El garaje

El garajeUn maullido largo como una agonía sobresaltó al hombre dormido sobre la montonera de bolsas y mantas que le había servido de yacija. Dos ojos de gato seguían su agitación, hipnóticos. Cuando despertó, inquieto, las pupilas ámbar ya habían desaparecido.
Solo unas horas antes Tomás Alcaparra creía que había tenido una suerte inmensa al ver la puerta de aquel garaje abierta. Si se había atrevido a entrar era porque no había visto merodear a nadie por lo alrededores. No tenía ganas de problemas, y menos en un barrio como aquel, una zona residencial con aires de grandeza que en otros tiempos él había conocido tan bien. Sin embargo, después de sopesar pros y contras pensó que guarecerse en una suite como aquella no estaba a su alcance sino en muy raras ocasiones. La noche era fría y el abrigo harapiento que le cubría no era su mejor aliado. Al fin y al cabo, ya que se le había ocurrido acercarse hasta allí no iba a desperdiciar semejante oportunidad. Lo cierto es que llegó a pensar que aquella era su noche. ¿Cómo, si no, explicar su tropiezo providencial con aquella botella de rioja, reserva del 2008, añada excelente según el Tasio? Porque el Tasio, antiguo sumiller, sí era un colega, el más leal. Ni siquiera le robaba los cartones o el tinto barato que a veces le regalaban las buenas chicas de la calle.
Pese a los buenos presagios, se adentró en el garaje con la máxima cautela, orientándose a través del tacto grumoso de la pared. Solo se relajó al tomar contacto visual con un rincón que le pareció confortable. Desde el estómago le subía un grato calor que poco a poco le desentumeció los huesos. Así pues, se dejó caer sin más dilación sobre un amasijo irreconocible que parecía acogerle con familiaridad. No le molestó el olor característico a gasolina, heces de animal y falta de ventilación. No era por desmerecer, pero su nariz estaba acostumbrada a sitios peores. Casi al instante un sopor irresistible le aletargó, botella en mano, aunque para entonces ya no quedaba ni una gota del rioja. De su otra mano cayó con descuido una bolsa, en la que llevaba lo poco que tenía.
Al cabo de un buen rato, desde el abismo del sueño, un maullido insistente le alertó. Aunque intentó mirar, no podía ver nada. La puerta cerrada le había vuelto ciego. Ni siquiera contaba con la luz mortecina de la farola que le había guiado horas antes. No obstante, su oído le trajo con nitidez un rumor de fondo, un sonido amortiguado de motor en marcha. Recordó de súbito haber entrevisto un coche en medio del espacio, una berlina de gran tamaño, camuflada por las sombras. Los maullidos eran cada vez más lastimeros, acompañados de un sonido difícil de clasificar que provenía de la puerta del garaje. Pese a que no acababa de estar del todo despierto, dedujo que algún gato debía de estar arañando posiblemente el portón de entrada, y que andaba frenético por escabullirse de su encierro. Notó asimismo lo insano de aquel aire, igual al humo que escupían los tubos de escape de los coches en las calles. Sin otra explicación aparente, llegó a la conclusión de que alguien no había apagado el motor del coche. Grave negligencia. Los minutos iban pasando y ahora el gato maullaba a la desesperada, como quien tiene mucho que perder. A su vez, Tomás notaba cómo le costaba respirar. Cada vez un poco más.
Empezó a angustiarse y pensó que lo mejor era salir de allí lo antes posible, pero la falta de visibilidad le dificultaba los movimientos. Con cierta prevención cogió la bolsa en la que transportaba sus pertenencias y se incorporó con precario equilibrio. Soñoliento, resacoso, se sentía enfermo. Al levantarse no se había dado cuenta de que los pies se le habían enredado en unas sogas que había por el suelo, con tan mala pata que cayó de bruces y la bolsa voló por los aires. Inevitablemente Tomás Alcaparra acabó como un fardo pesado, tirado por tierra, y la bolsa proyectada hacia ningún lugar chocó contra la pared. A consecuencia del impacto una pequeña radio que siempre le acompañaba se puso a cantar el último éxito de Guns N’ Roses a todo volumen. Ante tal salida de tono, Tomás profirió una retahíla interminable de tacos con su voz ronca y estridente. Hasta el gato calló, pero eso no evitó que sus intentonas por levantarse duraran más de lo debido. La botella de vino, que rodaba sin parar tintineando con inocencia, acabó en sus manos en señal de reconciliación. Pero ya era tarde.
Se empezaron a oír voces en el exterior, pasos enérgicos, golpes en el portalón de entrada, y para cuando Tomás consiguió alzarse y mantener la botella vacía en alto, como un trofeo, ya se había abierto el garaje al mundo. Cegado por las linternas, aparecía incorporado sobre el coche, blandiendo la botella en actitud agresiva sobre la cabeza de la conductora –una novedosa incorporación al decorado que Tomás desconocía-, quien al oír tanto juramento también había revivido entre la oscuridad y se asomaba curiosa a través de la ventanilla.
Histeria colectiva, alaridos, pánico, toses asmáticas de la mujer sentada al volante a dúo con Tomás; una lluvia de brazos que se precipitó sobre él, llaves de yudo y lucha libre en un total despropósito; empujones y algún golpe sin autoría declarada. Todo ello violencia gratuita tratándose de un vagabundo desconcertado y débil, perjudicado, además, por la inhalación del monóxido de carbono. A Tomás aquello le resultaba incomprensible, como si protagonizara una obra del absurdo y debiera asumir el papel más grotesco.
La botella, arrebatada de sus manos por el muchacho portador de la linterna, fue la prueba incriminatoria que le convertía, de modo inequívoco, en culpable. En ese preciso momento sentenciaron que Tomás era un peligroso ladrón que se había emborrachado y se había quedado dormido en el garaje antes de perpetrar crímenes mayores, dispuesto a asesinar a sangre fría a cualquiera que se le interpusiera, como la pobre señora Adelaida, tan dócil e inofensiva ella. Lástima que en los últimos tiempos anduviera trastornada. Tres intentos de suicidio en tres años. ¡Si aquello parecía la letra de un tango!
El gato, desde luego, no iría a socorrerlo. Era listo. Había huido en cuanto la rendija de la puerta se lo había permitido.

