‘Nefertiti y los zombis’: X. Los zombis

¿Quién lo iba a decir? He vuelto a recibir mensajes de Val. Me propone una nueva cita. Esta vez en una cooperativa agraria abandonada, a 50 km de aquí. Dice que el edificio está medio en ruinas, que aún conserva maquinaria y útiles de labranza al parecer olvidados. De los numerosos agujeros del techo se cuelan en invierno ráfagas de aire helado que ponen la carne de gallina, y a cada paso es fácil tropezar con murciélagos y mochuelos fosilizados. Asegura que hay muebles cubiertos de tierra y escombros, dispuestos para recibir al próximo visitante, o sea, a nosotros. Val insiste en que hay un  antiguo silo perforado y que el interior es una pasada. Las voces resuenan profundas y terribles. Me he acordado del sarcófago de Nefertiti y me he estremecido de placer. “La de cosas que podríamos hacer allí dentro”, añade. ¿Cómo explicarle que Nef es netamente urbana, que soy un animal de ciudad, inadaptada para cualquier otro medio? El aire puro del campo despierta mis alergias y no sé caminar si no es en el suelo duro y rugoso del asfalto.

Me ha sobresaltado. Creí que no volvería a tener noticias suyas después de nuestro  primer y único encuentro. Echo mano de mi navaja, ahora en estado de reposo.  Como siempre desde hace algún tiempo, permanece en mi bolsillo. Es un arma disciplinada, por eso me gusta tanto. Entiende a la perfección cómo debe plegarse sobre sí misma con la mansedumbre de una mascota y reacciona con urgencia cuando acciono su resorte de apertura. Entonces es cuando lanza su destello de acero. Entiendo que su arrogancia es la consecuencia inevitable de su infalibilidad. No la juzgo. Es esencial no confundir prepotencia con eficiencia. Con las personas tampoco. Val quiere volver a verme y yo sigo sin entenderlo.

Con la navaja en la mano medito. La observo con detenimiento y solo acierto a recordar escenas vagas, incompletas. Miradas cómplices, respiraciones agitadas. En la iglesia nos ocultamos tras el altar de alguna de las vírgenes de la martirología local y profanamos su túnica, sus vestidos, incluso el vástago que sostenía en brazos con nuestras bromas macabras. No recuerdo cómo nos deslizamos por un pasillo oscuro con un olor húmedo de náusea. Recuerdo sus manos sobre mi cuerpo, algún beso furtivo y que a cada paso yo me iba volviendo como de piedra, que la sensibilidad se me escapaba, que me  dejé  caer. Mis párpados se cerraron y me transporté a otro lugar, a otro espacio. Crucé las manos sobre el pecho y mentalmente invoqué a Nefertiti para que me transfiriera su fortaleza, su mayestática autoridad. Noté que mi aliento rebotaba, pero no por la proximidad de un techo. No era como cuando estaba hipnotizada, sino que otro cuerpo se interponía, profanaba el mío, y su boca me devolvía un hedor que me resultaba insoportable. Deseaba la presencia del cetro, el que debía sujetar mi puño cerrado. Necesitaba reafirmarme en la tierra, en aquel pasadizo subterráneo, ya que en el Cielo Inferior del que procedía no hacía falta. Nefertiti ya reinaba allí, a salvo de cualquier amenaza. Era yo, aquí, la que necesitaba asistencia. Me quedé quieta, callada. El cetro de mando acabaría llegando, estaba segura, pero mientras solo sentía el peso de Val sobre mí, cada vez más irreal. Su aliento recorriéndome me transmitía el calor sofocante de un invernadero.

Cuando el cetro, por fin, anidó en mi puño, no podía verlo pero era capaz de representármelo al mínimo detalle. La apariencia exacta de mi navaja. Mi cetro, mi navaja, mi amuleto, ¡qué más daba! Alcé el brazo con energía y se lo clavé en la espalda. Repetidas veces. Con todas mis fuerzas. Val ni se inmutó.

