Un maravedí por tu alma, que me da aliento.
Un sol por la de aquel niño,
sucio y harapiento,
bajo otro sol sediento
de pieles y anhelos.
Medio dólar por aquel mendigo,
fugitivo del techo suicida,
guarecido por la inclemencia
de una dádiva pía
hermanada con la indiferencia.
Ni un euro por mi cuerpo,
eternamente ligado a las paredes y al lecho,
al triste sustento
de una escudilla dorada,
que es mi abrevadero.
De metal y fuego
debiéramos estar hechos,
y no de frágil barro,
para no deshacernos en llanto
ni, resecos y atónitos, resquebrajarnos.
Y es que falta la alquimia de algún demiurgo
que transmute este mundo.
El sueño fútil de una caverna
en pos de valiosas criaturas forjadas a fuego lento,
como renegados de carne y hueso.
Pobre de mí, carezco de oro y plata,
solo tengo, en la cueva que me habita dentro,
un sueño de ángeles encadenados al lamento,
desposeídos, sin alas,
por ese maravedí que tú me has devuelto.