraba a participar de su conversación. La cuestión es que solo llegaba a admirar, visible ante mis ojos, la melena de la que parecía más joven.

A la sexta copa ya me había convertido en el hombre más decidido del mundo y la curiosidad por conocer a la mujer de la espalda sugerente clamaba por liberarse de corsés y convencionalismos.

En ese preciso momento las luces del local, tenues como un rayo de luna, convergieron en el centro del espacio. Una mujer vestida de negro de pies a cabeza, con un chal bordado con enormes flores rojizas se materializó. Fue una aparición. El cabello caído sobre la cara, cubriéndole la mitad del rostro con sus ondulaciones, y sus labios rojos, intensos, golosos, me secuestraron la razón -la poca que aún flotaba entre los efluvios del vino-.

Cuando empezó a cantar me quedé boquiabierto. Su voz era potente. Oscilaba como un barco  mecido por las olas, desordenado pero alineado con el viento. Su timbre cálido me traspasaba en los tonos agudos y se me insinuaba como un susurro cuando bajaba hasta enronquecerse.

Mi periscopio cambió rápidamente de objetivo.

Me levanté de la mesa cuando la bella terminó la canción, y con bastante pericia me acerqué para saludarla. El vinho verde había cumplido su misión. “Es un placer conocerla. Tiene una voz maravillosa”, le dije con bastante convicción, pronunciando los fonemas sibilantes del portugués como si me hubiera metido un boniato caliente en la boca.

No puedo describir el resto de la conversación. Como si otro yo, fuera de mí mismo, levitara sobre nuestras cabezas, recuerdo la escena desde fuera, como un espectador que contempla con aire divertido a un seductor poco hábil y a una mujer sonriente, dispuesta a ceder, en un ambiente decadente que invitaba a vivir, sin demora pero sin prisa, escuchando al cuerpo, al deseo. Desde siempre, su gran magisterio.

…….

Si fuera un caballero callaría todo lo que sucedió entre Marisa y yo aquella noche. Pero no lo soy y me deleito relatando las formas de su cuerpo y el tacto electrizante de su piel. La pena es que el alcohol no mata solo microbios sino que también afecta a la memoria…

Recuerdo que salimos juntos del restaurante, muy juntos, y que en el momento de irnos se nos acercó un hombre que precisamente aquella mañana había conocido en el buffet del desayuno. Pensé: “Y ahora ¿qué quiere este?” Su saludo efusivo fue seguido por mi respuesta, tajante y fría. No recordaba su nombre. Me palpitaban las sienes y los pocos reflejos restantes eran para otros temas que me acuciaban con más urgencia. En ningún momento desapareció de su cara una sonrisa sardónica. Simplemente comprendió, se hizo a un lado y nos dejó pasar.

Una vez fuera, sin previo aviso, me lancé sobre los labios de Marisa, hambriento, atrayendo hacia mí su cuerpo con fuerza. Sorprendentemente, no me rechazó.

Supongo que cogimos un taxi para llegar a mi hotel pero no recuerdo haber pagado. Cuando subimos a la habitación los labios de Marisa se habían vuelto pálidos, liberados del maquillaje, y su lengua indagaba en la mía con deseo.

Intuía su piel ardiente y unos pechos juguetones y plenos. La excitación se iba apoderando de mí y deseaba con ansia creciente aquel vértigo inesperado.

Cuando intenté quitarle la ropa con dedos torpes, ella me apartó suavemente y comenzó a desnudarse. Primero fue el vestido negro; después resbalaron las medias hasta los tobillos. La vi renacer entre las sombras, blanca y voluptuosa, sobre su indumentaria de reina de la noche. Del resto me ocupé yo, apresuradamente.

Como un náufrago, me así a ella para no hundirme. La pasión me empujaba a adentrarme en su sima o abismo, tanto me daba. No era capaz de pensar en nada más,

solo en el pálpito de mi propio deseo, que parecía tan insaciable como el suyo. Una y otra vez, los gemidos y los jadeos, durante la noche callada, debieron de bajar por los ascensores al hall del hotel para deambular entre los callejones en sombra.

