14. La orgía
Érase una vez unos monos felices que vivían en una nave espacial perdida entre millones de estrellas. Solo un punto silencioso en el que todos contribuían a un mismo fin, que era la propia supervivencia. Presidía este grupo bien avenido el Patriarca de la Luz.
En ocasiones, estos monos dichosos apartaban las obligaciones a un lado porque era bueno hacerlo, porque así convenía. Colgaban los trajes con los cuales se cubrían a diario y los aparcaban en la austeridad de sus cuartos. Desnudos como vinieron al mundo, se disponían a disfrutar con todas sus fuerzas. Entonces la rosa de los vientos dejaba de mecerlos. Sus magnéticos colores se apagaban y todo cambiaba alrededor.
Ese era el momento de cerrar las grandes puertas de la Sala de Ceremonias sin hacer ruido, como si batieran palmas suavemente, puesto que comenzaba el festival.
Se disponían en la sala dos mesas alargadas, descomunales. Sobre ellas, toda clase de
manjares: frutas y hortalizas frescas con tiernos pedazos de carne asada, delicados jugos de frutas y sabrosos pastelillos de carne, merengues y guisos aromatizados con especias, deliciosas albóndigas en salsa y bizcochos almendrados, hojaldres rellenos de carne trufada y exquisita mousse de chocolate. Recipientes abombados como matraces contenían bebidas dulces y estimulantes que encantaban a los comensales, que les incitaban a beber sin saciarlos. Y aún había mucho más, pero todo tenía en común su maravilloso sabor y algo especial: la presencia de carne.
A los monos de La Nave –que era como llamaban a su casa flotante‒ les entusiasmaba este último alimento. Quizás fuera porque no podían comerlo a menudo. Algunas provisiones, como la carne, llegaban desde la Tierra, el origen perdido de sus ancestros, pero los envíos no menudeaban. Tanto era así, que siempre que había suficientes remesas de este alimento se organizaban celebraciones por todo lo alto. El Patriarca de la Luz lo había establecido de ese modo desde tiempos inmemoriales. Un factor de cohesión que Él consideraba necesario y que todos aprobaban con entusiasmo.
La Sala de Ceremonias era el campo de batalla, el lugar de intercambios, donde había licencia ilimitada para saciarse o abandonarse a cualquier placer. Eso sí, solo cuando el Patriarca de la Luz lo autorizara. Lo primero era perder los modales, que no hacían ninguna falta. Sin asientos ni servicio de mesa que pudieran coartar los instintos, transferir al festín una formalidad que no venía al caso, cada uno cogía con las manos lo que se le antojaba, lo que le entraba por los ojos, por la nariz o por la boca. Y al hacerlo así se excitaban más sus sentidos. Las feromonas emanaban sus efluvios, las hormonas inyectaban adrenalina en los comensales.
La sensualidad espesaba el aire. Tímidamente al principio algún ejemplar macho miraba con fijeza a alguna hembra. Esta, desinhibida por la llegada en tropel de proteínas a su organismo, se mostraba receptiva. Lo siguiente es que el macho, incitado por las feromonas, sujetara a la hembra allí mismo y copulara con ella, a la vista de todos.
Pronto los voyeurs dejarían de serlo y acabarían penetrando con un deseo casi rabioso a sus compañeras. Todos, excitados, se sumarían a aquel frenesí. Y cuando se hubieran saciado volverían a comer lo que les diera la gana. Sentirían sed y beberían sin el menor cuidado, dejando que los chorreones de líquido impregnaran su densa pelambrera. Llegados a este punto, las bandejas habrían perdido su orden, creado tan a propósito por el cocinero. Ya no estaría cada alimento primorosamente colocado, armonizado con su guarnición en forma y color, sino que por el contrario sobre la mesa coincidiría un desconcierto de comida. Unas veces, imperceptiblemente, algunos alimentos habrían resbalado desde sus respectivas bandejas; otras, charcos de salsa y fragmentos irreconocibles y untuosos salpicarían el resto. El suelo comenzaría a ser un lodazal de grasa, un mosaico irreconocible de trozos enteros o mordisqueados.
Cuando en su ansia volvieran a atacar la comida por segunda o tercera vez, alguna hembra, casi seguro, movería sus nalgas ante un macho enardecido y otra vez se iniciaría el movimiento casi ritual. Este acudiría a embestirla desde atrás, entre chillidos de júbilo. La supremacía del macho en estado puro. Otros, sin embargo, no esperarían que una hembra se acercara, sino que asaltarían a la primera que encontraran libre, aunque todavía tuviera un pedazo en la boca, a medio comer. También podía suceder que algún macho fuera el escogido, y tuviera que soportar los envites del otro, de mayor jerarquía y preeminencia.
Así era la fiesta favorita de aquellos simios afortunados.
La escena con ligeras variantes se la podía representar el Patriarca de la Luz a la perfección. La revivía mentalmente cada vez que convocaba un banquete en la Sala de Ceremonias. Su Primer Consejero participaba con ardor de la bacanal. Incluso Galean I, con su semblante taciturno, se transformaba. Todos, hasta el último miembro de aquella nave, asistía al festín. Por un rato olvidaban que estaban bajo las órdenes de un Patriarca de la Luz y volvían a ser animales libres.
Él no solo los dejaba hacer sino que lo fomentaba. Se trataba de canalizar las energías, los deseos y la agresividad innata de los animales que tenía bajo su mando. Porque no dejaban de ser animales, aunque a veces se le olvidara. A pesar de reconocer que en el día a día su comportamiento era intachable, que costaba representárselos en su vertiente no humana, también estaba convencido de que no habían perdido por completo la esencia de lo que eran. En algún lugar, oculto bajo aquellas ropas impuestas, solapado por los modales aprendidos, debía permanecer el rastro de su especie. Prefería ser Él quien abriera compuertas y controlara los raudales de agua liberada. Así podía cerrarlas de nuevo cuando fuera oportuno, de manera que su Nave volviera a ser la balsa de aguas tranquilas que él comandaba .De lo contrario, podía costarle muy caro. Las tensiones acumuladas se podrían transformar en furia, algo a todas luces indeseable. Si había perdurado tanto en su puesto de máxima dignidad de la Nave era por su sabiduría sobre los seres, humano o no. ¿Cómo iban a resistírsele aquellos monos amaestrados? Por mucho que se les hubiera mejorado genéticamente.
Había otro aspecto, nada despreciable, que hacía necesarios aquellos desahogos. Y era que para la supervivencia de la Nave resultaba imprescindible el relevo generacional. El de ejemplares mutados genéticamente, capaces de transmitir su ADN a la siguiente tanda de monos prefabricados. Con fiestas como aquellas se aseguraba en unos meses el nacimiento de nueva tripulación para la Nave. Pequeños simios a los que se educaría bajo estrictas normas de obediencia. Seres predestinados según sus aptitudes, que se dedicarían a tareas de mantenimiento, educación, sanitarias, manufacturas o ¿quién sabe? Algunos llegarían a ocupar el Consejo de los Veinte.
Desde los monitores de sus estancias privadas, el Patriarca de la Luz podía supervisar cualquier rincón de la Nave. En momentos así observaba a su tripulación con mayor condescendencia y con una punzada de deseo en las ingles.
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