-No veo nada, no se ve nada.
-Natalia, tiene que haber una luz, ¿por qué no la sigues?
-No, no, está oscuro y tengo frío. –Natalia tirita y se abraza a sí misma. Le cuesta hablar.
-Te estás negando la evidencia, Natalia. Hay una luz. –le explica con paciencia el terapeuta. De pronto cambia el registro y utiliza un tono imperativo-: ¡Búscala! Natalia, escúchame, sigue buscando, no tienes nada que temer. –La respiración de la paciente es agitada. Está inquieta y el nerviosismo va en aumento. Comienza a mover la cabeza a lado y lado, luego todo el cuerpo. Si continúa así el diván pronto se volverá estrecho y la joven caerá al suelo.
-¡No veo nada, no veo nada! ¡Quiero salir de aquí, quiero irme! Por favor, ayúdame, no me dejes aquí… -Su voz se vuelve por momentos más quejumbrosa, más tenue. Llega un momento en que deja de ser audible.
Natalia se angustia. Siente claustrofobia. A pesar de que su cuerpo es una prolongación de sí misma está inmovilizado, inerte en algún lugar sin espacio, desconocido para ella. No oye absolutamente nada. La opacidad de su receptáculo actúa como barrera y la única sensación a su alcance es aquel olor característico. A su alrededor, penumbra. Salvo el olfato, sus sentidos se han atrofiado de golpe. Se siente perdida, confundida, sin embargo una profunda desazón la liga a aquel lugar.
-Natalia, tranquila, solo tienes que seguir la luz. –El psicoterapeuta, con voz monótona, le sigue dando instrucciones sin inmutarse. Son consignas breves, escuetas. Casi no pestañea tras sus gafas de montura al aire.
-Natalia, ahora, tranquila. Respira, sigue la luz. –La joven ha dejado de contorsionarse. Suelta los brazos, cruzados sobre el pecho, y los deja reposar a los lados. Libera su cuerpo. Lleva un jersey de color gris ceniza que se le ha arrugado bajo el pecho, de modo que exhibe el ombligo y parte del estómago en toda su desnudez. La palidez de la carne hace reaccionar al psicoterapeuta. Se acerca al diván y le coloca la ropa con cuidado. En ese momento Natalia respira con normalidad. Son inspiraciones regulares, rítmicas. Ha recobrado la calma.
Aun así la conciencia de la muchacha es lúcida. A punto de vislumbrar algo nuevo, hace rato que vaga fuera del consultorio. El aquí y el ahora que la conecta a aquel despacho es sustituido por otra dimensión, ante la cual no sabe cómo enfrentarse. En su mundo paralelo Natalia respira y su aliento rebota contra el techo, un lugar indeterminado, alarmantemente próximo. Acostumbrada a analizar la información procedente de sus sentidos, su abandono es absoluto. Reflexiona sobre su ansiedad y su miedo crece. Intenta relajarse. Pese a su aislamiento, logra percibir lo angosto del espacio, tan reducido y estanco que le devuelve su propio aliento en forma de hedor caliente. Su cuerpo es un bloque inerte del que no puede escapar. A intervalos, en la distancia, oye: “¡Sigue la luz, sigue la luz!” Y no sabe si podrá seguir controlando su miedo a la ceguera.
-Natalia, vuelve. –El psicoterapeuta se acerca a ella.- Natalia, debes volver –le insiste con voz más firme-. Deja atrás la luz. Natalia, tienes que regresar. –Momentos de tensión. El psicoterapeuta sabe que tiene que dejar esperar un tiempo mínimo pero es preciso que no se alargue. El margen es breve.─ Volverás aquí, conmigo, en 3 (espacio), 2 (espacio), 1 (espacio).
Y Natalia se controla. Al final consigue tranquilizarse. Al hacerlo aquel lugar no le parece tan impropio ni ajeno. Poco a poco se aclimata y lentamente nota un raro bienestar, logra tomar posesión de su cuerpo. Es cuando comienza a experimentar nuevas sensaciones: se da cuenta de las envolturas que la protegen, es consciente del estatismo de su figura, de la calma en que yace. Descubre que su cabeza reposa sobre una corona de oro, a modo de tocado altivo, y siente un alivio inmenso. Sus brazos, bellamente rodeados por brazaletes, también de oro, duermen doblados sobre su tórax. Todo es armonioso, todo sigue un orden. Ya no es una prisionera.
¡Natalia, ahora! –Natalia abre los ojos. Como profesional el psicoterapeuta se siente satisfecho. Ha conseguido llevarla adonde quería, justo al ojo del huracán. Ahora, que toca regresar, la joven ha vuelto.
En apariencia Natalia está tranquila. “¿Quién soy yo?”, se pregunta internamente, pero en ese momento debe volver. No llega a obtener respuesta.
-Por hoy hemos acabado, Natalia. –El profesional de la hipnosis le dedica su mirada más beatífica. Se quita las gafas de montura al aire y le dice-: El próximo día me explicas cómo te sientes durante esta semana, si tienes pensamientos recurrentes y analizamos tus progresos. Seguimos hablando el miércoles. –le dice a modo de despedida. Natalia se da la vuelta sin contestar y se encamina hacia la puerta.
La ve marchar. Parece como si la sonrisa se hubiera fijado para siempre en la cara de aquel hombre.
Dolors Fernández
Próximo capítulo:
III. A la luz del día