No sé de qué manera pude desembarazarme de él, pero conseguí salir de allí y llegar al coro. Me acuerdo del organista, inclinado reverencialmente sobre el teclado del inmenso instrumento. El órgano se elevaba en su púlpito a la altura de un primer piso o de un entresuelo y su sonido retumbaba por toda la iglesia con acento solemne. Casi me descubren. No obstante, creo que aquella música estridente de catacumba se puso de mi  parte. Mi amuleto conjuraba a la mala suerte. Me la jugué y pude escabullirme sin peligro por la retaguardia. 

Volví como pude a mi asiento en la última fila de los bancos. Busqué en el bolsillo de mi pantalón y así mi navaja con fuerza. Al estrecharla me sentí más segura.

Ahora la tengo en la palma de la mano, la miro y acciono su resorte, el que despliega su portentosa hoja de pavo real metalizado. Extrañamente no sucede nada. Lo intento otra vez y lo mismo. Vuelvo a probar muchas veces más, con el mismo resultado, y así hasta cansarme. Inspecciono el objeto con toda la atención de que soy capaz y no advierto nada anómalo, hasta que al fin me concentro en las cachas de marfil, en la hendidura que las une, el lugar que debiera guardar su peligroso filo. Hurgo en su interior pero no hay nada. Está vacío. Es solo un hueco, un paréntesis entre el marfil pulido ¿Qué clase de navaja es? ¿Qué utilidad puede tener sin hoja, sin filo, sin sangre? En este momento nada tiene sentido. La tierra puede tragarme ahora mismo sin que quede ni rastro de mí. Nadie lo lamentaría. Yo tampoco.

Me concentro en mi ventana cerrada, como siempre. En la pantalla de mi PC aparece un mensaje de Carl. Aunque no lo mire sé que es de él. Su parpadeo sesgado es inconfundible. La navaja se me revela inútil pero la aferro y solo deseo girar  sobre mi silla de ruedas. Daré tantas vueltas como quiera, todas las que hagan falta hasta que la puñetera luz de mi psicoterapeuta se me aparezca, hasta que algo acabe siendo verdad.

Yo vi la navaja ensangrentada, la limpié. Lo sé y todos deberían saberlo. Los muertos no envían correos. Eso es más cierto que esta habitación. Abandoné a Val, apuñalado, en aquel pasadizo oscuro. A Carl lo degollé con mis propias manos… Lamí su sangre. Los dos muertos, menos yo.

El mundo es absurdo. Es la única explicación. Me compraré una concha en un Todo a 1€, me meteré en ella y jamás volveré a salir. Esto es la locura. Al final ellos tenían razón. Giro todavía sobre mi silla de escritorio, tan deprisa,  a tantas revoluciones, que la habitación parece que me absorbe en su torbellino. La pantalla palpita a su propio ritmo sin que pueda detenerla. En este momento es como si estuviera dentro de un  mundo regido por la psicodelia, pero la maldita luz sigue sin aparecer y solo deseo tumbarme, huir de mí misma, morir de una vez.

Batman acaba de aparecer en la pantalla del ordenador. Despliega sus alas de murciélago, las mismas que deben haberle salvado de la embestida del todoterreno en el garaje. ¿O sería su sonrisa seductora? Inútil comprender. Por alguna razón desconocida alguien me ha sustraído de mi mundo y ahora estoy en el interior de una pesadilla. De la peor.

Me estiro en la cama, estrecha como la litera de un barco, y cruzo los brazos sobre el pecho. Mi cabeza apoyada en la almohada me recuerda la corona de Nefertiti. Cierro los ojos y siento que puedo tranquilizarme. Ahora. Ahora sí. Mi respiración se acompasa. Me penetra una sensación de paz. Una increíble luz difusa me envuelve, me invade y yo no me resisto. Mi mente se abre camino, dilucida atajos nuevos, desea  conquistar otros mundos. Y nuevamente lo comprendo todo.

Se dibuja una sonrisa en mi boca y acierto a decirlo: son solo unos zombis. Yo no estoy loca. Esos tres son solo unos zombis.

Pero ese será mi secreto.

Dolors Fernández

 

FIN