¿Quién teme al ‘Ulises’ de Joyce?

Una aproximación al Ulises de Joyce

JOYCEQuiero reseñar que el 21 de junio de 2015 acabé de leer Ulises de James Joyce. Ha sido una tarea ardua que ha durado varios meses pero que, finalmente, he culminado con éxito.
Y me siento especialmente satisfecha, teniendo en cuenta que he conseguido desentrañar una buena porción de su literalidad, gracias a mi edición comentada de la editorial Cátedra, con traducción de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns. Las aportaciones del gran especialista en la obra de Joyce, Eduardo Lago, han resultado también muy valiosas para aproximarme a la obra del escritor irlandés. No obstante, comprendo que serían necesarias sucesivas lecturas y la tutela de la abundante bibliografía especializada para poder llegar a descifrar solo algunos de los muchos misterios que todavía residen entre sus páginas. De momento no deseo convertirme en una Penélope errante, usurpadora del rol de Ulises, el viajero intemporal por excelencia. No me seduce la idea de vagar sin rumbo entre legajos y volúmenes de comentarios contradictorios, historicistas, helenísticos, elegíacos, imaginativos, surrealistas, freudianos, hiperrealistas, academicistas, moralistas y demagógicos que en más de una ocasión harían levantarse de la tumba al mismísimo James. Demasiados Escilas y Caribdis se me presentarían a cada paso, y no estoy yo por crear epopeyas hermenéuticas condenadas al más irremediable fracaso.
Desde esta perspectiva ofreceré mi propia versión de los hechos. Mi lectura, como he dicho antes, no ha sido una aventura solitaria, sino que he contado con la asistencia y amparo de conocedores indiscutibles de la obra joyceana. No obstante, todo lo que comente a continuación es responsabilidad exclusivamente mía, porque así es como yo entiendo el Ulises de Joyce.
Para comenzar, quiero apuntar que el binomio novela extensa + abstrusa siempre es disuasorio para cualquier lector. Es algo que debe comprenderse. Bajo esta premisa se estructura la reseña, en un intento por determinar y comprender los aspectos más relevantes que dificultan su interpretación.

El ‘Ulises’, la antinovela

En primer lugar, el Ulises no es una novela al uso. El tiempo narrativo es dilatadísimo, puesto que la historia transcurre en un solo día, el 16 de junio de 1904. Durante ese intervalo Joyce muestra el recorrido de su protagonista, Leopold Bloom, por la ciudad de Dublín. Por esta razón, en muchos lugares definen el Ulises como la crónica de su protagonista. Yo diría que solo se puede entender así tras hacer un ejercicio de simplificación radical en el que se prescinda de toda su riqueza formal y de significados. Por tanto, esa definición no me parece precisa y no me convence.
Yo diría que el Ulises nos presenta a un Leopold Bloom itinerante en su propio microcosmos, Dublín, durante un día de su existencia. Durante ese breve lapsus de tiempo el autor nos hace un retrato de su personalidad, de sus lazos familiares, de sus amistades, de su entorno. Las técnicas utilizadas en la novela no siguen el procedimiento de mera observación y descripción de los hechos. Si fuera así el Ulises podría ser una novela realista. A Joyce ese sistema no le sirve. Él va más allá, invierte el esquema, y a partir de los pensamientos del protagonista en diferentes lugares y momentos, en situaciones de lo más variado, en su relación con el resto de personas, a partir de las opiniones de estas, nos vamos formando una idea de cómo es Bloom físicamente, qué tipo de persona es, cuáles son sus aspiraciones y sus frustraciones. Hablamos de hiperrealismo.
La acción se inicia con los preparativos de Bloom para ir al entierro de un amigo muerto, y a partir de ahí el recorrido del personaje, a lo largo de los 18 capítulos en que se estructura la novela, es continua hasta bien entrada la madrugada.
El hilo argumental, en apariencia tan frágil, incorpora todas los lugares que visita en Dublín –que son muchos−, las experiencias del protagonista, los personajes a los que se encuentra por el camino, cómo interactúan entre sí, los pensamientos que tiene en cada momento. Pero aunque Bloom es el protagonista indiscutible del Ulises, la novela no solo describe su experiencia vital, sino que también presta su voz a Molly, su esposa, así como a otros personajes que el autor estima importantes para su cometido, como el joven Stephen Dedalus, entre otros.
Como hemos apuntado antes, la estructura del Ulises no sigue el esquema de una novela al uso. Joyce se toma todas las licencias que cree necesarias en aras de la verosimilitud, entendida de modo muy personal. Si bien la narración, el diálogo, las canciones, el monólogo interior están presentes en la obra, lo sorprendente de todo ello es cómo mezcla estilos, técnicas, personajes, puntos de vista, géneros, sin que parezca importarle el caos que va dejando a su paso. Un ejemplo de su libertad creativa lo hallamos en el capítulo 15, titulado “Circe”, íntegramente escrito como una obra teatral. Solo las extensas acotaciones contextualizan los diálogos de los personajes y asumen la voz narrativa, de un modo escueto y funcional. Con ello el discurso toma otro rumbo, abandona la narración y asume los recursos de la dramaturgia. Este caso extremo nos da una idea de la revolución formal que Joyce realiza en su novela.

