6. Placer
Nunca se cansaba de cabalgar sobre potros jóvenes y entregados. Era su postura favorita. A horcajadas sobre los cuerpos tensos de sus amantes experimentaba una intensa sensación de placer. Sabía cuándo debía acelerar la marcha para espolear a su pareja, arrancándole gemidos; cuándo había que detener el trote para impedir que el caballo se desbocara y diera por concluida la carrera.
Desiré suplía con paciencia la inexperiencia de sus parejas. No le importaba. Prefería guiar ella al muchacho ansioso que se hubiera llevado ese día a la cama que soportar la prepotencia egoísta de hombres de su edad. Estaban tan pagados de sí mismos, eran tan egocéntricos que resultaban del todo ineficaces para cubrir sus expectativas sexuales.
Aquella noche era especialmente importante para ella. Había recibido con agrado las caricias de su joven amante y la mujer, más experimentada, había sabido enardecerlo. Ahora era ella quien controlaba la situación. Su compañero simplemente se esforzaba en seguir sus indicaciones. Retenía con todas sus fuerzas el momento del clímax, ya que era lo que Desiré le había ordenado. La mujer procuraba prolongar su placer. Con la conciencia clara de que culminaba una etapa, deseaba saborear el éxito, el estallido de su cuerpo. Después de todo su certidumbre era una promesa de gloria, solo una promesa que debía disfrutar desde ese mismo instante.
Se sentía dueña de la situación. La plenitud de su cuerpo, envuelto en calor, la voracidad de su vagina la volvían más acuciante, más insaciable. En la hondura de sus entrañas pretendía que aquel muchacho alcanzara lo imposible. Creía que aquel encuentro debía dejar una muesca en su piel, que tras el orgasmo inminente quizás el deseo se convirtiera en un páramo seco, arrasado definitivamente por las nuevas exigencias de un mundo nuevo, de obligaciones todavía por definir. No sabía si en La Cúpula habría lugar para las pasiones humanas.
Desiré quería más y eso no era fácil para el joven al que cabalgaba. Sus posibilidades eran inmejorables. De eso sí que estaba segura. Cuando ascendiera podría aspirar a algún puesto privilegiado en el Consejo Superior de Acciones del Gobierno (CSAG). No en vano desde el mismo Consejo le habían comunicado vía confidencial que en el plazo de pocos meses contactarían con ella. ¿Con qué fin? Detallarle los pormenores de su cualificación profesional.
Desiré brillaba. Tras haber recibido aquella misma mañana la noticia, su asombro había superado a su sensación de felicidad. Cierto que pertenecer al órgano de gobierno siempre había su máxima aspiración y que por eso mismo no debería sorprenderse tanto, si se atenía a un pensamiento lógico. Siendo consecuente con su recorrido vital, desde niña se había estado preparando académica y profesionalmente para ello. Sin permitirse fallos. ¿Por qué, entonces, esa emoción desmedida? No podía ocultarse a sí misma que lo contrario hubiera sido una catástrofe. No obstante, a pesar de la confianza y la certeza que siempre había sentido, nunca logró desviar del todo aquella duda: “¿Y si no lo conseguía?”
Ahora rememoraba el pasado en clave de éxito. La habían llamado directamente desde la presidencia de La Cúpula, y ese era siempre el primer requisito para el nombramiento oficial en el CSAG. Suponía dar un paso al frente, despegar como un ángel mitológico y planear sin miedo sobre cualquier mundo. Desiré empezó a moverse frenéticamente. En su avidez notó cómo su sensibilidad se agudizaba. No tardarían en derramarse lenguas de lava en su interior.
Sentía que se abría una brecha entre su vida actual y un futuro prometedor. Esa escisión, de golpe, adquiría proporciones monumentales. Por contraste nada de lo que había vivido hasta el aquel día, ninguno de sus logros parecía tener la calidad, la categoría necesarias para compararse con la victoria que estaba experimentando.
Por eso había salido esa noche. Su ansiedad la desbordaba. Necesitaba estar con personas, con seres animados como ella. De nada servía escribirlo en un diario personal o gritarlo para adentro. Lo que sentía era mucho más salvaje y primitivo, como las manos fuertes que apretaban ahora sus nalgas. Aunque su inquebrantable silencio le impidiera explicar el motivo de su euforia, necesitaba emplearse a fondo, desde la memoria ancestral de sus orígenes. Las reglas de confidencialidad no eran nuevas. Todo el mundo las aceptaba. Así, cuando desapareciera sin dejar rastro, en su lugar de trabajo nadie haría preguntas; ningún amigo intentaría averiguar su paradero. Existía un acuerdo tácito que inducía el silencio de todos, sin excepciones. Era la inevitable transición de una persona adulta al lugar que le correspondía en la Cúpula. Tan natural como la lluvia o el sol.
El cuerpo de su amante se tensó aún más y la apresó con fuerza por las caderas. Llegaba el momento del desahogo.
El bar al que había acudido era el de costumbre, el Augustus. Al llegar solo había tenido que sonreír a algunos conocidos, intercambiar frases de cortesía para matar el tiempo. El reposavasos asignado a su código de cliente continuaba en el mismo lugar. Allí nada parecía haber cambiado. Sin embargo, el alcoholímetro incorporado al material del recipiente había ampliado la ingesta permitida. Quizás eran las yemas de sus dedos al presionar el cristal las que habían sufrido alguna modificación. A lo mejor su alegría había alterado las autopistas microscópicas que conformaban la identidad de sus huellas dactilares. Aquel día el crédito parecía ilimitado. A su alrededor comenzaban a operarse cambios, por sutiles que fueran. Buena señal.
Luego todo había sido fácil. Aquel joven se le había acercado, más amable que seductor. Al principio su retórica le había parecido anacrónica: una retahíla de tópicos absurdos. Como respuesta había recurrido al sarcasmo, pero el aspirante a Casanova había recogido sus frases con deportividad, sin desfallecer. Cuando Desiré se acercó a su cuerpo como por casualidad, cambió de opinión. El muchacho dejó de parecerle un aficionado sin interés. Algo se obró en su interior cuando probó su proximidad, su turgencia, su beso húmedo.
Estaba llegando al límite de su experiencia física en la Tierra. Que se prepararan ahí arriba para recibirla.
Tras el orgasmo, cuando pudo serenarse, Desiré Han pensó: “¡Oh, muchacho, te echaré de menos allí arriba!”