Pero como en los sueños de la niñez, acabó por amanecer en Lisboa y al despertarme, muy tarde, el sol llenaba la habitación de una extraña claridad no deseada. Me giré para buscar a Marisa a tientas. No la encontré. No se molestó en dejar ni una nota ni un número de teléfono pintado con carmín en el espejo.

Pienso que los momentos especiales o las anécdotas fijan los lugares que vamos conociendo en un lugar preferente de nuestra memoria. Para mí Lisboa siempre será Marisa y un fado que hable de la pasión.

Noelia volvía a llamar.

…….

El trabajo debía continuar y Sintra con su espectacular Castelo da Pena fue mi siguiente destino. Posó para mí mientras yo garateaba frenético en mi cuaderno. Pero el esplendor de sus murallas y torres, sorprendentes, inverosímiles, eclécticas, me despertaba sentimientos cruzados.

Alrededor del castillo una zona boscosa ensombrecía el paisaje con una frondosidad y abundancia insultantes. Por contraste, el malestar y la soledad me ahogaban. No podía seguir trabajando y solo quería perderme por cualquiera de aquellos bosques para calmar el dolor de cabeza que me taladraba el cerebro.

Me sentía fuera de lugar y malhumorado. Había bebido demasiado la noche antes y, en lugar de encontrarme pletórico, solo me quedaba un poso de aislamiento e incredulidad. El espejismo de la mujer de negro iba perdiendo consistencia real a medida que avanzaban las horas.

A pesar del batiburrillo psicosomático de sensaciones y náuseas, tenía que concentrarme. La villa de Sintra albergaba importantes tesoros, considerados Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco hacía ya más de veinte años. Me esperaban días laboriosos, ya que el Palácio da Vila y el Palácio de Monserrate -rodeado de la primera pradera de césped de Portugal, según había leído en la guía de viajes- formaban parte del proyecto. Sin embargo, mi trazo firme empezaba a titubear. Todo parecía pesarme: las responsabilidades, las obligaciones, incluso mis expectativas. Mejor dejar Sintra para más adelante, con su sierra plagada de portentos y sedes reales.

En parte creo que tantos siglos de esplendor nobiliario me aturdían. O quizás lo que pasaba es que el vasallo que llevaba dentro se resistía a dibujar los excesos neo-románticos, neo-góticos, manuelinos, y no se sabe cuántas cosas más, de un puñado de privilegiados. De hecho, la reacción de la turbamulta más desfavorecida en Portugal forzó que en 1910 el rey Manuel II se marchara al exilio. Quién sabe si aquel lugar producía en mí semejante alquimia.

También pude divisar a lo lejos la larga escalinata excavada en la piedra que conducía hasta el Castelo dos Mouros, con sus interminables peldaños. Culminar el último escalón debía ser como tocar el cielo, pues el castillo quedaba encumbrado de tal manera en una de las cimas, que permitía una visión completa de Sintra por un lado y del océano Atlántico, por el otro. Su acceso serpenteante hasta el macizo era lo que más se parecía a un vía crucis, un camino que, al menos ese día, no estaba dispuesto a emprender.

Quería alejarme de allí y retornar a Aveiro, a unos orígenes que me quedaban lejos, pero no tanto. Al regazo de mi abuela. Aún podía escuchar sus canciones de marineros, de amor y de nostalgia.

Pensar en esto era lo único que entonces me reconfortaba.

…….

La noche había caído a través del ventanal de mi habitación con su manto espeso salpicado de estrellas. La luna ocupaba el trono del cielo con el brillo de una mujer

solitaria. Yo la miraba fascinado, mientras el desasosiego comenzaba a hurgar en mi interior. Al fin y al cabo, yo también estaba solo.

Me acababa de vestir para volver al Barrio Alto, en busca de Marisa, cuando alguien llamó a la puerta. Muy molesto, abrí y me encontré a mi conocido vecino de hotel, que me disparó un “¡Buenas noches!”, enérgico y confiado. Me lo quedé mirando, sorprendido. No recordaba haberle dicho cuál era mi habitación. En cambio, desde el día en que nos habíamos conocido era un personaje casi omnipresente. En esta ocasión llevaba en las manos un sobre con matasellos internacional. Mis ojos se fijaron en la carta descaradamente y mi interlocutor, con la sonrisa congelada, me la entregó aduciendo que le había hecho un favor al recepcionista.