Siete cuestiones formales

Una de las cosas que más llama la atención se refiere a la voz narrativa, tan dispar como la vida misma. Las alteraciones en el discurso son constantes, como si la mirada de Joyce fuera un periscopio y cambiara de dirección a intervalos impredecibles. Con ello, las perspectivas que obtenemos son diversas, incluso opuestas a veces. Podemos encontrarnos ante un narrador omnisciente y poco después percatarnos de cómo se ha deslizado hacia la primera persona o sin previo aviso saltar de un personaje a otro, asumiendo voces distintas. Esto, en sí mismo, es un primer problema para el lector.
Cuando plantea diálogos -y el Ulises tiene muchos-, Joyce no respeta las convenciones de escritura y el mismo diálogo puede mezclar acotaciones del narrador con el monólogo interior de algún personaje, sin distinción gráfica. De esta manera, los planos de comprensión se superponen, no solo significativamente, sino de modo aún más patente, en la escritura. Ahí va el segundo problema.
Otro aspecto formal que en el Ulises cobra relevancia es el lenguaje. Como requisito previo, tanto lector como escritor deben conocer el código lingüístico empleado. Parece una perogrullada pero no lo es en este caso. Veamos por qué: con Joyce nos encontramos ante un idiolecto de su invención que juega con las palabras hasta límites inverosímiles. A ratos su lenguaje es ininteligible, lleno de neologismos, lapsus, elipsis, omisiones y sobrentendidos; con errores y perturbaciones propias del habla coloquial que transcribe, con atribuciones de forma y significado nuevas, con constantes juegos de palabras que alteran la naturaleza consensuada del idioma. De cualquier idioma, porque para el hablante nativo del inglés, tanto como para el lector de la versión traducida, el Ulises no es fácil. Las palabras y frases que contiene son complicadas y extrañas. La desbordante creatividad del autor se sirve de la dislocación del lenguaje para recrear escenas, situaciones, personajes bajo una óptica nueva. Y eso, no puede negarse, entraña en sí mismo otra dificultad. Ya vamos por la tercera.
La determinación de Joyce por mostrar la realidad bajo un prisma diferente sigue las consignas de lo que se ha dado en llamar estilo hiperralista. En consonancia con las técnicas empleadas en pintura, sobre todo, la pretensión de Joyce es dar fe de todo lo que ve, sin que el yo del autor pueda ser reconocible. Yo añadiría a su particular visión del hiperrealismo el apelativo “experimental”, por la osadía con que Joyce acomete sus experimentos formales. Dentro de estos cánones la realidad mostrada a través de la escritura debe estar constituida por un mosaico de datos absolutamente verosímil. Con este propósito, a veces nos encontramos ante la aséptica mirada de un narrador neutral y hasta displicente, que se limita a consignar hechos con la minuciosidad de un cirujano, ansioso por dejar constancia del más mínimo detalle. De tal manera, son recurrentes las enumeraciones, interminables y prolijas. Por ejemplo, cuando se narra la compra del desayuno en el primer capítulo o, hacia el final de la novela, en la descripción de los muebles de la casa de Bloom. Todo pasa por el cedazo del autor, al que no se le escapa ningún dato. Para él es relevante la forma de una silla, su ubicación en el cuarto, el estado de conservación en que se encuentra, su utilidad, incluso el precio al céntimo, en un alarde de rigor científico. Hay pasajes que alcanzan un increíble nivel de exhaustividad, en una inconfundible vocación de catálogo profesional. Este tipo de descripciones, para mí, se transforman en un muro casi insalvable para un lector medio. Ya va el cuarto obstáculo.
