Se miraron fijamente y no hubo más.
La expresión de ella se transformó por completo. Su frente despejada se esculpió como una protuberancia vellosa; sus mejillas se abombaron como nunca se había visto antes, hasta reducir las cuencas de los ojos en un sesgo felino de color verde, con la estría de la pupila marcando el eje y su hipnotismo. Sus labios, tan voluptuosos antes, se fueron adelgazando, se extinguieron entre un matorral de bigotes recios, arrogantes. Alrededor del óvalo de su rostro brotó un manojo tupido de pelos suaves que caía en un abanico blanquecino. Su orgullosa nariz respingona se metamorfoseó en una elevación mesetaria que le ocupaba la parte central de la cara y que marcaba una simetría perfecta en su nueva fisonomía de color leonado. Entonces comenzó a jadear y a emitir ronquidos de fiera. Su transfiguración culminó cuando al bostezar abrió desmesuradamente la boca y apuntó en derredor con el arma más antigua: cuatro colmillos largos como lanzas.
Con la pompa indiscreta de su traje a rayas amarillas y negras, había adquirido la apariencia de un animal poderoso, desafiante, espectacular. Justo lo que ella siempre había buscado.
Pero él dejó de mirarla, sin poder discernir si se trataba de un ejemplar de Sumatra o de Bengala. Aterrorizado, se encogió en su asiento parapetándose con los brazos, en una posición casi fetal. Profirió un grito de terror y salió corriendo. En prenda le dejó una bolsa, un paraguas y una bufanda azul.
Desechando tales minucias, ella siguió sin comprender. Le resultaba increíble y descabellado, pero parecía que de común acuerdo –tácito convenio que desconocía-, todos hubieran decidido salir corriendo a la vez, con los mismos aspavientos y con la misma urgencia que el joven del asiento de enfrente, quien hacía tan solo unos minutos la había estado mirando con tanto interés.
Sin perder la oportunidad, retocó su peinado mientras se miraba en la ventana. El vagón había quedado desierto, todo para ella, y se contempló a sus anchas, más que complacida con su aspecto.
Al fin y al cabo había estado tres horas y media entre el lavabo y el vestidor para acicalarse, peinarse cuidadosamente, maquillarse, engalanarse y otros quehaceres que por pudor femenino no sería conveniente explicar.
Tras esta reflexión comenzó a pensar que la situación era extraña, sí, pero que probablemente todo se debiera a alguna cámara oculta y no era cuestión de que la sorprendieran en un renuncio hecha una facha y con el rímel corrido.
Esta idea la satisfizo sobremanera y en señal de conformidad entreabrió la boca para retocarse el carmín de los labios. Una lengua ancha y sonrosada alfombró sus formidables mandíbulas. Un pobre niño que se había escondido entre dos hileras de asientos corrió como alma que lleva el diablo al ver su expresión feroz. Ella ronroneaba feliz, pensando en las palabras que diría cuando apareciera el inevitable micrófono.
Estaba pletórica. Cuando oyó que el convoy se paraba, brusco, con el estrépito inconfundible de unos frenos a máxima potencia, pensó que debía de tratarse de un programa de gran audiencia. ¿Cómo si no, de otro modo?
Se atusó de nuevo la melena y se aprestó a recibir al equipo de rodaje y al periodista que sin duda la iba a entrevistar. Después de todas las operaciones de estética que había tenido que tolerar con santa abnegación y del dinero invertido, se veía recompensada. Había llegado su momento. Ser hermosa tenía, sin duda, los más inusitados privilegios.
Presa de un gran nerviosismo paseó su esplendoroso palmito por el vagón contoneando la cola a diestro y siniestro. Así se decía que debían marcar el paso las modelos en las pasarelas de París o Milán.
En el ínterin, hasta su agudo oído de felino llegó el rumor de movimientos sigilosos en las proximidades. Miró inquisitiva y siguió avanzando por el pasillo, sospechosamente vacío. Al notar el característico olor a ser humano, al detectar las feromonas propias del macho de la especie, aún se alborotó más.
Lo último que oyó fue un ruido seco, contundente. Una explosión que le detonó en el pecho y que la derribó sobre el mugriento suelo del vagón.
Antes de cerrar los ojos pensó que más bien parecía un reality show, y que quizás esta vez el factor sorpresa se les estaba yendo de las manos.
-Es un hermoso tigre -acertó a decir el francotirador que había anestesiado al felino.-Muchachos, démonos prisa, hay mucho que hacer antes de que despierte.