Más dura será la caída

Más dura será la caídaLe gustaba hacer volutas con el humo del tabaco. Le ayudaba a pensar. Sentado en la terraza de la cafetería, con las piernas cruzadas, escrutaba el horizonte sin que su cerebro interpretara las imágenes que veía. Lo que le mantenía ocupado era la formación casi idéntica de anillos de humo, que volaban por el aire para luego disolverse sin dejar rastro. Echó una larga bocanada y, uno tras otro, se formaron hasta cinco consecutivos, asombrosamente iguales. Parecían aros olímpicos pero mucho más efímeros.
Se sentía tan bien que realmente creía que nada podría perturbar ese momento, hasta que el sonido imperioso del móvil lo sacó de su nirvana. No le quedó más remedio que pulsar la tecla de descolgado y responder:
-Inspector Rivera al habla –hizo una pausa para escuchar-. Sí, sí, de acuerdo –al otro lado, una voz parecía darle instrucciones, a las que él asentía. Al cabo de un minuto colgó. Apagó la colilla en el cenicero y se levantó. Después de dejar algunas monedas sobre la mesa se decidió a andar con paso rápido. La mañana era fría.
Media hora después llegó a la cadena de supermercados Mercazona. Como ya le habían avanzado por teléfono, un cadáver acababa de aparecer en el almacén, dentro de un carro de la compra. Algo insólito. Con aire expeditivo, comenzó a hablar con el encargado del establecimiento, quien había encontrado el cuerpo sin vida de la mujer.
−Le gustaba el chocolate –lanzó el policía a bocajarro, a la vista del cadáver– o se trata de algún mensaje cifrado.
−¿Cómo? A mí me gusta el chocolate, ¿a quién no? –respondió con convicción Vicente Agudo, responsable del establecimiento.
−No me refiero a usted, ¡sino a la difunta! –contestó el inspector, impaciente.
−¡Ah, ya decía yo! Pues no sé, no la conozco –respondió dubitativo−, pero, perdone, ¿no le parece un comentario un poco raro?
−¿¡Raro!? A ver si me va a decir usted a mí cómo tengo que hacer mi trabajo– repuso Rivera, con evidente enfado.
-¡No, no, no, por Dios! Yo no quería decir eso.
−Pero señor Agudo, ¿es que no se ha dado cuenta de lo que lleva la víctima en las manos? –en ese momento el policía señaló con ademán enérgico hacia la figura de la mujer, que aferraba sendas chocolatinas Tokke− ¿Y eso no le parece significativo?
−Pues yo, la verdad, con el lío, los nervios… No me había fijado –contestó el hombre sin saber cómo disculpar el descuido.
−Y la boca, ¿es que tampoco la ha visto?
−¿Qué insinúa, inspector? Yo soy un hombre serio.
−Por favor, Agudo, si la galleta casi le llega a las amígdalas… Esto es increíble. ¿Y es usted el que nos ha llamado? –objetó el inspector, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. La pobre mujer llevaba en la boca una galleta de chocolate, tamaño XL. Quedaba tan encajada que su cara se había deformado en un rictus monstruoso. Aquella materia oscura, sustituyendo a sus labios, le confería una apariencia grotesca de Joker travestido.
−¡Ah, sí! Por lo que puedo ver yo diría que es una galleta Digestive de chocolate –contestó satisfecho el encargado. Quería demostrar ante el inspector de policía su profesionalidad. Que por algo trabajaba en el gremio de la alimentación.
−¿¡Y eso qué importa ahora, señor Agudo!? ¡Antes no sabía nada, no veía nada, y ahora es capaz de darme la talla, la marca y hasta el ADN de la galleta!
−Tampoco hay que ponerse así… −el hombre, cohibido, desvió la mirada. Entonces se fijó verdaderamente en la mujer fallecida. Reconoció sus facciones maduras; los fuertes tobillos colgando fuera del carro, prisioneros de unas bambas de color verde fosforito; pero lo definitivo fueron las uñas de diseño, inconfundibles, cinceladas sobre sus dedos gordezuelos.
Mientras tanto, el inspector se desahogaba con una retahíla de quejas, mezcladas con insultos, sobre la calidad del trabajo, la injusticia, el país y el mundo en general.
−¡Ya está, ya lo sé, lo tengo! –exclamó de repente el encargado.
−¿¡Quéeeeeeee!? –explotó el inspector, ya fuera de sí.
−¡Sé quién es, la conozco!
−¿Ah, sí? ¿No me diga? –respondió socarronamente el inspector Rivera.
−Fue empleada de Mercazona hace un año más o menos. La despedimos por negligencia en su trabajo y…
−¿Y…? –apostilló el inspector Rovira, expectante.
−Y porque no paraba de zampar chocolate, galletas, bombones… Arrasaba con todo. Incluso le habíamos prohibido la entrada a este supermercado. Cuesta reconocerla: esas zapatillas, ese pelo… Pero es ella.
−¡Ahhhhhh! Era algo así como una “chocópata” –razonó el policía−. Quizás haya que ver este asunto bajo una nueva luz. De momento, esperaremos el dictamen del forense –sentenció el inspector Rivera y, como para reafirmar sus palabras, cerró la libreta y procedió a dar órdenes a los agentes de policía para que acordonaran la zona. −Gracias por su colaboración, señor Agudo –reconoció, conciliadoramente, el inspector, dando por finalizada la entrevista−. Puede volver a su trabajo.
Luego miró hacia aquella muñeca rota, ridículamente aferrada a su trofeo, y pensó que la muerte siempre deshumanizaba a las personas.
“Pero ¿cómo habrá ido a parar al carro esta mujer? ¿Y cómo habrá entrado? Tuvo que ser anoche”, se siguió preguntando para sus adentros el inspector Rivera, todavía inmóvil, intrigado por aquella estrambótica puesta en escena. No cesaba de registrar visualmente el lugar, en busca de respuestas. No había evidencias de que hubieran forzado la entrada, ningún acto vandálico o intento de robo. Sí que se percató, en cambio, de una puerta pequeña al fondo del almacén, ligeramente entreabierta. “Por ahí, seguro”, se dijo a sí mismo.
Continuó con sus indagaciones hasta que reparó en la escalera apoyada sobre una montaña de chocolatinas. Antes no le había dado ninguna importancia. Al fin y al cabo estaba en un lugar donde se almacenaban cantidades industriales de alimentos. ¡Qué menos! Pero fue cobrando interés cuando ascendió con la mirada hacia los escalones superiores y se dio cuenta de que el embalaje de uno de los paquetes estaba roto. Cientos de Tokke sobresalían desordenadamente, como si una mano ansiosa los hubiera profanado con prisa. Y la mujer, precisamente, se encontraba allí abajo, como un fardo pesado que se hubiera precipitado desde una rama demasiado alta.
“Más dura será la caída” pensó el inspector Rivera, como en la película de Humphrey Bogart. Acto seguido, recreó el accidente en su imaginación. Contar con una hipótesis de trabajo siempre le tranquilizaba.
“Pobrecilla”, lamentó en silencio, y sintió, con una especie de satisfacción agridulce, que, después de todo, no había sido un caso tan difícil.