Si volviera a nacer

araña“Al despertar, Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo encontróse en su cama transformado en un monstruoso insecto”

Franz Kafka 

“A los elefantes les cuesta mucho adaptarse, las cucarachas sobreviven a todo.”

Peter Drucker

El anciano que viajaba en el vagón de cola miraba de hito en hito, asombrado por el gentío y sus hechuras. No estaba acostumbrado a ir en metro, y fuera de su casa, su calle y el casino se sentía como un bicho raro. Eran setenta y pico años a la espalda y ya quedaban muy atrás los tiempos en que la aparición de un mayor activaba entre la concurrencia un resorte. Difícilmente encontraría a cinco o seis personas dispuestas a cederle el asiento con sonriente solicitud. Le costaba hacerse al nuevo rumbo de usos y costumbres.

Su historia, esa mañana, comenzaba de pie en el transporte público de Barcelona, y eso le mantenía tan alerta como un perro de caza. Al subir en la parada de Santa Coloma apenas nadie había apartado la vista de lo que llevaba entre manos. Se trataba de la posesión de esos juguetes móviles o como quiera que les llamaran, tan desenfundables como un revólver en un duelo a muerte, y con el mismo poder hipnótico. Algo fuera de lo común. Nadie, por supuesto, había hecho el más mínimo amago de alzamiento, ni individual  ni colectivo. Y aunque el anciano no veía mala fe en ello, se daba cuenta de que los jóvenes –y otros no tanto- estaban en otro mundo a perpetuidad. Esa evidencia le causaba una sensación de extrañeza y aislamiento. Cómo iban a ver, ¡imposible!, si iban con orejeras, enfocando el punto exacto situado a la altura de sus pulgares; y oír, pues tampoco, que con esos cascos siameses que les brotaban como excrecencias de las orejas, solo se escuchaba un ruido infernal. Y es que los jóvenes de hoy en día parecía que vivían de un modo demasiado diferente al suyo, tan incomprensible que no valía la pena intentar desentrañarlo.

Así las cosas, el tren seguía avanzando sobre raíles subterráneos, balanceándose con un traqueteo incesante. La única luz posible, la de los fluorescentes, disgustaba al anciano. Le recordaba demasiado a los hospitales. Por eso, instintivamente, sujetaba fuerte la barra metálica de seguridad. Hubo una última sacudida antes de llegar a la parada de Torres i Bages. Aún le quedaban unas cuantas estaciones para pisar tierra firme. Era desalentador. Sin embargo, en ese momento de franco cansancio fue cuando atisbó un rayo de esperanza. Como en el límite de una frontera se abrieron las puertas del vehículo y un raudal de personas concentrado ante la salida aterrizó con prisas en el andén para continuar con su maratón. Recíprocamente, a la misma velocidad, entró un número aún mayor de atribulados compañeros de viaje. Entonces, en esa vertiginosa transición uno de los asientos próximos al septuagenario se vació. Haciendo gala de una gallardía poco habitual en él se adelantó a la mujer bajita que entraba por la puerta y que enfilaba sus pasos directa hacia el mismo lugar.  Y sí, consiguió anticiparse y colocar sus posaderas en el punto preciso. Su cuerpo sintió un alivio terapéutico, además de una gratificante sensación de triunfo. El buen anciano sonrió con benevolencia mientras miraba a la mujer a los ojos, de un color intenso, muy oscuro. Eso sí eran ojos negros, como decía la canción. Su osadía le permitió observar aquellos párpados rasgados bajo el marco de unas cejas azuladas trazadas con tiralíneas, lo cual creaba un contraste sorprendente con su melena pelirroja. Un pelo tan largo que languidecía sin vida sobre sus hombros pero que la convertía en un farolillo de feria a prueba de miopes. Ante la contrariedad, una mueca de disgusto endureció más todavía las facciones cetrinas de la fémina, no obstante,  se rehízo en seguida para buscar un apoyo. La arrancada del tren era imperiosa y las reglas estaban muy claras: había que agarrarse donde fuera.