En contraste con esa voluntad hiperrealista, hay momentos en los que se produce una transformación alegórica de las escenas. Joyce abandona la precisión milimétrica y recurre a la imaginería literaria, pero a su manera, claro. En uno de los capítulos más conocidos, “Las sirenas”, los dos personajes femeninos se muestran deshumanizados, convertidos en bronce como las campanas. A lo largo de toda la escena se alude a su naturaleza física de metal, aprovechando las cualidades y características propias del mismo para aplicarlas a ambas mujeres. La dificultad radica en que en ningún momento se descubre la clave para su interpretación, sino que el recurso retórico se inyecta en la novela sin que se informe al lector del nexo entre ambos elementos -campanas y mujeres-. Por lo tanto, este se encuentra inerme en un discurso narrativo incomprensible, en el que no cuenta con datos previos que le ayuden en la interpretación de lo que lee, sino que él solo debe despejar la incógnita campañas = mujeres. Este uso radical de la identificación metafórica de dos elementos que no pertenecen a la tradición literaria, la falta de pistas que la expliciten es un nuevo contratiempo para la lectura del Ulises. Y así aparece el quinto problema.
A pesar del rigor científico con que en ocasiones se describen los hechos y las cosas, la carga simbólica, muy del gusto freudiano, es muy visible en buen número de capítulos. A menudo, la simbología pivota alrededor del sexo, uno de los temas omnipresentes en la novela. Está claro que el sexo preocupa sobremanera a los protagonistas -Bloom y su esposa Molly-, en concomitancia con las inquietudes del propio autor. En este punto podemos acudir a la biografía de Joyce. Es fácil establecer paralelismos entre Molly y Nora Barnacle, la esposa del escritor. Muchos estudiosos rastrean la presencia de esta en más de una obra suya. De hecho, la fecha elegida por Joyce para narrar las peripecias de su protagonista es el 16 de junio de 1904, justo el día en que se citó por primera vez con Nora. Estos pasajes oníricos resultan de difícil interpretación, puesto que la lógica cotidiana se ve subvertida. El hilo argumental se vuelve incoherente, sin linealidad, y aparecen personajes esperpénticos que se suman a los que ya conocemos. Formalmente cuesta identificar los elementos que estructuran la escena. Los significados que se atisban se superponen unos a otros. Los personajes se presentan como una galería de fantasmas y en esta entidad casi inmaterial se relatan perversiones inconfesables, el pasado más ominoso. Se rompe la lógica temporal. El mundo de los sueños se apodera en esos momentos de la novela e impone su anarquía e irracionalidad. Hemos llegado al sexto obstáculo.
Al lado de esta realidad desquiciada, el fluir de la conciencia surca prácticamente todos los pasajes del Ulises, insertándose en cualquier procedimiento narrativo, sea el que sea. Ello permite al lector bucear en el subconsciente más oculto –y a menudo vergonzoso− de los personajes principales. La finalidad, conocer el yo más íntimo, sin tabúes, al margen de juicios morales. El magistral monólogo final de Molly, que ocupa el decimoctavo capítulo y que lleva por título “Penélope”, es su máximo exponente. De todos es sabido que los monólogos interiores requieren un plus de atención por parte del lector, que este debe bucear en la psicología del personaje y advertir las evoluciones de su pensamiento, si no quiere perder el hilo de la narración. En el caso del Ulises, las dificultades inherentes a esta técnica narrativa están elevadas a la enésima potencia, puesto que el flujo de la conciencia aparece por doquier, salpicando la novela de constantes soliloquios atribuibles a diferentes personajes y dificultando la intelección. El avance de Bloom por Dublín, aparte de lento, se hace fatigoso para el lector. He aquí, a mi modo de ver, la séptima gran dificultad de la novela.
No está mal, siete hándicaps en el campo. Y aún hay más, porque se podría hablar, por ejemplo, de las referencias sutiles pero continuas a la historia de Irlanda, algo que en sí mismo ya es un inconveniente, sobre todo para el lector de otras latitudes. O mencionar el culturalismo de Joyce, que no nos ahorra complicadas disquisiciones shakespearianas o que es tan evidente en el mismo título de la obra, procedente de la tradición clásica. Sin embargo, en mi opinión, los aspectos que he detallado son los más destacables, al menos los más evidentes para cualquier lector del Ulises. Y muchos de ellos aparecen desde la primera página.

