El espíritu de la Navidad anda malherido, denostado y en manos de los nuevos community mercachifles; vilipendiado por unos, ridiculizado por otros, pero ahí, dándolo todo a pesar de los pesares, haciéndonos proclamar los mejores deseos de salud, amor, prosperidad y felicidad, vamos, todo lo inaccesible y utópico que se nos pueda pasar por la cabeza durante estos últimos días de diciembre. Y es que nos guía la absurda esperanza de conjurar la mala suerte y esquivar la realidad, esa que, de puro impertinente, tanto nos agobia y nos estresa. Parece que de ilusión también se vive, como en los eslóganes publicitarios, al menos en Navidad.
Un respiro al realismo agorero que nos invade viene a pintar durante estos días una sonrisa beatífica en nuestras caras, en nuestros correos y wasaps, y eso –¿por qué no?– de vez en cuando es un disparo de optimismo que libera endorfinas. ¿A quién le amarga un dulce? Aunque su exceso nos dispare el azúcar, diabéticos, sí, pero satisfechos y felices.
El espíritu actual de la Navidad, como superviviente de tiempos tan aciagos, es hoy por hoy un exhibicionista vestido de rojo, que se cala un simpático gorrito de dormir (tan parecido a la barretina, hasta la languidez de su caída tiene) y se dedica a recorrer el mundo entero a lomos de un trineo volador, tirado por unos hermosísimos y poderosos renos (¿hablaríamos aquí de maltrato animal?). Lo nórdico elevado a categoría mítica. Fantasía al poder, magnificada en la talla XXL.
Y es que casi a punto de segregar cualquier cariz religioso de las fiestas navideñas, no podemos negar que se ha incrustado en el imaginario colectivo el mofletudo Papá Noel, con su extravagancia campechana y su desenfado colorista. Por el camino, olvidamos la sobriedad del pesebre como icono de humildad, al recién nacido en pañales llamado Jesús, a sus progenitores, José y María, a los pastorcillos leales, y hasta al buey y la mula, insuflando calor a los desharrapados de Nazaret. Que si nacer pobremente en Belén (aunque sea de parto natural), que si expiar culpas, que si el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que si sacrificarse por la humanidad… Todo eso está de más: tiene un sesgo precario e inculpatorio. Y si a ello añadimos lo de los tres Reyes Magos, monarcas de Oriente, pero monarcas al fin y al cabo, que se atreven a ofrendar oro, incienso y mirra a Jesús, un niño de teta, mal vamos y con el estilismo trasnochado . Entre oropeles y faustos impropios del nuevo milenio, sus Majestades deben repartir regalos al estilo retro, en plan elitista, por intermediación de sus pajes –que no están ellos para doblar el espinazo–. Y deben hacerlo al final de las fiestas, el 6 de enero, de modo residual, una vez que Papá Noel ha iniciado su regreso a Laponia, llevándose con él cualquier rastro de felicidad. Y el colegio, a la vuelta de la esquina.
Así las cosas, convendremos que por sentido práctico y por egotismo puro, es mucho más acorde con nuestros tiempos un Papá Noel venido del norte, con su hedonismo consumista, su triunfalismo populachero y su pletórica faz. Y si hay que darle una pátina oenegera al asunto, sin problemas, que si es menester, con cada regalo, unos céntimos se destinan a paliar la pobreza del tercer mundo, y de ese modo, con las conciencias bien tranquilas, las toneladas de papel de regalo y las guirnaldas de colores alrededor del arbolito de plástico made in China no pierden ni un ápice de su brillo.
El gordinflón Papá Noel, como salido de la cama para repartir regalos en llamativo pijama rojo, modelo antiventiscas, no se estremecerá con el frío de la Nochebuena. Su venerable barba blanca y su tripa ufana lo protegen, de manera que siempre derrocha buen humor, y eso vende y vende mucho. En la era con más aspirantes a la felicidad de nuestra historia, cala con absoluta naturalidad la imagen dulcificada del abuelo de rojo y su regocijo (ho, ho ho) sencillo, directo, visual, tan acorde con los tiempos que corren, donde el impacto es eficacia, y los likes el mayor logro de la red de redes, internet.
Conque ahí estamos de nuevo, un año más, divulgando y consolidando la estampa navideña más famosa, la del obeso Papá Noel repartiendo felicidad en forma de regalos. Él, que con su opulencia, a duras penas podría bajar por chimenea alguna, paradójicamente es el encargado de aterrizar en nuestros hogares –si es que los tenemos–, según marca el canon navideño.
Sea como fuere, por si acaso, Dios nos libre de imponderables que dañen nuestra Navidad, tan de cartón piedra como la pureza de nuestros corazones. Y, si lo hubiere, Amazon, a lomos de la era digital, junto a sus precarios pajes-mensajeros, montados en destartaladas furgonetas con exceso de velocidad, lo resolverá con un clic.
La gigantesca compañía jamás tendrá problemas de talla, por minúscula que sea la chimenea. De eso ya se encargará su presidente, Jeff Bezos, menos simpático y rubicundo que Papá Noel , pero más delgado y clarividente, y, sobre todo, leal sucesor del rey de la Navidad.