Al reanudar la marcha el hombre pensó que por fin se había sentado, sintiéndose  muy mayor de nuevo. Pero luego, al bajar la cabeza y recuperar una postura más cómoda para sus cervicales, resultó que estaba de suerte. Su visión quedó a una altura ideal, la de la generosa anatomía de la pelirroja. Con aquel ceñido jersey se marcaban de lo lindo sus desarrollados pechos, diríase que bajo castigo disciplinario por el modo en que se mantenían bajo la ropa. Algo similar le sucedía al resto de su cuerpo, constreñido bajo prendas que debían de haber pertenecido a alguna quinceañera bastante más desmedrada que ella. Eso le mantuvo durante unos instantes con una recobrada expresión de júbilo difícil de disimular. Pensó “¡Caray, qué domingas..!”

Algo debió de percibir la mujer, pues a poco que encontró un hueco se recolocó al otro extremo del vagón, intentando quedar fuera del alcance de aquel vejete libidinoso.

Así pues, lejos ya el objeto de su deseo, el anciano se centró en el viajero que se sentaba a su diestra. Antes no le había prestado atención pero, al fin y al cabo, algo tenía que hacer… Y la elección había sido buena, porque no tenía desperdicio. Llegó a la conclusión de que era un joven de esos que se podrían llamar “modernos”, vestido  con ropas ajadas, demasiado anchas. “No como la pelirroja, je je”, pensó. Le cayó bien porque sí,  porque estaba de buen humor o quizás por lo extravagante de su aspecto. Le divertía y le admiraba observar la cara taladrada del muchacho. Varios pequeños aretes plateados que burbujeaban sobre una ceja, la nariz y el labio inferior configuraban las facciones de un amable indígena tras algún rito de iniciación. Cuando pudo apreciar el ramillete de aros que colgaba de sus orejas se preguntó en silencio: “A saber cuántos agujeros más se habrá hecho…”. Sin embargo, lo que realmente le resultaba al anciano un verdadero enigma era su cabellera. El joven lucía una degradación de colores difusos, opacos,  distribuidos a lo largo y ancho de numerosos mechones apelmazados, de consistencia tan sólida como las columnas del Partenón. Podía fácilmente hacerle la competencia a la mismísima Medusa, ya que a él la indescifrable maraña le mantuvo boquiabierto y alelado durante un buen rato, mientras trataba de asimilar cómo semejante pelambrera era posible de contener en cráneo humano. Lo cierto es que todo aquel hirsuto pelambre abultaba sobremanera y el muchacho había decidido sujetarlo a la altura del cogote con una goma  que, por suerte, le despejaba la cara y le permitía desenvolverse con normalidad como un viajero más del metro. Solo hubiera faltado algún malvado con superpoderes de imantación para que el joven tuneado se convirtiera en una presa fácil. Cosas así se veían a menudo en las películas que solían deleitar a sus nietos. El pobre anciano no quería ni pensarlo.

La simpatía del viejo hacia el joven también se debía en parte a que, a diferencia de los demás, no iba absorto y cabizbajo trasteando con ansiedad el susodicho móvil. Su actitud despreocupada parecía sonreírle a la vida y a sí mismo, y eso le gustaba. Le recordaba tiempos mejores. De manera que el anciano no encontró ninguna objeción para obviar preámbulos y preguntarle con la mayor naturalidad:

-¿Cuánto hace que no te cortas el pelo?

La incongruencia de la pregunta en aquel momento y lugar sorprendió al muchacho, quien por una décima de segundo no ocultó su cara de pasmo. No obstante, en un alarde  de cordialidad le respondió:

-Pues ni me acuerdo.

Y se echó a reír. El desenfado del rastafari contagió al anciano y ambos empezaron a carcajearse de buena gana.

A partir de ahí iniciaron una charla de lo más curiosa. El hombre, como casi todos los jubilados, no tenía prisa y no vio problema alguno en pasarse de parada. Continuó hablando con el joven o, más bien, interrogándolo acerca de su vida y milagros. Vida, por lo que hacía o dejaba de hacer; y milagros, por los piercings y demás abalorios que, como divisa de identidad, le individualizaban ante sus ojos sin ningún género de dudas.

Una vez quedó satisfecho con las respuestas del muchacho, al anciano se le ensombreció el rostro. Si pudiera volver a nacer… La corriente de empatía creada entre ambos hizo adivinar al muchacho de las rastas el temporal que estaba arrasando la mente del anciano. Entonces empezó a hablarle sobre religión. Pero de otro modo. Quería darle esperanzas. Girar 180 grados esos pensamientos seniles que naufragaban. A lo largo de su vida el anciano solo había conocido a una legión de meapilas (casi todas mujeres) más rancias que el alcanfor. Lo que aquel joven le explicaba no tenía nada que ver. Le hablaba de ciclos y de vida renovada después de la muerte, de personas que al expirar seguían viviendo en espíritu reemplazando su antiguo cuerpo por el de algún otro ser vivo. También razonaba otras cosas que le costó más entender, pero eso no importaba. La enseñanza fundamental le había quedado clara.