Recibir una comunicación inesperada desde Barcelona hizo que me olvidara de mi huésped y que solo pensara en abrir el sobre con urgencia. Ajeno a todo lo que me rodeaba, leí con nerviosismo su contenido.

Resumiendo, se podría decir que en la carta Incógnita Punto y Coma me conminaba sin opción de réplica a ir a Oporto para entrevistarme con el Sr. Vasco Soares, propietario de una importante galería de arte con quien mi editorial parecía mantener interesantes relaciones comerciales.

Totalmente desconcertado, no había vuelto a pensar en mi visitante, pero, sin que lo hubiera invitado a entrar, él ya se me había acercado con toda naturalidad y había dejado reposar su mano en mi hombro. La puerta cerrada había abierto un espacio de intimidad entre los dos y él supo aprovecharla para ofrecerme su ayuda.

Ahora recordaba su nombre: Dionís Alves.

Me sentía tan frustrado por el cambio de planes, por el viaje improvisado a Oporto, por la urgencia, por tener que aplazar la visita al Barrio Alto… Y, sin embargo, todavía no me podía hacer a la idea de hasta qué punto echaría de menos a Marisa.

…….

Era cerca de mediodía en Oporto y Dionís, al volante de un BMW serie 5, me comentaba que el centro histórico de la ciudad había sido declarado Patrimonio de la Humanidad. Al paso que íbamos Portugal entera sería apátrida de la Unesco. Dionís charlaba muy animado y me enumeraba algunos de los atractivos turísticos más relevantes de la ciudad, como la Torre de los Clérigos, del siglo XVIII; o iconos de modernidad como la Fundación Serralves o la Casa de la Música, construidas en 1999 y 2005, respectivamente.

Sin duda, Dionís se comportaba como un buen cicerone pero, aun así, yo me mantenía acoplado al asiento de atrás, mudo. El sopor y los pensamientos antagónicos me habían vuelto huraño y reconcentrado.

Ir como un recadero recorriendo diferentes lugares sin ton ni son, entregando misivas sin derecho a preguntar no me parecía adecuado a mi nuevo estatus de ilustrador.

Tampoco podía ocultarme a mí mismo que me sentía muy decepcionado por mi encuentro fallido con Marisa, sacerdotisa y confidente de cualquier hombre solitario, como yo.

Entre palabras vanas que llenaban los vacíos de nuestro diálogo, entendí que mi conductor conocía la galería del señor Vasco Soares, que se encontraba en la Rua Santa Caterina y que, como no tenía prisa, no le importaba llevarme allí en su coche.  Aprovecharía la ocasión para saludar al dueño, gran amigo suyo. “¿No se lo había dicho antes? No, debí descuidarme.”

Estas últimas palabras resonaron como una alarma en medio de mi modorra. “¡Qué casualidad..!”, pensé.

…….

La entrevista con el señor Soares no fue nada convencional y me resultó en extremo incómoda, como no podía ser de otro modo. Pero también era posible que la incomodidad ya la llevara yo puesta antes de hacer acto de presencia ante el “Gran Hombre”. El apelativo me sobrevino tan pronto como lo vi, pero preferí retenerlo en la punta de la lengua por cortesía –aún no teníamos suficiente confianza− y por miedo a las consecuencias. Solo hacía falta mirar a los colaboradores poco amigables que pululaban por el recinto.

El reencuentro entre Duarte y Vasco se selló con un abrazo memorable y golpecitos amistosos en la espalda. Tras los preliminares susurraron algo que debía de referirse a mí, más que nada porque los dos, simultáneamente, me miraron y a continuación intercambiaron una mirada de complicidad.

La única conclusión que pude sacar aquel día era que llevaría un catálogo marcado con algunas correcciones tipográficas a casa de un prohombre llamado Leoão Ferreira.