Las intenciones de Joyce

Ahora que hemos analizado los aspectos formales de la novela intentemos desentrañar el sentido de este galimatías. James Joyce ha hecho todo esto por algo. Eso es evidente. Tras el portentoso despliegue de técnicas narrativas que exhibe lo que pretende es poner de manifiesto una visión profundamente nihilista de la existencia, las más de las veces bajo una óptica hiperrealista. La realidad fragmentada que nos ofrece de Dublín tiene como protagonistas al matrimonio formado por Bloom y Molly, y en esta epopeya doméstica ambos adquieren el estatus de antihéroes. Pero no solo ellos. El Dublín de 1904 que retrata Joyce exhala el mismo olor acre, en cualquiera de sus calles, bares, tiendas, etc. La ciudad de Dublín, descrita con la fruición de un explorador que quisiera legar a la posteridad un plano exacto de la ciudad, funciona como un ente, y como tal debe ser descompuesto, para que después de su análisis minucioso el lector pueda reconstruir la realidad de su esencia. Y el sustrato que obtendrá no será otro que el profundo sinsentido de la vida. Demostrar esa tesis es la razón que justifica la maniática precisión, el afán de exhaustividad que impulsa a Joyce a llenar más de mil páginas de letra impresa.
Del mismo modo, la pormenorización de las carencias y miserias de todos sus personajes alcanza idénticas proporciones, una dimensión de totalidad, incluso de universalidad. Joyce aspira a mostrar la verdad de la vida partiendo de ínfimos detalles, por insignificantes que estos puedan parecer a simple vista. El devenir más cotidiano se transfigura en hazaña homérica. En una visión de conjunto, todos los personajes del Ulises constituyen un gran organismo vivo que se integra en el interminable puzle que contiene la novela. Son seres inclasificables, mezquinos, tristes, abúlicos, egocéntricos, profundamente solos y quizás por todo ello exhiben la extraña capacidad de no empatizar con el lector. Solo en raras ocasiones se nos muestran tan vulnerables que los consideramos dignos de lástima.
La nula identificación, incluso la antipatía y repulsa que despiertan los personajes del Ulises tiene mucho que ver con el uso que Joyce hace de la voz narrativa en su novela. En un ejercicio de auténtica maestría desplaza la perspectiva del narrador a voluntad, distorsiona su voz, tergiversa cuando conviene su función, pero jamás toma partido por ninguno de ellos. En general, el narrador del Ulises destila tal desentendimiento respecto a sus criaturas, que da la impresión de ser un dios inmisericorde que contemplara su obra y dudara si destruirla o no.
En el aspecto temático llaman poderosamente la atención las alusiones escatológicas (descripción en el primer capítulo de la defecación de Bloom en el retrete situado en el patio de su casa) y continuas menciones a la sexualidad, la mayor parte de las veces mercantilista, abocada a la frustración, pero irresistible para prácticamente todos sus personajes. El mismo tono de amargura e indiferencia, aunque sin llegar a un grado tan explícito en las descripciones, es el que predomina en todas estas escenas. Joyce no quiso ahorrárselas al lector, dado que la realidad para él no era algo que debiera sublimarse, sino el conjunto aparentemente inconexo de situaciones e individuos que forman nuestro día a día. Y lo inconfesable también forma parte de esa realidad. De la composición del rompecabezas debía emerger la verosimilitud y el significado último de su obra.

