Halogramas: “En los confines del universo”

18. En los confines del universo

Iluminadores II-¿Sabes que lo está intentando, verdad?
-Ya me he dado cuenta.
-Pues entonces te toca a ti mover ficha –con estas palabras el Iluminador conminaba al Artífice Supremo a tomar una decisión.
El tablero sobre el cual marcaban las jugadas era un holograma suspendido en el centro del cuarto. En el ambiente diáfano destacaba su compleja estructura, donde se reflejaban múltiples conexiones, un laberinto de relaciones, marcas e iconos. El lugar en el que se desarrollaba la partida era una imponente construcción erigida al borde de un acantilado. Al sur de la sala un gran ventanal se levantaba sobre el océano. Aquel había sido el escenario elegido por el grupo de Iluminadores, presidido por el Artífice Supremo. Allí se habían instalado. En su naturaleza inmortal se sentían irremediablemente atraídos por la violencia del mar, susceptible de erizarse según la dirección del viento. Aquellas aguas atadas a su lecho terrestre invadían la arena por momentos o retrocedían sobre sí mismas por acción de la Luna. Esta capacidad de mudar sin perder su esencia, su carácter incontable, sus semejanzas con el infinito tal y como ellos lo aprehendían les maravillaba. Sus percepciones quedaban atrapadas por aquel cosmos de H₂O sobre la Tierra. Por esa razón habían decidido que ese era su hogar.
La atmósfera terrestre, mezcla de oxígeno, dióxido de carbono y una  ínfima aportación de otros gases no les afectaba. En su fisiología residual existía un aparato apto para la respiración aeróbica. Estaban dotados de órganos que toleraban  el intercambio celular a través del oxígeno. Al fin y al cabo podían promover las mutaciones adaptativas necesarias para nutrir un torrente sanguíneo y sacarle partido a lo que la Tierra les ofrecía. A través de él recibían el oxígeno y el resto de  componentes de la atmósfera. Y todo esto sin padecer el proceso de oxidación que afectaba a los seres vivos. Poseían una capacidad de regeneración sin límites. Los Iluminadores no conocían la inminencia o la premura que marca la vida de los seres conscientes porque ellos estaban fuera del tiempo. En su dimensión atemporal podían ser lo que se propusieran.
Para los Iluminadores la estancia en la Tierra era una presencia gozosa que se remontaba a un tiempo lejano o a un instante. Todo dependía de quién lo relatara, un mortal o uno de los suyos. Lo único imprescindible para su continuidad era la energía, y en el globo terráqueo la encontraban a su entera disposición. El magnetismo de la Tierra, su materia ferruginosa, les proporcionaba la estabilidad física que buscaban. Sobre aquel suelo  había suficiente energía como para hacer funcionar la poderosa inteligencia de un Iluminador, incluso la de un Artífice Supremo. Eso es lo que había convertido al planeta entero en un potente foco de atracción. La materia lumínica que constituía la esencia de los Iluminadores se entregaba con deleite a aquel derroche de sol, a sus prolongados días, tan dilatados como la estela de una estrella fugaz, y a sus inmensas superficies de agua.
Ellos eran los dueños reales de la Tierra, aunque nadie lo supiera. Al menos ninguno de sus habitantes autóctonos. Ni siquiera aquel ser privilegiado que habitaba más allá de las estrellas: el Patriarca de la Luz.

El próximo capítulo: 19. Un juego dentro de otro juego