El bate de béisbol

El bate de béisbolEsta vez había ido al club con esa idea fija. Le había dado preferencia en su ranking personal y podría decirse que la llevaba escrita en la frente. Lo que no cambió fue el ritual de costumbre: beber y meditar sobre la barra americana, cargando el peso de su cuerpo en los codos. Sin interferencias ni molestas intromisiones.
Así, entre sorbo y sorbo el fluir de su conciencia le fue mostrando la estrategia que debía seguir. Aquel hilo de pensamiento le llevó adonde él quería para gran alivio suyo. Amancio pudo, al fin, tranquilizarse y seguir bebiendo, pero ahora por pura diversión.
En aquel lugar se situaba sin ambages en la frontera entre la realidad y el deseo. Una realidad materializada al compás de un millón de hormigas que le recorrían el estómago, y a las que seguía en su camino ascendente de excitación. Le gustaba.
Después del último trago se concentró en el cristal dormido sobre el mostrador. Lo miró durante largo rato mientras su mente vagaba, confusa. Aquel ambiente de luz tenue, la música, todo contribuía a desdibujar contornos, a crear en Amancio una sensación de indolencia. La laxitud de sus miembros se fue adueñando de su postura y poco a poco se sintió hermanado con los objetos y las sombras que le rodeaban. Le gustaba ese punto de conexión con el mundo. Ahí, donde la apariencia era ambigua, sentía que se manifestaba su verdadera esencia.
Aún siguió mirando un rato más el fondo ámbar del güisqui, un roquedal de hielo erosionado por el líquido y la temperatura e, imperceptiblemente, acabó jugando a una especie de veo veo : “¿qué ves en un cubito de hielo de forma suavemente alargada?”, se preguntó a sí mismo. “Un bate de béisbol”. Esa fue la primera idea que le asaltó. ¿Extraña? No. Sin duda, un bate era un objeto sumamente eficaz, una especie de arma encubierta. Contundente, auténtica y sencilla, como él mismo.
A aquellas horas deambulaban por el local muñecas de labios rojos. Sonreían con sensualidad, atentas a los requerimientos de los clientes. Una de ellas, que lo vigilaba en la distancia, creyó que ya había llegado su turno y se le acercó, contoneándose con descaro. Amancio la miró complacido, pidió otra copa e invitó a la joven. En su predisposición etílica no le costó empezar a vomitar su letanía de orgullo herido. Ni siquiera le ahorró su propósito de venganza. Describió con precisión lo mismo que había imaginado minutos antes. Se lo expuso sin pudor ni preámbulos. Al fin y al cabo, en aquel lugar las chicas también eran útiles, multiusos. Por eso le gustaban tanto. Transparentes, como él: “A ver si es que se va a pensar que me chupo el dedo. Aquí la única que chupa lo que no debe es la zorra de mi mujer. Cuando la pille… Es que tendría que encontrármelos a los dos juntitos. Y cuando pasara, cargármelos. Les iban a llover tantas hostias que se quedarían bizcos, y ni siquiera los ardores esos que la muy zorra le provoca le iban a librar de bailar como si pisara ascuas. El tío ese se lo pensará dos veces antes de empezar a calentarle los cascos a las mujeres de los demás. Porque, ¡joder!, eso ya se sabe, que a las mujeres les dices cuatro tonterías y se abren de piernas antes de decir amén. Bueno, eso o unas cuantas chucherías que brillen mucho. Sobre todo de oro. Entonces se ponen más calientes… ¿Ves? Yo, para eso, siempre he sido muy burro, que si hubiera sabido darle a la sin hueso con algo de gracejo más de una no habría tenido excusa para no arrastrarse a mis pies y subir poco a poco hasta… ¡Si es que se me va la cabeza! Lo que tengo que hacer es agenciarme un bate de béisbol y cuando los pille molerlos a palos. ¿A ver dónde queda la lluvia de ojos y la luz del Infierno? ¿Y quién me podría dejar un bate? Como en este condenado país somos tan atrasados, ni Dios juega al béisbol. Con lo bonito que es ese deporte. Sería para verlo, como en las pelis americanas: lanzar, batear y a correr como conejos. Pues no, aquí solo fútbol. Así no hay quien apalee a nadie. Porque a balonazos lo veo yo difícil. ¡Qué atraso de país!”
Tras su última queja, aparcó el tema deportivo en el cuarto trastero de su memoria y anegó la llave con más güisqui. Amancio sintió que no tenía nada más que decir. Calló. La muchacha se limitaba a asentir sonriente. Parecía habituada a ese tipo de desahogos –entre otros muchos-. La mirada vidriosa de Leónidas delataba su excitación. Solo faltaba que la tomara por la cintura y juntos subieran las escaleras hacia las habitaciones. Y lo hizo.
Esto explica por qué Amancio Leónidas, hombre de bien y de intachable conducta, traspasó la frontera de su propio honor y decidió esperar el momento propicio.
En algún otro lugar, a bastante distancia del club, acomodado en su asiento, un hombre laborioso se concentraba en su trabajo. Sin desviar la cabeza del frente, mantenía la vista fija en el ordenador y casi podría decirse que era un elemento más del mobiliario, un accesorio de su silla ergonómica giratoria de color azul. Solo cuando llegó la hora de salir empezó a recoger sin prisa sus pertenencias, cerrar aplicaciones, apagar el PC, como quien despierta de un letargo. Él, más que los demás, parecía haber revivido.
Era ese punto en que el día quería emerger y se desperezaba por el horizonte, extendiendo sus brazos rosados llenos de luz. Pronto llegaría el siguiente reemplazo: empleados soñolientos que ocuparían nuevas sillas, teclearían arrítmicamente y en pocos minutos convertirían la cueva de las aves nocturnas en un enjambre de abejas obreras.