En esencia, le cautivó la idea de no morir, de hacerse okupa de otro cuerpo joven y fuerte. Volver a vivir el desafío de la vida, morder a dentelladas los días y no pestañear por el paso del tiempo. Y a eso parecía que le llamaban “reencarnación”. La leche. El anciano quiso apuntarse de inmediato y dejar para otro año lo del cielo que, sinceramente, nunca le había parecido un lugar atrayente.

-¿Y cómo se reencarna uno? –le lanzó a bocajarro al muchacho.

-Eso ya es otro tema –le contestó el chico, sorprendido por la inocencia de la pregunta, y un tanto divertido.

Se acercaba su parada, y el joven comenzó a recoger con ceremonial la mochila y una bolsa de deporte repleta hasta la bandera. Estaban en La Sagrera.

-Bueno, yo me bajo en esta. Y no olvides, abuelo, esto no se acaba aquí. Volveremos a vernos, aunque ni tú ni yo nos acordemos de hoy, del metro ni de lo que hemos hablado.

Y dichas estas palabras en un tono sentencioso y jovial al mismo tiempo, se despidieron efusivamente. Con la velocidad del rayo, el rastafari se esfumó entre una andanada de gentes sin rostro. Hasta que el anciano le perdió de vista. Meditabundo, continuó sentado, viendo sucederse las paradas, todas las que restaban hasta el final de la línea.

Había olvidado totalmente el objeto de su viaje. Tanto era así que al llegar a la última estación se percató de que el vagón estaba casi vacío por lo que, maquinalmente, decidió bajar. Lo hizo demorándose, retardando el paso sin razón aparente.

Se encontraba un poco mareado. Algo que no era de extrañar teniendo en cuenta las veinte paradas que había recorrido en dirección contraria a la marcha. Él ya sabía que eso no era bueno, que producía mareo, pero, claro, charlando se le había olvidado. Se sentía débil y decaído. Caminaba con paso vacilante por el andén, apenas transitado por una o dos personas.

“Para qué vamos a engañarnos, esto no es vida”, reflexionaba en su abatimiento. “Tanto trabajo, tanto esfuerzo, y ahora…” Se paró junto a uno de los bancos que menudeaban en la estación, vacíos a esas horas, y se sentó otra vez. No se había dado cuenta pero ya era tarde. La hora del médico se le había pasado, como el poco vigor que le quedaba. Tendría que llamar y volver a pedir cita. Todos estos pensamientos le abrumaron  aún más.

Pese a todo, estaba a punto de levantarse para reanudar la marcha cuando sonó el ruido de un convoy que se aproximaba. Le asaltó otra vez la idea de la reencarnación.

Dos minutos después el cuerpo del anciano yacía sin vida bajo las ruedas del tren. El  maquinista no había podido frenar. Literalmente no había tenido tiempo. Fue imposible. Aquel hombre se le había echado encima.

Mientras todo esto sucedía, a otro nivel, mucho más abajo, a ras de suelo, una cucaracha se asomaba al borde del andén, como atenta a lo que estaba ocurriendo. Con sus ojos compuestos parecía advertir la gravedad de la situación. Un ser humano permanecía inmóvil sobre los raíles de aquel pozo oscuro. Como experto rastreador del subsuelo sabía que el tren se había parado antes de lo acostumbrado y, lo que era más raro, había un revuelo tremendo: personas que corrían de un lado a otro sin ton ni son, en medio del mayor de los desconciertos. El diminuto animal, que movía las antenas sin parar alertado por señales sospechosas, intuyó algo nuevo y desconcertante. Al instante, sintió que un fulgor lo invadía.

El anciano se volvió a sentir como un bicho raro. Igual que cuando entró al metro. Con el último átomo de conciencia que le quedaba aún pensó, “creo que a partir de ahora mi vida va a ser bastante arrastrada”, y olvidándose de su maltratado cuerpo tomó posesión de la cucaracha. Había vuelto a nacer.