El lirismo en el ‘Ulises’
Hasta ahora no he mencionado el lirismo del Ulises. No es frecuente en la novela, cierto, pero también lo es que en algunas escenas es indiscutible. Pensemos en el monólogo de Molly, que da por concluida la odisea de Bloom. Es un cierre hermoso, una evocación romántica del pasado, en la que la esposa del protagonista nos remite a su juventud, una edad donde el idealismo, la inocencia todavía existen. Con él Joyce aporta algunas pinceladas de ternura a la historia. Esas ráfagas emotivas ponen el foco en la fragilidad y soledad de sus personajes. Nos hacemos una idea, más que nunca, de su vacío existencial. Aunque como lectores no hayamos llegado a simpatizar con ellos, en esos momentos provocan nuestra compasión. En contraposición, no se aprecia ni un ápice de este lirismo en la descripción de la relación extramarital de Boylan y Molly. La carnalidad de la relación, su innegable oportunismo la empañan y la corrompen.
La misma carga emotiva recibe el tema de la paternidad. A lo largo de la novela, en diferentes momentos, Bloom evoca con emoción a su hijo fallecido, así como la infancia de Milly, su hija adolescente. El amor que siente hacia sus hijos es auténtico y no deja de estar presente en su memoria. La añoranza por el hijo perdido es tanta, que Bloom manifiesta hacia Stephan Dedalus un afecto casi paternal, al recordarle por edad a su propio hijo. Al mismo tiempo, el joven, inteligente, culto, representa para Bloom una imagen perfecta de su hijo perdido. No olvidemos las inquietudes culturales del protagonista.
Desde otra perspectiva, pero continuando con el tema de la paternidad, aparecen, de principio a fin, alusiones constantes a Mrs. Purefoy. La mujer, embarazada e ingresada en el hospital para dar a luz desde hace tres días, es recordada por prácticamente todos los personajes de la novela. Es como una presencia invisible, de la que se habla pero que nunca llega a verse. Sus dolores de parto parecen interminables, tanto como el tiempo interno de la novela, y van jalonando el recorrido de Leopold Bloom a través de Dublín. Aquí la pesadumbre de Bloom y de todos en general es sincera. No es apreciable ningún rasgo poético en las menciones que de ella se hacen, pero la aflicción que todos muestran ante su estado es verdadera. Quizás el misterio de la vida es uno de los pocos temas que Joyce trata con solemnidad. El sufrimiento padecido por la mujer se equipara con la experiencia vital, con sus sinsabores y momentos de dolor. Quzás la formación religiosa de Joyce (por voluntad de su madre estudió en colegios jesuitas) pese en su concepto de la vida, asimilado a un vía crucis, con escasos momentos de placer.
Bajo estas premisas y como una excepción, se relega parcialmente el solipsismo omnímodo de los protagonistas en aras de su humanización. Ello no significa que Joyce caiga en una delectación sentimental, antes al contrario, es la excepción que confirma la regla. Si el autor admite esos acercamientos emocionales respecto a sus personajes es porque algunos temas, como el enamoramiento de juventud, la paternidad, debían tocarle, a él también, muy de cerca. No sustrayéndose a su influjo, creo que Joyce quiere poner de manifiesto la naturaleza antagónica del ser humano, sometido a un materialismo exacerbado, a pulsiones de índole animal, y solo en contadas ocasiones capaz de experimentar sentimientos puros. Sin embargo, la impresión general que produce el Ulises es la de una novela que, de forma deliberada, prescinde de cualquier rastro de emotividad. Pese a estos desahogos sentimentales el nihilismo es el signo predominante.
¿Esos asomos sentimentales significan que Joyce abriga alguna esperanza sobre el ser humano, por minúscula que sea? ¿Solo los hijos, el amor, le dan sentido a nuestras vidas, aunque sea brevemente? ¿O es que se trata de un ejercicio de sutil ironía para decantar a sus personajes, ya sin remedio, hacia el existencialismo más desarraigado? No me atrevería a asegurarlo.

