Nada era predecible y nadie podía haberlo evitado.
Me gustaban los juegos de rol, las consolas, los cómics, las novelas de misterio y las pelis de terror, entre gore y psicothrillers. Era fan de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik. Y nunca me pregunté por qué. ¿Para qué? No hubiera tenido ningún sentido hacerlo. Las razones prácticas se imponían y lo único que importaba era la necesidad de revivir esas historias, de representar a esos personajes. Experimentaba una lucha interna en la que mi oscuridad, el pensamiento hosco y salvaje que llevaba dentro, se debatía entre tanta norma “civilizadora”, un eufemismo para nombrar los grilletes y las cadenas que el mundo me imponía. Mis ansias reprimidas pugnaban por expandirse más allá de mí misma, aunque la presión en contra fuera feroz. En medio de esta agonía un incendio interior amenazaba con arrasarme y envenenarme con su humo tóxico. Debía dejar que esas fuerzas traspasaran los límites de mi propia existencia si quería salir ilesa. Y lo primero era dejar de tomar las pastillas.
Mi larga cabellera trenzada con rastas tenía un propósito: me individualizaba y me diferenciaba de tanta mediocridad. Era una declaración de principios contra Barbies complacientes y Kens puteros. No me conformaba con la indiferencia. Abajo con mentalidades caducas que nadie se creía, útiles solo en apariencia. “Vecinito, ¿me haces un favorcito?”, diría el repeinado de Ned Flanders, el vecino plasta y cursi de Los Simpson. Me cargaba esa serie de televisión plagada de personajes perennemente amarillos que se refocilaban en su estupidez. Un montón de escenas esperpénticas donde Matt Groening caricaturizaba al norteamericano medio, pero que en el fondo no hacía más que arraigarlo en nuestras mentes, y a fuerza de reírnos de él llegábamos a disculparlo, incluso a hacerlo nuestro. Pese al asco que me daba todo eso no podía evitar recordar algunas de sus frases absurdas. Yo era diferente y necesitaba reivindicarlo. Siempre lo había sido. Solo faltaba que el mundo lo supiera.
La sabiduría de Nefertiti me ayudaba a verlo ahora con claridad: era una adolescente cuya piel se había adherido al negro como represalia. El no-color reflejaba mi disgusto y el rencor que sentía contra todo y contra todos. Mi actitud era lo más parecido a entrar en contacto con el vacío, y en ese pozo sin fondo se había derrumbado un trozo de tela inidentificable. Ese trapo era yo. Mi indumentaria oscura y mi peinado eran mi seña de identidad, a falta de algo más desafiante. Los juegos de sociedad, meras triquiñuelas para hipócritas y mercenarios. No lo necesitaba –al mundo- y era evidente que él a mí tampoco. Si hubiera podido le habría escupido en el mismo centro de su supuesta dignidad, pero afinar la puntería no siempre era posible. Vivía en una especie de farsa, que bien podría haberse titulado Natalia y los Simpson.
Y entonces, en un momento de inspiración, tuve algunas ideas, aunque luego me di cuenta de que también Nefertiti tenía mucho que ver.
Dolors Fernández
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