Artículo escrito a raíz de la caravana de hondureños, guatemaltecos, mexicanos, etc. que en 2019 inició un éxodo de miles de personas en dirección a EE.UU.:
https://www.youtube.com/watch?v=FSEi4GD-QZ8
No hay concertinas, muros ni milicias para disuadir las voluntades de quienes sueñan con volar. Y esa evidencia, que es constatable en los grandes titulares de los diarios, en imágenes televisadas, en grabaciones de Youtube la tenemos todos muy presente, pese a ciertos discursos aislacionistas y xenófobos. El lenguaje belicista de Donald Trump en los Estados Unidos o las palabras de concordia de Pedro Sánchez en España no pueden mitigar la realidad de los migrantes, tan devastadora e inhumana.
Nuestra sociedad del bienestar está en franco retroceso, y eso no es plato de gusto para casi nadie, aunque a la macroeconomía y a demasiados gobiernos la pérdida de derechos fundamentales les resulte de lo más goloso. Razón de más para que el ciudadano medio se sienta atenazado por el peligro y vea comprometido, con razón, su statu quo. Porque nada es para siempre y hay sobrados motivos para pensar en la historia como esa terrible conjunción espacio-temporal regida por la ley del péndulo. ¡Ay, Foucault, por qué tanto dolor?
Ante semejante desaguisado hacen falta chivos expiatorios. Y los populismos de eso entienden un rato. Por eso la entrada en escena de los migrantes ha sido determinante. El momento no podía ser más oportuno o todo lo contario, según se mire. Me inclino por lo segundo, puesto que ni la miseria ni la muerte han gozado nunca del don de la oportunidad. Visto así es normal que sobre ellos se cierna ahora, como tantas otras veces, un cuchillo de doble filo, racista e insolidario.
Cual espada de Damocles, la terrorífica alianza del ejército estadounidense con las milicias de Texas Minuteman y Texas Border Volunteer pende sobre la caravana de migrantes que avanza imparable desde Honduras hasta los Estados Unidos. Doscientos voluntarios –y van en aumento- se dirigen a Río Grande, en la frontera de México con el gigante norteamericano. Su “misión”: proteger a su país de la avalancha de hondureños que el 13 de octubre iniciara su larga peregrinación hacia la tierra prometida. La caravana, a su paso por México, alcanza ya las siete mil personas según datos de ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados), aunque según el gobierno mexicano son solo tres mil seiscientas. Para gustos, colores. La “tierra prometida” ejerce un poderoso imán, sin duda, por eso Irineo Mújica, director de la ONG Pueblos sin Fronteras, así como Rodrigo Páez Montalbán, profesor de la UNAM (Universidad Autónoma de México), la califican de “éxodo”. A buen entendedor…
Mientras, los milicianos cuentan con el apoyo incondicional de Donald Trump, el esperpéntico presidente estadounidense, al que consideran “uno de los nuestros”. No en vano las llamadas a la defensa de la nación han sido reiteradas por su parte, y tan incendiarias que han logrado “despertar” al puñado de leales patriotas, dispuestos a todo para darles a los de la caravana con la puerta en las narices. Para jalear con más fuerza, Trump acusa a los migrantes de terroristas, violadores y maleantes de la peor calaña. “Una piedra lanzada por un migrante centroamericano equivale a un disparo”, esas han sido sus palabras y, aunque ha rectificado después, el poder de seducción de la metáfora bélica ha conjurado voluntades. Cabría preguntarse si sus seguidores conocen las diferencias de impacto entre una piedra y una bala sobre el cuerpo de una persona de carne y hueso, por muy hondureño que sea.
Desde que el ser humano atravesó el estrecho de Bering -por buscar un punto de inflexión- hace quince mil años, el trasiego de personas ha sido constante. Y de vital importancia, puesto que ese nomadismo ha permitido que nos hayamos dispersado a lo largo y ancho de todo el globo terráqueo. Sálvense los casquetes polares por lo que tienen de inhóspito.
Pero sería absurdo ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro. Dura ya demasiado el drama de las pateras en aguas del Mediterráneo o en nuestras fronteras con el vecino Marruecos. Sin ir más lejos, el pasado 22 de octubre los enfrentamientos entre migrantes y policía en Pinos de Rostrogordo (Melilla) se saldaron con una muerte y veintiséis heridos. Aunque invisible las más de las veces, el sórdido reality show de las fronteras es un dejà vu que no tiene fin .
“Un poco de orden”, abogan los conservadores, en su presunto ejercicio de organización territorial, muy cómodo para los que habitan el lado bueno del mundo. Y “cada mochuelo a su nido”, por supuesto. Lo de contaminarse atenta contra su concepción tribal y étnica de lo identitario y, lo que es peor, socava sus intereses. O eso es lo que ellos creen y otros quieren que crean. El canto de sirenas, en definitiva, puede encandilar, pero es que se dejan lo más importante en el tintero. Estos señores obvian que la realidad traza un mapa muy distinto. Y a pesar de las consignas, ni gobiernos ni gobernantes pueden en la práctica contener un tsunami, aunque sea de naturaleza humana.
El pensamiento racional no basta. La evidencia es demoledora y no podremos mirar hacia otro lado por mucho más tiempo. El corazón, rendido ante imágenes desgarradoras, actúa como fiscal, y a estas alturas la dudosa ética de las triquiñuelas y los subterfugios legales no es aceptable.
Habrá que unir ambos, sentimiento y razón, si queremos encontrar alguna estrategia que frene la migración endémica de tantas personas. El mundo desarrollado es responsable en gran medida de la miseria y el carácter violento de los países de origen de los migrantes. Y son cientos de miles, millones ya, los que legítimamente desean huir del lado oscuro. Los gobiernos y poderes fácticos no van a poder seguir escurriendo el bulto.
Migrantes somos todos o lo hemos sido en algún momento de nuestra historia o lo seremos en el futuro, cuando logremos dar el salto a otros planetas. Entonces un pueblo tecnológicamente avanzado volverá a convertirse en migrante para cumplir un sueño: recorrer increíbles distancias, las de un nuevo estrecho de Bering más allá de las estrellas.
Dolors Fernández