Conclusiones

Desde su primera aparición por capítulos en el diario Little Review (1918), la subversión y la procacidad han sido la marca del Ulises. Tanto es así que al cabo de dos años, en 1920, un censor prohibió su aparición y se paró la imprenta. Joyce debió esperar, impaciente, a su impresión en París en el año 1922. Un reflejo de la conmoción causada en la sociedad irlandesa. Por lo mismo, no todos los intelectuales de la época la valoraron de igual manera. Virginia Woolf, sin ir más lejos, la rechazó frontalmente por escandalosa y llegó a calificarla de obscena. En fechas mucho más recientes Paulo Coelho ha afirmado que el Ulises ha hecho mucho daño a la literatura. En definitiva, la novela de Joyce tiene defensores y detractores. No es de extrañar, tratándose de una obra polémica, con inifinidad de lecturas y con una originalidad tan poco onvencional como desinhibida.
La verdad es que Joyce sacaría los colores a más de uno hoy en día, lo cual nos da pistas acerca de cuán escabrosa pudo resultar la novela en su momento. Este dato es de vital importancia, ya que gran parte de su éxito se lo debe a ese componente transgresor y amoral que suscitó la polémica desde que viera la luz por vez primera. Y es que en ese sentido no ha perdido vigencia. Sigue siendo una obra maldita para pacatos pudibundos.
Resumiendo, lo que yo veo en el fondo del Ulises es la soledad como tema vertebrador de la historia. Por tanto, para mí, este viaje físico es el trasunto de una vida sin sentido. Quizás solo el amor, los hijos puedan dotarla de algún significado, aunque su eficacia también tenga fecha de caducidad. Tal vez la finalidad de este mensaje sea no suprimir drásticamente la esperanza. De cualquier modo, son consideraciones que pesan muy poco en el conjunto de la novela, meros atisbos que no alteran su propósito último.
Si esta soledad la hacemos extensible a todo el género humano, nos encontramos con un mensaje absolutamente desesperanzador y nihilista, el del hombre abocado de modo irremediable hacia sí mismo, en soledad. Por eso la novela se titula Ulises, porque Joyce establece una analogía entre el héroe homérico y Leopold Bloom, en su calidad de ser solitario que recorre un camino y cuyo destino final no puede rehuir. Pero aquí el sarcasmo vuelve a aparecer. Si a Ulises le espera en Ítaca la fiel Penélope, el caso de Bloom es muy diferente. Desde el comienzo de la novela este sabe que Boylan y su mujer se han citado en su casa a las cuatro de la tarde, sin embargo, no hace nada por evitarlo. Únicamente aplaza todo lo posible su regreso al hogar para evitar situaciones embarazosas y para no verse obligado a pensar en ello.
Respecto al resto de paralelismos con la Odisea de Homero, simplemente me parecen traídos por los pelos. Las peripecias de Bloom en Dublín difícilmente pueden compararse con las aventuras de Ulises en su retorno a Ítaca, ni en forma ni en significación. Pero es cierto que el título de la novela y los subtítulos hacen referencia al héroe heleno. Yo lo interpreto como un recordatorio por parte de Joyce, una referencia cíclica del autor a la aventura del héroe de la Odisea, para contraponerlo, precisamente, al antihéroe que es Bloom. La oposición Ulises vs. Bloom permite al autor ironizar sobre este último, y proyectar sobre él su corrosiva visión del mundo. Porque la ironía y el sarcasmo son elementos que Joyce maneja admirablemente bien en su Ulises. El resto de coincidencias que algunos se empeñan en ver, un ejercicio de virtuosismo literario capaz de justificar lo que al crítico de turno se le antoje.
En fin, solo pretendo expresar mis opiniones. Nada más lejos de mi intención hacer una valoración crítica. Eso se lo dejo al batallón de especialistas que se pelea enconadamente con el legado joyceano.
Lo que sí puedo decir es que, en última instancia, lo que he sentido al tener el Ulises entre las manos es que asistía a un experimento literario. He visto a un escritor con el deseo de hacer un ejercicio estilístico extremo. He sentido cómo forzaba lenguaje y estructura, cómo los maleaba, poniendo patas arriba todo el edificio de la narrativa comúnmente aceptado. Inevitablemente, el riesgo es alto y afecta a la relación entre novela y lector. Y algo así no deja indiferente: confunde, despista, extraña y en ciertos momentos hasta abruma.
Yo me he atrevido, de la mano de Joyce, a acometer la aventura de recorrer el Dublín de 1904. Y es más, creo que debería intentarlo de nuevo, porque el Ulises es inagotable, como su galería de personajes, como su laberinto de calles, como su imbricado flujo de la conciencia, como su abigarrado mosaico de significaciones.