3. El Consejo de los Veinte
Cuando el Alto Patriarca de la Luz traspasó la puerta, todos se levantaron en señal de respeto. Acto seguido se llevaron la mano izquierda al pecho, tocando la insignia que era el distintivo de su cargo; luego la alzaron hasta la sien de idéntico lado y por último cruzaron los brazos sobre sí mismos, con las palmas abiertas, cada una de ellas apoyada sobre la extremidad contraria. En su gesto formaban un cuerpo compacto en el que las manos parecían nudosos troncos, recios y vigorosos.
Tras un par de segundos de solemnidad se deshizo el abrazo y los veinte Consejeros volvieron a tomar asiento. El Patriarca de la Luz, el máximo mandatario de la Nave, habló en voz alta:
-Mucho es el tiempo que ha transcurrido desde que llegara a la Nave. Os he visto nacer y crecer a todos y cada uno de vosotros. Y me siento orgulloso. –Al llegar a este punto realizó una pausa calculando la repercusión de sus palabras. Satisfecho con las expresiones que se dibujaron en los rostros, continuó en un tono acuciante, teatral−: Todos sin excepción formamos parte del mismo proyecto y para ello trabajamos juntos, en un mismo sentido, todos a una. –Un gruñido de asentimiento recorrió la Sala de Juntas.− Pero nada de esto puede hacernos olvidar cuál es nuestra misión, nuestro verdadero objetivo. Formamos parte de un propósito superior y estamos aquí para cumplirlo. –Las veinte cabezas asintieron al unísono, mientras sus bocas producían ininteligibles sonidos guturales de aprobación. Continuó arengando−: Si seguís así en poco tiempo lo habremos logrado y será el momento de que cobréis vuestra recompensa. Decidme, ¿es eso lo que queréis?
En ese instante, unos se levantaron pateando el suelo con furia; otros empujaron las sillas hacia atrás, saltaron sobre la larga mesa de metal pulido y se golpearon el pecho. Todos chillaban y movían ostensiblemente los brazos. Era la manera de expresar su adhesión al líder de la Nave.
En un extremo de la sala, a distancia, el Patriarca de la Luz no pestañeó. Mantuvo su postura erguida, a pesar de la fragilidad de los zancos en los que se apoyaba. Su figura resultaba magnífica desde aquella altura. Una tiara dorada ceñía su frente y sobre los hombros una capa larguísima arropaba el suelo tras su paso. Su atuendo no dejaba lugar a dudas. Él era el más alto dignatario de aquel lugar. Tenía comunicación directa con los Iluminadores, y el esplendor de su atuendo no hacía más que confirmarlo. La fascinación que ejercía sobre sus súbditos era verdadero fervor.
La reacción provocada por sus palabras era desmedida pero al Patriarca de la Luz no le sorprendía en absoluto. Estaba acostumbrado a suscitar aquella especie de bacanal. Podría decirse que el tono, la postura, el contenido del mensaje habían sido premeditadamente ensayados para producir ese efecto. Era deliberado. A salvo tras la mampara transparente que lo separaba del resto de la sala, se sentía invulnerable. Los molestos gruñidos, pateos y puñetazos que observaba llegaban hasta él amortiguados. Las demostraciones de exaltación debían controlarse, como Él bien sabía, pero nunca suprimirse del todo. Se habían demostrado imprescindibles para el funcionamiento de aquel organismo vivo que en realidad era su plataforma. La totalidad de sus subordinados necesitaba aquellas explosiones de alegría o, de lo contrario, podían estallar inopinadamente en cualquier momento. De esa manera se dosificaba su naturaleza primaria. Los instintos prevalecían hasta el paroxismo, pero solo durante breves minutos. La espita que los liberaba se abría un poco, lo justo, y luego se volvía a cerrar con un arco de seguridad.
Había querido encenderlos con su arenga, ensalzarlos públicamente para que pudieran infatuarse entre ellos, hacerlos partícipes de una meta común y deseable, transmitirles coraje, suscitar un raudal de emociones descontroladas que condujeran –Él lo sabía bien- a una manifestación de júbilo desbordado. Y lo había conseguido.
Pero ahora era necesario detener la euforia y sus manifestaciones visibles. Por esa razón, en las paredes de la Sala de Juntas y en el techo, la atrayente imagen de la rosa de los vientos emergió como un amuleto tranquilizador. Su aparición había sido cronometrada cuidadosamente y el cálculo no había fallado. Los colores, su movimiento giratorio atrajeron enseguida la atención de los Consejeros. Con una brevedad asombrosa las voces se fueron apagando, las enérgicas brazadas se volvieron más lentas y los pies empezaron a pisar de nuevo suelo. Pronto los veinte asumieron otra vez la postura sumisa del que se sienta a una mesa sin hacer ruido y escucha. Se sentían embelesados por el brillante azul, por el añil de los contornos, por el brillo del magenta central en reverberación sobre el fondo dorado.
La reunión celebrada en la Nave había sido un éxito, como siempre. Cada año, según el calendario solar terrestre, tenía lugar un Consejo de la Luz. En él se valoraba la marcha de la Nave, la consecución de los objetivos marcados y se revalidaban los compromisos de lealtad y dedicación exclusiva al Alto Patriarca de la Luz, a la insigne misión que tenían encomendada.
El Consejo de los Veinte representaba a los distintos departamentos de la Nave. Asumían las funciones de control del personal, asignación de tareas y consecución de objetivos. Todos, en última instancia, debían rendir cuentas al Patriarca de la Luz y este, a su vez, a los míticos Iluminadores. La diferencia básica era que sus Consejeros se reunían con él mientras que su líder, sin embargo, no se había entrevistado nunca, cara a cara, con sus superiores.
El Patriarca de la Luz esperaba ansioso el momento. Confiaba en que no tardaría en llegar. De lo contrario sería demasiado tarde.
Cuando se hizo el silencio en la Sala de Juntas comenzó el turno de palabra. Uno a uno fue presentando los voluminosos expedientes que habían preparado para la ocasión. La nota dominante eran sus gruesos números rodeados de ilustraciones de trazo naíf. El resto de la reunión transcurrió sin incidentes, como era de esperar. Nada destacable, ningún dato relevante que mereciera un análisis más pormenorizado o más atención de la estrictamente necesaria.
Cuando el Consejo de la Luz finalizó el Alto Patriarca salió sin más. Atrás quedaban los veinte Consejeros todavía hechizados por la rosa de los vientos.