Halogramas: “El Augustus”

4. El Augustus

El Augustus-¿Una dama como yo? ¿Pero de dónde te crees tú que sales, de la filmoteca de tu tataratataratataraabuelo? ¡Vamos, lo que hay que oír!
-¿Qué difícil lo pones?
-¡Y tú, qué imbécil eres! –respondió Desiré, sorbiendo de su jarra. Después la dejó con descuido en el interior de la hornacina asignada. La tenue luz que iluminaba la bebida e intensificaba su color se apagó. Solo quedó un piloto diminuto bajo la balda, que era la señal convenida para indicar que aquel lugar estaba ocupado por alguien. Este sistema permitía que las consumiciones se mantuvieran a  salvo de parroquianos oportunistas. Además, desde que la innovación empezó a aplicarse en los locales de ocio cada reposavasos se había provisto de refrigeración y dispensador de bebidas individual. Resultaba muy cómodo para el cliente pero era, también, una manera, de controlar el consumo etílico. Antes de servirse una bebida con graduación alcohólica, el cliente debía introducir su Número de Vida (NV). En esa identificación residían todos los datos sobre nombre, edad, sexo, domicilio, características físicas, historia médica y, en consecuencia, la cantidad idónea de bebida que cada cual podía tomar. Al acercarse al umbral de la ingesta máxima recomendable, la hornacina se cerraba herméticamente y el piloto se apagaba. Claro indicio de que había llegado el momento de volver a casa o, como mínimo, dejar de beber.
Ese día, sin embargo, Desiré había traspasado de largo la cantidad aconsejada sin que la balda se desactivase. Por el contrario, la luz de señalización seguía encendida, como un ojo fijo que hubiera decidido ponerla a prueba. Parecía esperar de ella que, por una vez, fijara sus propios límites. El sistema coqueteaba con la libertad de la mujer y despreciaba las consignas del sistema. No ocurría casi nunca, pero el caso de Desiré era excepcional, aunque ella todavía no lo supiera.
Debido a ese margen de maniobra, los efectos del alcohol empezaron a hacerse notar. Había acudido al local Augustus con las mismas intenciones de siempre, que venían a ser una búsqueda de intoxicación controlada y evasión. Lo primero ayudaba a lo segundo y lo segundo justificaba razonablemente lo primero. Pero lo que más le atraía de aquel lugar en sombras eran sus destellos de luz. Cada vez que asía la jarra y la levantaba para beber, el líquido se volvía una cascada de color que la relajaba. Dos o tres sorbos bastaban para que su humor ganara unos cuantos puntos, para que se sintiera tranquila y feliz. Preocupaciones fuera. Simplemente era así y nunca se había planteado que pudiera ocurrir de otro modo.
Tras depositar la jarra en su respectivo reposavasos, la penumbra se volvía de nuevo opaca. Resultaba imposible distinguir el líquido ni su recipiente. Solo continuaba siendo visible el piloto encendido.
-Habla claro de una vez, ¿qué es lo que quieres? ¿Que te ayude con una buena referencia? ¿Para ti, tu amigo o tu pareja? Venga, desembucha, que tengo prisa. –Y tras proferir el párrafo, sin respirar, volvió a su jarra.
-¿Por qué crees que vengo a pedirte referencias? –contestó el joven casi barbilampiño que intentaba conversar con ella.
-¿Y por qué no?
-¿Y por qué sí? –replicó con seguridad−. No las necesito. ¿O es que te crees que aún soy dependiente?
Desiré recorrió con la mirada el cabello del muchacho, espeso y rizado. Comprobó la frescura de su piel, los dientes blancos,  perfectamente alineados, y su cuerpo estilizado y vigoroso. Intentaba mantenerse  muy tiesa sobre el taburete, pero la altura del asiento, considerable para su estatura, impedía que sus pies llegasen al suelo. En otras circunstancias no habría tenido importancia, pero se sentía algo mareada y eso le creaba inseguridad. Desiré trataba de compensarlo apoyándose con sus zapatos nuevos sobre la barra que unía transversalmente las patas. Aquel reposapiés improvisado quedaba a una distancia asequible para ella. Le daba un respiro. Quizás el diseño del asiento había tenido en cuenta las diferencias de altura. No obstante, al inclinarse hacia su interlocutor casi perdió el equilibrio.
-Pues no será desde hace mucho… –contestó al fin, cuando su contrincante dialéctico estaba ya a punto de rendirse y darle la espalda.
-Si quieres te demuestro que no –protestó el muchacho, en un conato de puchero.
La luz que dimanaba de la bebida la alumbró entonces. El joven observó la telaraña de finos surcos que se marcaba alrededor de los ojos de Desiré. Su cutis ya no se era el de una mujer joven y cuando sonrió el muchacho comprobó cómo las huellas del tiempo se ahondaban más. Sus labios, en ese momento ligeramente resecos,  ya no conservaban el cosmético de color violáceo que exhibían poco antes, a conjunto con su cabello. Desiré bebió. Notó con placer cómo el líquido descendía por su garganta y le regalaba su frescura y su excitación.
Entonces dejó la jarra en su balda, se dejó caer del asiento con gesto vacilante y aterrizó sobre el muchacho sin previo aviso.  Al llegar al suelo topó de pronto con el cuerpo del joven y en lo más profundo de su ser se alegró lo indecible. “¿Por qué no?”, pensó. Aquel mismo día le habían notificado algo importante y había que celebrarlo.

La próxima semana: 5. La pesadilla