Los besos se me escapan de los labios, se me ocultan bajo la lengua y acabo tragándomelos. Son sorbos amargos que me endurecen hasta el velo del paladar, que me dejan en las encías, en el cielo de la boca, en la lengua un regusto desagradable. Es una sensación correosa que solivianta mis papilas gustativas, un roce áspero que las enardece y las vuelve hipersensibles. Dolorosamente reales.
Es el juego de la seducción lo que me atrae. Soy una falena zumbándole a una bombilla encendida. En la espera se atiza el fuego y fantaseo con el deseo creciente que despertaré en mi amante, que este despertará en mí. Siento que la voluptuosidad de mi cuerpo está hecha para sus manos y que su sabiduría de macho en celo satisfará la necesidad de toda mi piel, de todos los roces posibles. Es un momento glorioso. Hasta que llega el correo definitivo. “¿Nos vemos?” o “Deberíamos vernos”. Entonces trato de digerir estas palabras con los ojos entrecerrados.
La pantalla es una evidencia intermitente. Puedo ver las letras a pesar de mi cabeza inclinada, al trasluz de mis pestañas, tan espesas; de mi pesada cabellera dórica, cubierta de rastas. A mi espalda, la pared, oscura de chinchetas y pósters; a mi derecha, una ventana con la persiana bajada, siempre; a mi izquierda, la puerta, un dintel con dos jambas que enmarcan una hoja de aglomerado de madera que debiera ser giratoria, para no distinguir si entro o salgo de mi cuarto. Sobre mí, techo desconchado y un plafón de luz fría. A veces me tumbo en la cama y me entretengo en imaginar la continuación de las formas sinuosas que dibuja la pintura en mal estado, los contornos oscurecidos por la humedad. Otras veces, desde mi asiento, estiro el cuello todo lo que puedo hasta que me duele y tengo la certeza de que la materia ni se destruye ni desaparece, solo se transforma en algo distinto. Entonces, cuando creo que mi cuello está a punto de troncharse, reparo en mi propio cuerpo, en mi materialidad, y me doy cuenta de la lealtad de mi silla giratoria, que soporta sin chirriar la totalidad de mi peso. Y siento la necesidad de girar para aligerar esa certidumbre. Los giros siempre en el mismo sentido, sucesivos, rápidos, continuos. Si pierdo impulso, un golpe de efecto en la mesa y de nuevo a dar vueltas. Cada vez que disminuye el movimiento lo acelero limpiamente y así hasta perder la noción del tiempo. Cuando al final me canso, paro. En ese momento ya no sé ni quién soy.
“¡Busca la luz, busca la luz!”, pensó Natalia. ¡Qué simples podían ser algunas personas! Su terapeuta estaba convencido de que esa luz existía. ¿Por qué tanta matraca con la luz? ¿Para qué? Lo cierto es que ella tampoco se había dignado sacarle de su error. Le hubiera costado poco pero a ninguno de los dos le convenía. A él, porque habría perdido su fe en ella y por extensión en su infalible método; a ella, porque tal vez la obligaran a perseguir nuevas lucecitas de colores a saber dónde… No estaba dispuesta a correr riesgos innecesarios.
Desde aquel día en el consultorio sentía su realidad alterada. Su entorno le parecía cargado de matices y recovecos. Todo se le mostraba de un modo impreciso, incomprensible, pero irrefutable. Cuando se tumbaba en la cama cruzaba los brazos sobre el pecho y sus puños se apretaban como si aferraran algo preciado, de cuya posesión dependiera su vida. Cerraba los ojos y volvía a notar aquel hedor sobre su nariz. Se desasía de su cuerpo y adivinaba cómo su espíritu retornaba a su lugar de origen, aunque fuera incapaz de determinar cuál era ese sitio. Y allí permanecía todo el tiempo que le era posible. Ella, Natalia, comprendía por fin que su pasado se remontaba a miles de años atrás. Estaba segura, y esa creencia le había aportado un grado de confianza que nunca antes había experimentado. Visitar a menudo esas sensaciones le aportaba una paz que ninguna medicación había logrado hasta entonces.
¿Cómo explicarse algo así? ¿Desde cuándo la razón podía aprehender una verdad como la suya? Sabía que su tiempo de adolescente traumatizada, problemática había llegado a su fin. La Historia deparaba para ella algo grande, posiblemente siniestro, inaceptable para muchos, pero exquisito, sin duda. Algo comprensible solo para unos pocos escogidos, como ella. A partir de aquel momento se llamaría Nefertiti, la reina egipcia. Su conducta seguiría otro rumbo. Por todos los dioses del Cielo Inferior que así sería.
Las verdades eran un tesoro que jamás debían revelarse, so pena de ser juzgados por los más ignorantes. “¡Sigue la luz!”, seguía escuchando, sin dejar de pensar en el último día de terapia, el día de la revelación. “En realidad, ¿quién soy?”, se decía a sí misma sin dejar de sonreír.
Dolors Fernández
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