Debía aprovechar esos minutos para cumplir con un ritual: sacar de su cartera un papelito cuidadosamente doblado, desplegarlo encima de la mesa y con pulcra caligrafía copiarlo en un pósit. Venía repitiendo esta misma acción cada madrugada, desde hacía varias semanas, justo antes de marcharse.
Cuando hubo acabado avanzó por el pasillo central en dirección a la salida y se dirigió a una de las mesas. Aquella zona ejercía sobre él una poderosa atracción, quizás por lo que tenía de santuario barroco. Como cada día, disimuladamente, sacó el bloc de pósits, despegó el único que estaba escrito y lo dejó sobre la pantalla del ordenador. Desde la cima del monitor una diminuta mariquita de plástico le contemplaba divertida. No había firma. Era un anónimo.
En un par de horas lo leería Alicia Vallehermoso. Todos los días un poemilla, enmarcado en su cuadratura mínima, colgaba de la pantalla de su ordenador. Era un fleco suelto en aquella oficina, poco más que una frase suspendida en el aire.
La primera vez Alicia creyó que se trataba de una broma. Cuando se lo encontró arrancó el pósit con desagrado, como quien se saca un grano molesto. Temía que alguien lo hubiera visto. En una décima de segundo se imaginó a sí misma arrinconada por las carcajadas de sus compañeros de trabajo; el pósit, agigantado hasta proporciones imposibles, tocado por un sombrero emplumado y recitándole aquellos versos ridículos. En su pesadilla el monstruoso papel amarillo aparecía provisto de cara y de movimientos casi humanos, y tras cada pausa de la recitación le sacaba la lengua y hacía girar los ojos desorbitadamente, multiplicando el jolgorio y cachondeo generales. Cuando consiguió apartar de su mente aquella escena espantosa volvió en sí aterrada, estrujó la nota con prisa y la tiró a la papelera.
Algunas horas después, al vaciar el cenicero lleno de papelitos de chicle y otra basura menuda, vio aquel papel amarillo, arrugado y solitario. Recordando su ataque de histeria le pareció injustificado. Le picó la curiosidad. Lo estiró como pudo y lo releyó. Ese gesto salvó a la poesía de una muerte segura en aquella oficina. A continuación, Alicia esbozó una sonrisa.
Desde entonces los pósits fueron a parar al interior de sus bolsillos. Al fin y al cabo, no podía tratarse de una broma, porque ¿quién iba a tomarse la molestia de escribir cada día un poema y dejarlo allí, a la vista de todos? Quienquiera que fuese no podía pretender solo reírse de ella. Seguro que esperaba su complicidad. Más bien debía tratarse de un admirador secreto, alguien de la oficina que no se atrevía a declararse. No obstante, le asaltaba una duda: no debía olvidar que ese no era su puesto de trabajo habitual; esa no era su silla; no estaba trabajando en su mesa; y aquel ordenador, como era evidente, tampoco era el suyo. Estaba ocupando el lugar de su amiga Teo (Teófila Ataúlfo). Terminantemente prohibido usar su nombre completo, so pena de desatar sus iras, que no eran moco de pavo.
Pero lo peor era que aquella especie de saludo sentimental le empezaba a gustar. Se estaba acostumbrando a recibir aquellas caricias rimadas y, como una gata asustada, sentía que pisaba sobre un tejado de zinc caliente.
Hacía semanas que esa idea le daba vueltas. No ser ella la destinataria de los poemas le dolía. Teo llevaba postrada en cama bastante tiempo, pero incluso así la creía capaz de desplegar sus tentáculos de seducción hacia aquella maldita empresa. Y eso hería su amor propio. A fin de cuentas, Alicia era sexualmente anodina, con escaso atractivo, y ella lo sabía. No como Teo, siempre tan provocadora.
En esos momentos sentía rabia e impotencia. Necesitaba desenmascarar al trovador y acabar con la farsa. Aquel que expresaba así su amor debía ser algún descerebrado. Cuando Teo se enterara ¡no se iba a reír poco! Discreción ante todo. Esa era la premisa si no quería quedar en evidencia, incluso ante su amiga.
Por otro lado no podía engañarse, creía que al iniciar las averiguaciones rompería el conjuro, la magia que de momento –y durase lo que durase− estaba viviendo. Eso la hacía dudar. Debía ganar tiempo. Tenía que pensarlo bien.
Mientras Alicia Vallehermoso vivía todas estas incoherencias, Amancio Leónidas llegaba al límite de su paciencia. Para él, Alicia, “su” mujer, era culpable. Su crimen tenía la categoría de verdad absoluta. La presunción de inocencia no formaba parte de su vocabulario. Era de calzonazos.
Muy lejos de esta tempestad, en el undécimo piso de un edificio de oficinas, Alicia Vallehermoso llegaba al final de su jornada. La tarde se había vuelto gris a través de su ventana y comenzaba a destilar una ligera llovizna.
“La lluvia me trae tu nombre y yo soy tu hombre”, pensó en el pósit de la mañana. Como era ya normal desde hacía algún tiempo, su memoria rescataba al tema de los poemas.
No había podido deshacerse de ellos. No había sido capaz. A fin de cuentas, ¿por qué renunciar a ese pequeño lujo? Si no le hacía daño a nadie. En cambio, para ella, eran la sal de la vida Por eso los guardaba y los transcribía en un diario. Se trataba de algo íntimo y personal. Jamás podría compartirlo con nadie. No podían entenderlo. Sería su secreto.