19. Un juego dentro de otro juego
“El mejor antídoto contra el pensamiento circular es la acción”. La máxima, de autor desconocido, era una de esas ideas que desde pequeño se había instalado en la mente de Al Barouk y a la que ahora se veía obligado a recurrir con frecuencia. Quizás no fuera una frase anónima. Recordó que su entrenador le daba consignas parecidas ante los problemas que le acuciaban de niño o adolescente.
Al Barouk creía que con los años el entrenamiento mental, por fin, había echado raíces en su mente atolondrada, de manera que actuando por cuenta propia le empujaba a hacer lo que mejor sabía, que era no pensar. Porque si reflexionaba sobre lo sucedido con Desiré no encontraba una solución satisfactoria. Como le diría su terapeuta, “estás cayendo otra vez en un entramado de pensamientos tóxicos que tú mismo has inventado”. Lo que el entrenador no haría nunca es decirle“no pienses”. Demasiado drástico. Una orden así implicaba un autoritarismo fuera de lugar. Debía ser él quien llegara por sí mismo a semejante conclusión. El objetivo del entrenador sería tratar de indicarle el camino de un modo sugestivo, atrayente. En una afirmación tan tajante solo cabía un juicio devastador. Habría que suavizar la expresión para que las palabras cayeran esponjosamente, sin herir, sobre su cerebro. El discurso incidiría en los puntos fuertes de la persona, que la harían única y valiosa. El individuo lo era por esas razones. Debía aferrarsea los aspectos encomiables para que el pensamiento positivo le permitiera superar cualquier inconveniente. Entrenamientos aparte, en su caso, todo se reducía a jugar, saltar, trotar, manotear, patear, contorsionarse y ganar. Con eso sí que se sentía un tipo genial. Con la adrenalina a tope era fácil conquistar los caminos de la gloria.
Le gustaban los juegos competitivos, los deportes individuales o en equipo, siempre que el ganador fuera él o su bando. Cuando practicaba con un esférico, unas bolas de billar o la raqueta recién adquirida en el zoco sentía que todo era fácil. Las reglas eran claras y todo el mundo las respetaba. No había fisuras por donde se colaran los demonios de la razón.
De modo que AlBarouk se concentró en seguir jugando al tenis de mesa. Era el mejor paliativo que conocía. Su propósito era dejar que la tarde pasara y la extenuación le devolviera el sueño. Velocidad de vértigo, golpes secos y mucha puntería. ¿Para qué más? Al diablo con Desiré Han.
Había hablado con su amiga Glen, quien trabajaba en el Hospital de la Luz. Nadie recordaba a Desiré ni había localizado en los registros ese nombre. ¿Dónde se la habían llevado entonces? Aquellos personajes de blanco sabían lo que hacían. Eso era evidente. Aquella noche llevaban un lector de NV, con el que de inmediato los identificaron a ambos. Eso quería decir que alguna autoridad les había transferido los mismos privilegios que a los Servidores del Orden. Pero aquellos hombres, además, se comportaban como médicos. Resultaba extraño y contradictorio. ¿Cómo entenderlo? Se le ocurrió pensar que tal vez recibían órdenes directas de La Cúpula y por eso habían decidido obviar el trámite del hospital. En consecuencia, Desiré Han se encontraría ya entre los escogidos, viviendo la vida que le correspondía, disfrutando de un mundo perfecto con seres tan afortunados como ella.
Por lo que él sabía, que no era mucho, los aspirantes no podían trasladarse a La Cúpula hasta llegar a cierta edad. Cuando ya habían dejado atrás la juventud pero todavía estaban en plenas facultades se les exigía su presencia en el Hospital de la Luz y desde allí se hacían los preparativos para transferirlos a La Cúpula. Nadie ponía en duda que fuera así. Él tampoco. Una vez ingresaban en el hospital ya no se volvía a tener más noticias de ellos. Por otro lado, nadie intentaba averiguar su paradero. Nadie se volvía a interesar realmente. ¿Dónde podían estar mejor?
El acceso al Hospital de la Luz estaba envuelto en tinieblas. Era el mayor tabú de aquella sociedad. Por si eso fuera poco, indagar, inquirir acerca de las personas convocadas estaba penado por la ley. Andar buscando pesquisas o intentar cualquier otro tipo de averiguaciones sobre los que ascendían a La Cúpula conllevaba severas penas para el infractor. Por algo los drones médicos no solo cumplían funciones sanitarias en el interior y en las proximidades del hospital. Su perspicacia se parecía a la de las figurillas a las cuales representaban, las antiguas matrioskas, capaces de contener diferentes réplicas de sí mismas, cada una de ellas más reducida de tamaño que la anterior pero más sagaz. Con cada nueva matrioska anidada el dron se podía sumergir a mayor profundidad en la mente humana y hacerse con información de incalculable valor.
Todos estaban convencidos de que una vez ingresaban en el Hospital de la Luz, los aspirantes ascendían victoriosos hasta La Cúpula. No obstante, a pesar de ser un hecho incuestionable, Al Barouk se había planteado en alguna ocasión por qué había amigos, conocidos, vecinos a los que nunca se les llegaba a ver a través de los canales dedicados. Había caras que jamás aparecían en las infinitas pantallas públicas. Pero esa idea amenazadora no debía penetrar más allá en su pensamiento o la represalia no tardaría en llegar. De seguir así se convertiría en un infractor de primer orden.
La raqueta entre las manos le obligaba a controlar la tensión de los miembros, la fuerza que imprimía a cada golpe, la posición del cuerpo. No podía apartar la vista del contrincante, pues debía intentar avanzarse a sus movimientos, predecir su estrategia. Todo ello no le dejaba seguir aquel hilo de pensamiento. Tanta velocidad requería concentración. Al Barouk podía notar la respiración agitada, el sudor empapando su frente y sus ropas. Cuando acabara esa partida descansaría lo imprescindible para empezar la siguiente. Hoy estaba de suerte. Había ganado cinco veces seguidas y se sentía imbatible.
Llamaría a Glen al día siguiente. Con ella era fácil no perderse en laberintos sin salida.
El próximo capítulo: 20. Una cuestión de oportunidad