Con el tiempo comprendería cómo los braceros birmanos soportaban aquellas interminables jornadas de trabajo y cómo, pese a todo, no caían desfallecidos bajo el calor sofocante, irrespirable y húmedo de los arrozales. Eran las cápsulas de ya ba que los malayos les proporcionaban las que atenuaban aquellos rigores, el origen oculto de su fortaleza extra.
Poco me falta ya para llegar a ser Pip. Mi abuelo me vería partir junto al Misionero sin conseguir disimular un rictus de amargura. Creo que por su mente no paraban de danzar, como en una pesadilla, ciertas pastillitas rojas. Solo le faltaba haberles dibujado cuernos y un rabo. Ojalá se hubiera tomado un par… Así hubiera sonreído un poco, que buena falta le hacía. Al fin y al cabo, ¡qué daño hacían los malayos a los birmanos ni a mi abuelo! Al ingerir el ya ba los trabajadores solo se volvían más productivos y también un poco más felices…
En fin, que como mi ta no tenía ni una pizca de humor y yo, ante sus ojos, menos credibilidad que un pirómano con una caja de cerillas, se tragó la bola del Misionero a pies juntillas, sin dignarse preguntar al interesado, y: “Niño, si te he visto no me acuerdo.”
Nunca llegué a conocer a mi madre, jamás me pregunté por la existencia de mi padre ni me importó, pero lo de perder a mi abuelo y dejar atrás, así, de golpe, mi infancia, mi paraíso de libertad, era demasiado incluso para mí.
Ahora que estoy a punto de irme me gustaría pensar que volveré a reencontrarme con él, con mi ta, donde quiera que esté, y espero que sea en algún lugar nuevo, en el que los niños no puedan ahogarse en los manglares ni traficar con drogas.
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