FINAL I (CERRADO)
La mujer, en fuerte estado de shock tras lo acontecido y con evidentes signos de intoxicación, fue socorrida en seguida por un equipo sanitario. La ambulancia había surcado la ciudad en un tiempo récord. Su diligencia quedaba fuera de toda duda. Sin embargo, Tomás Alcaparra, que tosía sin parar y se tambaleaba ostensiblemente, fue esposado y, a empellones, obligado a subir a un coche patrulla, el cual, con pocos minutos de diferencia, también había llegado armando ruido al lugar de los hechos. Pensó que como su amigo Tasio no lo sacara de ese lío, no iba a volver a salir de la suite de la Modelo en lo que le quedaba de vida.
En la acera de enfrente una familia de gatos amarillos asistía muy interesada a las diferentes evoluciones de la escena. Su pelaje ralo, extraño y vivaz, recortaba sus siluetas en medio de la noche y les confería un aire un tanto siniestro. Muchas ventanas de la calle se habían iluminado y las cortinas descorridas mostraban caras abotargadas por el sueño a las que había vencido el deseo de saber. Otros vecinos, menos sutiles, permanecían plantados en pijama a la puerta de sus casas, observando atentamente el espectáculo.
El coche patrulla arrancó y se dirigió hacia la comisaría. Tomás aún recibió algún que otro golpe más antes de partir, ya que, según fuentes policiales, el detenido había ofrecido resistencia a la autoridad y abierta hostilidad hacia las fuerzas del orden.
Durante todo el camino de vuelta Tomás Alcaparra no dejó de sentir que varios pares de ojos de color ámbar le seguían durante todo el trayecto.

FINAL II (ABIERTO)
La mujer, en fuerte estado de shock tras lo acontecido y con evidentes signos de intoxicación, abrió la boca como quien va a empezar a hablar pero no pronunció sonido alguno. Miró fijamente a Tomás, y sin reparar en toda la mugre que cubría su indumentaria astrosa, en los pelos de gato que se le acumulaban en los pliegues y en los bolsillos del abrigo, se abalanzó a sus brazos y exclamó casi sin aliento:
-¡Usted, usted me ha salvado! ¡Usted ha abierto esa puerta y ha hecho que entre el aire fresco para que yo no muriera! ¡Le debo la vida, Dios mío, a usted le debo la vida! Ahora entiendo que Dios quiere que continúe en este valle de lágrimas para que ayude a personas como usted.
Después de vaciarse por dentro Adelaida empezó a llorar ruidosamente, mientras se apartaba los pelos de gato que le cosquilleaban la nariz y le asomaban entre los labios.
Ni que decir tiene que tras la embestida de la mujer ambos, Tomás y Adelaida, a punto habían estado de caer. La estampa que ahora ofrecían era la de una orden mendicante a la puerta de un garaje; la postura, una genuflexión que les impedía rodar por el suelo; la canción de los Guns N’ Roses, una alarma trepidante para todo el vecindario.
Si antes Tomás entendía poco ahora no entendía nada. Se sentía perplejo y lo único que quería era recuperar su radio. Con aquel trasiego se había quedado atrás, dentro del garaje, y temía perderla. Pero la verdad es que no se atrevía a desasirse del abrazo de aquella loca.
Nadie parecía saber qué hacer. Por un momento solo se escuchaba hard rock y el ruido estridente de la sirena, abriéndose paso desde el extremo de la calle. Ahora las linternas enfocaban hacia abajo. El pudor y el factor sorpresa les impedía a todos mirar o actuar de inmediato.
La policía no tardaría en llegar.
En la acera de enfrente una familia de gatos amarillos asistía muy interesada a las diferentes evoluciones de la escena. Su pelaje ralo, vivaz, recortaba sus siluetas en medio de la noche y les confería un aire un tanto siniestro. Representaban la mirada ámbar del silencio.