Sobre regateos y oportunidades de última hora sabía mucho la joven del rictus, aquella que esperaba pacientemente, sentada en su mullido sofá de leopardo. Eran malos tiempos para el encuentro de los cuerpos, para degustar morbideces, para el ansia, con o sin protección. A menos de metro y medio, cualquier proximidad ponía en riesgo a los clientes y a ella misma.
Como en los castigos bíblicos, la amenaza más temible había mutado. Ya no era la reprobación social o familiar si llegaban a enterarse, o el estigma de alguna venérea. El peligro, esta vez, se había alzado con la corona de Leviatán.
La psicosis se había apoderado de la ciudad. Aquel artefacto que engullía almas y vomitaba cuerpos adocenados, despreciaba ahora a su artífice y mentor. El sexo se había convertido en una práctica urticante, en un mal negocio, y eso no lo arreglaban ni los ronroneos más lúbricos proyectados con luces de neón.
La joven, arrellanada en el sofá, no se engañaba: de seguir así, no tardaría en entrar en suspensión de pagos, ella también. Ya había visto languidecer a demasiados convecinos, algunos de los cuales, no hacía tanto, rugían de placer en su oído.
De pronto sintió una opresión en el pecho y empezó a toser. Casi le dolía respirar. A pesar de todo, sonrió para sus adentros. Su chulo no la incordiaba desde hacía días. “Dios aprieta pero no ahoga”, pensó, aunque esto último no estuviera tan claro. Lo que sí sabía era que debía resistir. En medio de la incertidumbre, su vida cobraba un propósito: coronar de virus a aquel macarra.
La vida se empeñaba en prevaricar con su cuerpo, sin embargo, sobre los efluvios del coronavirus, sintió que su alma, todavía, estaba intacta.
Dolors Fernández Guerrero