‘Nefertiti y los zombis’: VIII. Alba, florecilla

-El cerdo nace y luego se cría para que pueda ir al matadero, ¿lo entiendes, Alba?

-Sí, tía, pero cuando nacen son pequeñitos y rosas, ¿verdad? –contesta la niña, mientras sujeta con la mano izquierda una copa de helado color fucsia. En la derecha, una cucharilla prácticamente levita entre sus dedos. Parece una pequeña directora de orquesta con su batuta, siempre en movimiento.

-Sí, claro, casi como las personas.

-Qué cosas dices, tía… Pero son bonitos y les gusta jugar, ¿a que sí?

-Alba, igualito que a las personas antes de crecer demasiado.

-Y tienen una mamá cerdita que los quiere y muchos hermanitos. Lo vi en un documental de la tele… ¿Y cómo es que los matan?

-Para que tengamos jamones y costillas a la barbacoa. ¿A que a ti te gustan, Alba?

La niña empieza a enfurruñarse. Parece que en cualquier momento aquellos labios tan bien dibujados se afearán con un puchero. A Alba ya no le apetece el helado de fresa y lo deja sobre la mesa de centro. Natalia se ha sentado en la chaise longue del sofá, pero solo se apoya en el extremo. Realmente la mayor parte de su cuerpo queda fuera del asiento. El contacto con la tapicería es mínimo, lo imprescindible para igualar su altura a la de la niña, arrodillada en el suelo, junto a ella. Alba no desvía la mirada de su tía. Es una de esas raras ocasiones en que las distracciones dejan de existir. Natalia baja la cabeza y se acerca un poco más a la niña. A medida que le explica el asunto de los cerdos su tía puede ver cómo el espanto se dibuja en los ojos de la chiquilla. Reconoce el rictus que precede al llanto y en ese momento decide interrumpir su discurso. Natalia parece arrepentise, como si quisiera dar marcha atrás, pero en el momento preciso continúa:

-Pero no vayas a llorar, Alba, que cuando nos los comemos son grandotes y gordinflones. Ya no quieren jugar, solo piensan en comer y comer, por eso hay que clavarles el cuchillo y acabar con ellos. Si ni siquiera caben en las pocilgas… ¿Lo entiendes, Alba?

Alba mira a su tía Natalia horrorizada y grita:

-¡Cállate, cállate! ¡Lo que dices da miedo, tía! ¡No quiero oírte más! –y acompaña sus palabras con un gesto: se tapa los oídos con los dedos índices. Acto seguido se levanta precipitadamente y se aleja corriendo. La salida es tan brusca que golpea con su falda de vuelo el helado. La bola de fresa mancha su precioso vestido de comunión, tan blanco. El resto cae al suelo y allí queda, desparramado.

Natalia se encoge de hombros y piensa que los niños de ahora no aguantan nada. Sabe que Alba no tardará en contárselo a su hermana y entonces la tata vendrá a sermonearla. Siempre igual.

Sin embargo, a pesar del tostonazo de la misa en Santa María Engracia de los Mártires,  el follón de coches en el garaje y la interminable sesión fotográfica en La Rosaleda, el día puede decirse que ha sido provechoso.

Todavía en equilibrio sobre el sofá, Natalia se inclina un poco más hacia delante y roza con el dedo la mancha de helado del suelo. Luego abre la boca, jugosa, carnosa como el interior de una planta carnívora y lo chupa. El gusto dulzón le trae a la memoria el sabor de la sangre.

Rememora lo sucedido durante el día y piensa que después de todo no ha ido nada mal. Cuando encuentren los cuerpos de Val, de Batman y de Carl tendrán que encargarse de ellos por fuerza. Ella, por su parte, tiene coartada. Está libre de polvo y paja. Decenas de testigos pueden corroborar que ha asistido a la comunión de su sobrinita Alba.

De repente se agita en su asiento. Su hemana mayor la llama desde el jardín. Natalia se levanta de mala gana y pisa el helado casi derretido hasta convertirlo en una mancha  sucia. Luego se limpia la suela de la bota en la tapicería del sofá. Antes de salir se contempla en un espejo veneciano que decora una de las paredes del salón. Se siente extraña, apenas se reconoce. Adivina en su semblante un aire a lo Erzsébet Báthory, la maldita protagonista de La condesa sangrienta. Puede que sea por la mirada.

“¿Por qué Nef?”, le había preguntado solo unas horas antes uno de aquellos imbéciles.  “Nef de Nefertiti”, había respondido. “Yo soy Nefertiti ”, y el muy idiota se había echado a reír. Solo ella sabía que quien reía el último reía mejor.

Dolors Fernández

 

Próximo capítulo:

IX. El perro guardián