10. La compuerta del firmamento
Pero Desiré Han no se dirigía a la Sala de los Hologramas. Su destino se situaba en el piso superior de la Nave, en la parte más elevada, privilegiada por un mirador cóncavo desde el cual se contemplaba el firmamento. Siempre que el Patriarca de la Luz así lo decidía, se abría la compuerta para que el universo entrara en Él. Era como dar un salto al vacío. Al tomar asiento y observar el espacio exterior el mando supremo de la Nave sentía una reconfortante sensación de grandeza. Todo su ser se arrebataba, extasiado ante la observación del espacio infinito. Le maravillaba, le reconciliaba con su irremediable soledad. ¿Cómo sentirse solo ante lo inconmensurable? Estaba más cerca de los Iluminadores. Dios estaba a su alcance, fuera el que fuera. En comparación, el ser humano no representaba ni la millonésima parte de una mota de polvo, ni siquiera la totalidad de su especie. ¡Se le antojaban tan absurdos! ¿Cómo ante esa evidencia, la idea de soledad podía ser tenida en cuenta? No era más que una entelequia para seres pusilánimes.
Aunque sentirse parte del espacio exterior era una de sus mayores satisfacciones, la semilla del desasosiego crecía dentro de él desde la boca del estómago, con la lenta persistencia de las plantas bien abonadas. Y su ácida presencia era cada vez más evidente. La mortalidad era una flaqueza de su naturaleza humana.
Para Él abarcar con la mirada lo absoluto era lo que más le acercaba a un poder sin límites. Sin embargo, cada día sentía con mayor seguridad que la vida se le escapaba. Sus dedos, tan fuertes antes, se demostraban ahora incapaces de asir el mundo conocido. Ya no podía estrujarlo a voluntad ni decidir con férrea voluntad el destino de aquella nave. Sus manos se habían transformado en unos garfios reumáticos y por extensión el resto de su cuerpo correría la misma suerte.
-Señor, la paciente Desiré Han ha sido conducida a sus dependencias, como ha ordenado –informó una voz metálica de entonación plana a través del auricular que llevaba incorporado al oído.
-Ahora voy –respondió escuetamente el Patriarca de la Luz. No solía acompañar sus órdenes o contestaciones con información adicional superflua. Cualquier dato carente de una función específica era irrelevante. Al fin y al cabo, tras muchos años de reclusión, había aprendido a valorar el silencio y a estructurar sus opiniones en premisas de inquebrantable lógica. La charla le parecía una cháchara insufrible.
El Patriarca caminó hacia el cubículo donde habían instalado a la paciente. Hacía tiempo que seguía sus andanzas en la Tierra: en su acomodada vivienda, en el trabajo, mientras se perdía entre andanadas de peatones, incluso cuando acudía como una perra en celo al Augustus. Había llegado su momento. Ya no habría más distracciones para Desiré Han.
Nada en su gesto o en sus movimientos delataba la turbación que el Patriarca de la Luz sentía mientras iba al encuentro de la mujer.