La puerta de la iglesia de Santa Engracia de los Mártires era de una madera adusta y rojiza. La poderosa aldaba que la presidía le pareció a Nef el ojo del Gran Hermano. La invitaba a llamar, pero se contuvo. Era mejor pasar desapercibida. Se concentró en el bronce bruñido, indemne a pesar de todo, y le extrañó que aún no lo hubieran robado. Se encogió de hombros y empujó la puerta con ambas manos. Sin querer palpó los numerosos remaches de hierro sobre la madera. Tuvo la sensación de que sus dedos recorrían un código braille encriptado bajo el cual se ocultaba el secreto de todas las iglesias medievales: una confabulación de señores de la guerra y ritos mistéricos. Se sentía rara, como si en cualquier momento un resorte interior estuviera a punto de saltar. Aquello, lo que fuese, era algo desconocido. Hasta la memoria se le rebelaba incomprensible. Últimamente nada tenía pies ni cabeza. No podía ser más anacrónico e ilógico.
Aquel lugar la descolocaba. Intuía que ya había estado allí o tal vez era su aprensión a los recintos “sagrados”. Los templos cristianos le recordaban la historia de Sísifo -de las clases de mitología- a vueltas siempre con la misma piedra. Aquel pobre Cristo, supuesto hijo de Dios, debía encarnarse en hombre para morir una y otra vez, año tras año, en la cruz en una agonía lenta, siempre bajo el mismo epígrafe burlón: INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum).
Dejando estos pensamientos atrás, Nef entró y de golpe se vio en un recibidor minúsculo y umbrío, una especie de interregno entre el mundo real exterior y un espacio desconocido, intemporal y hermético. O así lo veía ella. Le faltaba abrir una segunda puerta, la última -mucho más pequeña y modesta- para hacer lo que precisamente había ido a hacer y solo tuvo que accionar un picaporte de lo más vetusto y traspasar el umbral. Entonces fue cuando sintió una bofetada de humedad en la cara, un frío de cueva que le recorrió la espalda desde el coxis hasta la nuca. A duras penas conseguía ver. Tardaba en acostumbrarse a los cambios bruscos de luz y temperatura. Aun así, casi a tientas, avanzó unos pasos hasta que se tropezó con las hileras de bancos. Escogió uno cualquiera y se sentó. En la última fila.
Estaba incómoda, tanto que decidió ocultar su cara con el pelo. Soltó la goma con que se sujetaba la melena y una cascada de rastas le cayó a ambos lados de la cara y sobre la frente. No veía prácticamente nada, por lo que dedujo que los demás tampoco la verían a ella. Al menos no la reconocerla. Eso la tranquilizó. Hubiera querido volverse invisible.
Al instante un sacerdote llegó al presbiterio desde algún lugar que no fue capaz de identificar. Suerte que se había sentado lejos. Durante unos segundos el clérigo reparó en su presencia. Un bulto allá al fondo que no era de los habituales. La semilla de la fe –pensó- crecía de vez en cuando hasta en el suelo más yermo. Andaba con lentitud. No podía distinguir la cara de la joven porque era corto de vista a pesar de las gafas, por lo que pensó que debía tratarse de una mujer con velo. Recordó los tiempos en que las feligresas acudían a misa cubiertas con una mantilla en señal de recato. Pero eso ya no se estilaba. Al hombre le alegró saber que todavía había gentes de bien que se esforzaban por seguir las viejas costumbres.
El sacerdote siguió avanzando dificultosamente hasta llegar a los escalones que conducían al altar. Para facilitar la tarea se arremangó los faldones del alba y flexionó las rodillas con esfuerzo. Primero un peldaño, luego otro y por fin el tercero.
Cuando llegó a lo alto ya se habían acomodado unas cuantas personas en las primeras filas. Sin tardar fueron llegando oleadas sucesivas de parroquianos, engalanados y presurosos, en busca del mejor asiento. Al entrar bajaban la voz, de modo que el sonido de fondo era un cuchicheo incesante. Aquel hervidero de voces apagadas confundía a Nef. Ajeno a todo, el anciano sacerdote se sorprendió al ver a ambos lados del altar una cantidad considerable de niños. Convenientemente aleccionados, mantenían la formación y la postura: ellos, traje y corbata, un ensayo de los hombrecitos del mañana; ellas, enfundadas en preciosos vestidos blancos, entre lazos y organdí.
Una vez completado el aforo en los asientos de la iglesia, el recato inicial se volvió ruido con ocasionales carcajadas. Para atajar aquel espectáculo, que al anciano le parecía bochornoso, hizo acopio de todo su aplomo y empezó a perorar. Pero le faltaba energía, a pesar de haber rogado dos veces a los parroquianos, “Silencio, por favor”. La edad hacía que le temblaran las vocales y las consonantes finales y que a media frase se le aflojara la voz de tal manera que el sonido llegaba amortiguado a las filas de atrás. Nef era quien más lo notaba, ya que bajo las rastas las palabras se volvían irreconocibles. Parecían flotar y elevarse hacia las cúpulas, inalcanzables. A decir verdad, poco le importaba, solo que el pelo, rígido entre los bucles afros, empezaba a hacerle cosquillas en la nariz. Todo aquello le parecía más onírico que real, un sinsentido que acrecentaban los murmullos de acento gregoriano que se dispersaban por la nave de la iglesia.
-Hola, Nef. –La muchacha notó una mano sobre el hombro y se sobresaltó. Ahogó una exclamación.─ No te asustes, soy Val. No hagas ruido y sígueme.
-¿Ahora? ¿Y si nos ven? –musitó la muchacha a media voz sin atreverse a mirarlo.
-No te preocupes, aquí nadie se entera de nada. –Y señaló hacia donde el anciano cantaba su homilía con devoción.
Agazapado, Val se dirigió hacia una de las criptas laterales y despareció. Nef lo miró de reojo y solo alcanzó a ver que una sombra se escabullía a su derecha. Al momento siguiente le estaba siguiendo.
Dolors Fernández