Parecía que todos se habían olvidado de que yo era dibujante, ilustrador, artista, cualquiera de estas cosas menos un correveidile de mi editorial. Me estaba comenzando a sentir verdaderamente molesto. ¿Es que esta gente no sabía lo que eran un escáner o los servicios de correos?

La guinda del pastel llegó con la palmada de carácter sísmico que me propinó Dionís, acompañada de un grito estentóreo: “¡Estamos de suerte, compañero! Seré tu guía estos días en Oporto. Es un favor que le hago a mi amigo Vasco.”

El impacto me sacó de mis tribulaciones, pero poco tardaron en aparecer otras.

…….

La misión asignada para aquella misma tarde hizo que me encaminara a casa del marchante de arte.

Leoão Ferreira vivía en una casa –o palacete−, ubicado en la plaza Liberdade, una de las zonas “bien” de Oporto. La entrada, suntuosa, se apreciaba a primera vista por la puerta, de medidas descomunales y madera maciza, cincelada con la paciencia y el amor de artesanos de otra época, a bien seguro. Por el estilo del edificio y por la profusa ornamentación me aventuraría a decir que era una construcción modernista.

La entrevista, aquí, fue aún más breve que en la galería; la conversación, concisa; la empatía entre mi interlocutor y yo, cero. Mientras tanto,  Dionís me esperaba en el hotel. Con ello me hacía a mí depositario y único custodio del catálogo. Mi cometido era entregarlo a manos del mayordomo, y así hice sin más intercambios protocolarios, fuera de lugar.

Después, supongo que para compensarme, fuimos –Dionís y yo− a un restaurante de postín, de esos que ofrecen cena con espectáculo. El local estaba situado relativamente

cerca de la zona de las bodegas, donde envejece el famoso vino de Oporto. Mi aventajado compañero no perdía la oportunidad de mostrarme lo más selecto y apreciado de la ciudad. Tanto es así, que el lugar escogido nos amenizó la velada con unos numeritos musicales de lo más variado. Chicas de cuerpos esculturales se contoneaban con sensualidad y exhibían ufanas lo que, generosamente, la madre naturaleza les había dado. No habría que descartar la contribución de algún cirujano plástico, pero eso era pecata minuta. Lo cierto es que todo se veía muy apetecible y estimulante. Ahora, lo que se dice cantar… Más bien estaríamos ante la modalidad de susurro-propuesta-anímate hombre…

Pero tampoco mi discernimiento era el más perspicaz aquella noche, por lo que no me atrevo a juzgar a nada ni a nadie. Lo que puedo asegurar es que durante la cen a medediqué a beber como una esponja. Aperitivos, vino y, claro, cómo no, el oporto… Tanto fue así que ni siquiera me percaté de que Dionís, sobrio y con los cinco sentidos alerta, se había escabullido para montar guardia frente a la casa de Ferreira. A una distancia prudencial y bajo la protección de la oscuridad, vigilaba todos sus movimientos.

…….

La llegada de la mañana me sorprendió desorientado, en el interior de una habitación elegante que no reconocía. Por no hablar de la batucada apoteósica que golpeaba mi cerebro, hasta el punto de revolverme el estómago.

Definitivamente, no sabía beber. Y como la cabeza abotargada nunca ha sido un buen compañero de juegos, pienso que no reaccioné con bastante agilidad. No me daba cuenta de que algo estaba pasando, que no podía ser que esta historia tuviera un guion tan estrafalario e incoherente.

Pero no tuve tiempo de pensar mucho más porque en aquel preciso momento entró Dionís en mi habitación, bien temprano, y como un huracán capaz de arrollarlo todo me hizo poner en pie. Tropecé tres veces mientras me vestía y recogía la bolsa pero, aun así, pocos minutos después, ambos nos sumergíamos en el tráfico infernal de Oporto.

El providencial Dionís Alves no me dio ninguna explicación, únicamente que teníamos que llegar a Aveiro lo antes posible. Comenzaba a ser una mala costumbre.

…….

Desde Oporto a Aveiro debe de haber unos 75 km, pero con un BMW de alta cilindrada como el que conducía Duarte, eso no era nada y si, como él, no se respetaban los límites de velocidad, todavía menos.

