Ríos de sangre

ríos de sangre

 “Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.
no serás un cobarde.

hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Edgar A. Poe, El cuervo

  “La vida paga sus cuentas con tu sangre y tú sigues creyendo que eres un ruiseñor.”

Roque Dalton

A veces, solo a veces, la sangre mana con la fuerza de un eructo incontenible. Tan intempestiva y extemporánea que no puedes dejar de sentir una mezcla de terror y asco. Pero eso, afortunadamente, solo pasa en contadas ocasiones.
Al menos yo solo lo he visto una vez en mi vida. Lo cual me hace pensar qué curioso es el azar y cómo el aleteo de una mariposa puede transformar el destino de un hombre.
Y ese hombre, ahora, soy yo, Mieczyslaw Kościuszko, natural de Częstochowa, en la provincia de Silesia, Polonia. Pero en el momento que quiero relatar todos me llamaban Miqui el Polaco y me ganaba el sustento tocando el violín en el metropolitano de Barcelona.
Para alguien oriundo de una sociedad tan católica como la mía, quien ha visitado incontables veces el santuario de Częstochowa, el de los milagros, lo que me aconteció aquella noche puede decirse que fue uno de esos, versión gore.
Algo milagroso porque a partir de ahí todo cambió.
Al fin y al cabo, si Jesucristo perdió su vida por los hombres, y en la eucaristía celebramos su muerte y resurrección con un cáliz de vino tinto, ¿por qué no hablar del sacrificio de aquellos pobres desgraciados por su prójimo, es decir, yo mismo, y de la celebración del rito con ríos de sangre bajo el signo de Stravinsky?
A mí me parece de una belleza sobrenatural.
Sin embargo, lo que pasó no podía comenzar de un modo más anodino y rutinario. Por ejemplo, podría empezar diciendo que aquel día había permanecido hasta muy tarde en el metro. No era mi costumbre, pero la pereza de la mañana había demorado mi jornada musical. Apelo a la comprensión de la mayoría para intentar explicar mi negligencia, pero es que la perspectiva de penetrar en el subsuelo y alejarme de ese sol que me arrullaba entre sábanas fue más fuerte que mi voluntad. Pese a todo soy un hombre puntual y de natural activo. No se lleven a engaño.
En definitiva, como empecé tarde a recorrer los vagones de las líneas 1 y 3 (la roja y la verde para los no daltónicos), eran ya las tantas cuando aún proseguía mi periplo, violín en ristre. Como atenuante puedo decir que perdí la noción del tiempo gracias a la inoperancia de mi reloj de muñeca, aturdido a golpes desde la última trifulca con mi mujer. En ese momento lo era. Actualmente solo es mi ex, pero continúa con su eterno cabreo, que no la reconcilia ni conmigo ni con el mundo.
Pero no perdamos el hilo de la historia, que no habrá quien deslíe la madeja después. Prosigo. Transcurría, pues, la tarde alegremente, entre los compases del violín y la generosidad de algunas almas sensibles. Con la ayuda de la oscuridad exterior, que fagocita a sus viajeros sin tregua, y sin panel u oráculo donde consultar la hora no me di cuenta de cómo transcurría el tiempo entre las cuerdas de mi instrumento y el tintineo de la calderilla.
La verdad, no fue una mala tarde. Creo que eso también hizo que los minutos se precipitaran uno tras otro a toda prisa. De modo que me encontré con el bote lleno de monedas (es un decir, más que nada) y entre vagones en proceso de desertización. Los viajeros subterráneos habían regresado a sus guaridas, quizás tan oscuras como aquellos turbios túneles, pero siempre más acogedoras, por lo que de hogar y refugio tenían.
Figuras de aspecto cansado rondaban de pie o sentadas, como sombras que aguardaran al viejo Caronte. Salpicaban el ambiente con su abigarrada apariencia. Yo procuraba sonreírles, pero el rictus de tedio se les había grabado en la cara con denominación de origen. Por mi parte, el contrapunto: los alegres fragmentos de Vivaldi o El himno de la alegría. Si no hubiera sido por la sala de conciertos, no podría haber sido más feliz.
En esas estaba cuando la sangre reptó hacia mí. Primero sutilmente, a modo de regusto dulzón, ferruginoso. Luego de un modo incontenible, con su presencia viscosa. Llegó a ser algo tan intenso que me vi forzado a de salir de mi abstracción. Mi retorno a la realidad fue una sensación de asco que me contrajo por dentro y me erizó por fuera. Un grito desafinado horrorizó a mi delicado violín. Me quedé parado sin saber hacia dónde ir o cómo. De repente había tomado conciencia de que a mi alrededor todo estaba impregnado de sangre. El suelo entero era un charco sangriento que se desbordaba de su cauce sin explicación. El nivel, como en un río tras el deshielo, experimentaba una crecida que me sobrecogió hasta el último paroxismo, hasta dejarme sin voz. Un rumor apagado me rodeaba. Parecían quejidos.
