Llovía a mares aquella tarde

Llovía a mares aquella tarde.
Los transeúntes
no caminaban
como siempre,
rápidos.
Huían despavoridos
bajo paraguas en sombra,
tentando a la suerte,
reptando bajo el agua.El paso, incierto,
se afirmaba
contra el desliz
de hojas mojadas
y hallaba veredas
sobre el lecho
de algún adoquín.
Era una tarde anochecida
de principios de octubre
o acaso de marzo.
¡Qué más da!
En los charcos arrinconados
temblaba el desamor.Llovía a mares aquella tarde.
Recuerdo todavía
el apagado eco
de una ambulancia
triste y turbia.
Cruzaba el asfalto
y hasta el amarillo era dolor.
Busqué refugio en
el único lugar posible,
un bar tan desolado
como su mármol sucio;
más solitario
que una colilla sin carmín.
Allí perdí la monótona
simetría
de copas atadas a sus amos,
inútiles, invertidas,
vacías de sueños sin licor.
Llovía a mares aquella tarde.
Mi piel aún conservaba
el lacre ardiente de tus manos,
la enjuta brevedad de tus dedos.
Me di cuenta en ese instante
de que el amor
arde en hogueras dispersas,
como fogatas de San Juan,
y que la lluvia es frío,
humedad, moho, vaho
adherido
al metal.

No era San Juan
y sin embargo,
ardían hogueras
laceradas
en mis manos,
en el hueco intacto
de mi espalda.
El estrépito de petardos
retardados
sacudía los ojales
de la nostalgia,
estridente
entre voces opacas.

Llovía a mares aquella tarde.
Y el beso que nunca  nos dimos
pereció en algún portal.
El amor sentenciado
hiere tanto…
Fue la ironía de un espejismo
la que me acompañó
aquella tarde,
porque llovía a mares
sobre unos labios
clausurados,
impregnados en sal.