Llegamos a la ciudad, surcada por un laberinto de canales y moliceiros, tan parecidos a las góndolas venecianas. En uno de los muelles subimos a uno de ellos y recorrimos una intrincada telaraña de brazos de mar.

En un momento dado otros moliceiros se congregaron en una zona precisa, aislada y a resguardo de posibles miradas indiscretas. Entonces, hombres silenciosos comenzaron a depositar en el interior de las embarcaciones paquetes de tamaño reducido y diferentes objetos con una coreografía veloz que cada vez entendía menos.

“Rápido, rápido, que Ferreira tiene que estar a punto de enviar sus esbirros a pegarnos un tiro”, le decía duarte al que ejercía de cabecilla del cuerpo de baile. En este momento empecé a entender que el catálogo lleno de marcas rojas no era un inocente documento entre galerista y marchante, sino un mensaje cifrado que pretendía alejar al señor Ferreira de una valiosa mercancía, de un pedazo muy suculento… Y parecía que el reparto se haría entre dos: los de Incógnita Punto y Coma y el galerista, Vasco Soares.

Pero entonces, ¿qué pintaba yo en todo esto? Noelia, ¿y ahora por qué no llamabas?

…….

Creo sinceramente que Dionís tuvo tentaciones de descerrajarme un tiro entre ceja y ceja y deshacerse de mí. Por alguna razón que desconocía entonces se debía de pensar que yo estaba al tanto de la situación. En cambio, mis intenciones en Portugal siempre habían sido honestas y sencillas: solo quería dibujar, pintar y hacerme un hombre de provecho.

Al final, Dionís entendió que yo era ajeno a todo aquel jeroglífico y, en contrapartida a la muerte, me compró un móvil de gama alta y me subió a un avión camino de Brasil. Sin darme ninguna explicación, como ya era costumbre.

Ahora sí, Barcelona quedaría muy lejos y los besos ardientes de Marisa pasarían a la historia. No era justo. Y, por añadidura, ni tan solo sabía exactamente por qué.

…….

En el avión me había tocado ventanilla. Siempre la escojo si tengo la oportunidad. Sobrevolar las nubes me da una sensación indefinible de libertad que me hipnotiza. Puedo pasarme largo rato deambulando entre el algodón del cielo como un Peter Pan resucitado.

Esta vez, sin embargo, la primera plana de un diario que alguien leía a mi lado atrajo poderosamente mi atención y, de súbito, abandoné mi paseo celestial. La fotografía de Marisa, dentro de un moliceiro, sin vida, me estalló en la cabeza. Era ella, inconfundible: bella y hierática, pálida, amortajada en un traje verde. El titular decía: “Muere asesinada en Aveiro la mujer del magnate y mecenas Leoão Ferreira”.

El rompecabezas empezaba a encajar. A mí, que parecía ser quien había arruinado el negocio de Ferreira, me habían relacionado con Marisa –su mujer, con quien supuestamente yo debía estar conchabado−, por lo que el marido, celoso y traicionado, había decidido aplicarle un castigo ejemplar. Yo me había escapado por los pelos, de momento…

Comenzaba a pensar que Dionís podía tener algo que ver en todo este frenesí de engaños y muerte, y recordé cuando nos vimos en el restaurante. No olvidaré nunca su sonrisa mordaz. Los fados siempre son canciones tristes. Ahora entiendo que ella los cantara y que yo no me pudiera resistir.

Noelia había dejado de llamar y a cada minuto que pasaba Barcelona se alejaba más.Cómo saber si algún día volvería…

Desde entonces Aveiro adquirió para mí otra significación. Ya no relacionaba su nombre con el abrazo de mi abuela, sino que asumía un sentido propio, nuevo y traumático: el fin de mi periplo portugués, de una pasión y de un futuro. De golpe, todo patas arriba.

Todavía hoy busco a Marisa en los retratos que pinto en mi puesto callejero de São Paulo. Y, sobre todo, procuro no utilizar el verde. Para mí es el inevitable color de la desesperanza, que comenzó, hace ya mucho tiempo, una mañana de febrero en una ciudad gris, llamada Lisboa.