Me vi solo y me sentí aterradoramente perdido. Cuando levanté la vista solo vislumbré a un grupo de jóvenes huyendo a la desesperada. Llevaban unos bates de béisbol sanguinolentos, y entre ellos gesticulaban y parloteaban sin que pudiera entender nada. A sus pies habían dejado varias personas malheridas. Cuerpos macerados a golpes apenas irreconocibles. De sus bocas no dejaban de manar torrentes de sangre. Una cantidad imposible.
Entonces comenzaron los aspavientos y los gritos, que en segundos se convirtieron en alaridos espeluznantes. Unos cuervos surgieron desde ningún lugar, sobrevolaron en círculos sobre las cabezas de los verdugos y sin más se lanzaron en picado contra sus ojos. Nuevos chorros de sangre, esta vez descendiendo como en una cascada, acrecentaron la performance. También ellos se volvieron irreconocibles, espantajos mutantes en un baño de sangre. Se movían convulsamente con el rostro desfigurado. Proferían maldiciones entrecortadas y berridos anteriores a la articulación del lenguaje. Al final, los portadores del bate se convirtieron en seres tambaleantes que se alejaban a duras penas, trazando zigzags alrededor de los asientos. Una huida del dolor vista en 3D.
Yo, en cambio, seguía allí.
Contemplé la escena como un sonámbulo. Tan alienado de mí mismo que ya no era músico, hombre o persona, solo parte expectante de un rito de horror y sangre.
El suelo parecía un barrizal rojo que se hubiera apropiado de aquellos bultos maltratados. Y yo lo miraba sin ver.
Los cuervos se alejaban, persiguiendo como Furias a sus víctimas. Pero aquello no había terminado. Sin acertar a comprender lo sucedido, el desconcierto se sumó a mi estupor. Dejé de ver los cuerpos en el lugar que antes ocupaban para ser reemplazados por una especie de grupo escultórico aterrador. Ni siquiera había podido comprobar si aquellas personas estaban heridas o ya eran cadáveres irredentos. Asistí a su desaparición, sin advertirlo siquiera. Una vez más, y en el mismo lugar, se producía un hecho inexplicable que amenazaba mi raciocinio. En el centro del vagón solo quedaba el rastro demoledor de aquellas monstruosas gárgolas.
Eso es lo que vi. Mi versión de los hechos. Una transfiguración hacia lo inanimado. Un colega freudiano me explicó un día que esta visión podía deberse a un recurso de mi inconsciente, una manera de tamizar tanta crudeza y visceralidad. Parece ser que lo que presencié se me indigesta y que mi incapacidad de asumir tanto horror me remite hacia un territorio más artístico.
Pero yo sé lo que vi: un ejercicio de resistencia ante la vida, un corte de mangas a los golpes cruentos que desbaratan la piel; roca contra cuchillo y golpes para defender la carne. Pero no mentiré, eso solo pude pensarlo mucho después.
En ese momento, incredulidad.
Las figuras de piedra formaban una serie de aspecto imponente. De las víctimas no quedaba nada que no fuera la sangre. Esa era la única sustancia que no quería o no podía pervivir en forma inerte. El resto de la realidad –los músculos, los huesos, las vísceras- habían quedado reducidos a piedra. Aquellos seres vivos habían sido poseídos por una especie de estatuas contorsionadas de aspecto tan desfigurado que solo algún bestiario medieval podría atreverse a nombrarlas. Y como en la fuente de una plaza cualquiera, de aquellas bocas desmesuradas brotaba más sangre todavía. Para que nadie olvidara el sacrificio, un intento de perpetuarse en el recuerdo.
No llego a adivinar cómo pudo hacerse desaparecer semejante testimonio místico del metro de Barcelona. Haberlo erradicado del suelo y de los túneles me parece tarea imposible. Solo sé que fui testigo ocular de un hecho inaudito y que eso me convirtió en alguien interesante para los periodistas y los medios de comunicación. No así para la policía, que no dejaba de verme como un inmigrante polaco casi indocumentado al que no valía la pena hacerle caso. La misteriosa transformación en piedra, la aparición de córvidos en las profundidades de un metro urbano infligiendo heridas a jóvenes psicópatas y retando las leyes naturales de este mundo no podían pasar inadvertidas a nadie. Ni siquiera a la estulticia general de las masas, que se empeñan en no ver ni oír lo que les rodea. Pero las autoridades dieron carpetazo a lo sucedido. Simplemente no fueron capaces de hacer otra cosa.
No obstante, hubo quien pensó que algo así se podía rentabilizar hasta límites inimaginables, ya lo he dicho antes. Y ahí radica mi milagro, ahí empieza mi propia metamorfosis. Pasé de ser un músico de poca monta y menos público, a ser un vendedor de best sellers, un showman y un músico de éxito. Ya no me llaman Miqui el Polaco ni deambulo por el metro. Ahora soy Michael Stravinsky, como mi idolatrado Ígor.
Sigo sin entender aquel baño de sangre. Sigo sintiendo su regusto empalagoso en la garganta y por las noches los cuervos me acechan desde ningún lugar, hasta que llegue mi momento.
Porque yo sé lo que no está escrito y no se puede decir, que nadie vuelve a ser inocente cuando se ha bautizado en un río de sangre, aunque haya peregrinado a Częstochowa, como yo.