El artista de la morgue

El artista de la morgueUn ritual inexorable incluía la recepción de los cuerpos, su identificación, acondi-cionamiento y colocación siguiendo un escrupuloso orden. Allí, donde todo tenía lugar, las horas y los días -festivos o laborables-  se sucedían con imperturbable calma. El destello  de los azulejos blancos desinfectados con lejía reflejaba el contenido del habitáculo, como en la versión gore de la Sala de los Espejos.

Un hombre común, o no tanto, era quien ejecutaba con pericia todos los movimientos. “Común” por lo que tenía de comunitario, denotativo de una comunidad; no en la acepción más conocida, rayana en lo mediocre e insulso. En este último sentido no  era nada común, tal y como su mirada decía. A él, sabiéndolo, no le importaba.

Aquellos cuerpos que quedaban bajo su custodia representaban un mapa en el que se orientaba con maestría. Poseía el extraño don de leer en ellos su historia: cómo fueron sus vidas, a qué las habían dedicado, qué aspiraciones no cumplidas les habían enturbiado la vista. Tal era su sabiduría ante la fisonomía de los cuerpos. Los cuidaba y mimaba en extremo con la intención de que el tránsito fuera una experiencia grata.

No cabía la menor duda de que para él lo era. No así, al parecer, para los otros, los denominados “seres queridos”. Y es que le costaba comprender las motivaciones de los demás, el cómo y el porqué de tanta gestualidad innecesaria, de tanta aprensión, fingida o cierta. Eran, por así decirlo, los daños colaterales de su profesión. Y parecía no tener remedio. Debía aceptar los aspavientos y lloriqueos, aunque en esos momentos experimentase la amenaza de un asalto a mano armada, un secuestro cíclico de su vocación. O sea que, muy a pesar suyo, se resignaba, y sobrellevaba tales sobreactuaciones lo mejor que podía.

Pero ¿hasta dónde se remontaba esa morbosa predilección? Omitir datos relevantes como este sería dejar cojo el relato. Hágase la luz, pues, ante tanta tiniebla.

Fue en primera instancia la Dra. Hübler-Ross la que le descubrió su pasión. Un conocimiento que le llegó a través de la lectura de uno de sus famosos libros: Aprender a morir. La Dra. Muerte, como también era conocida, sentaba sus teorías sobre las bases inconmovibles de que aceptar el óbito conllevaba una vida plena. Más allá de esta, un  nuevo despertar se cernía venturosamente sobre el difunto. Primero solo lo leyó con atención, pero en seguida empezó a interesarle; algo después sintió la punzada de la curiosidad y, al final, decidió hacer una inmersión profunda en el tema.

Para ello comenzó por  visitar con frecuencia el cementerio. Sentía el reclamo de aquella quietud en el entorno silencioso de cipreses y lápidas. Se imaginaba quiénes habrían sido las personas depositadas en los nichos,  presididos por epitafios junto a fotos antiguas. Y así, sin quererlo, reconstruía sus momentos cruciales y hasta su último aliento. Siempre llegaba al mismo punto final, al de la muerte, inevitable. En su pensamiento la vislumbraba como la única y gran verdad que la vida confiaba a sus criaturas de carne y hueso.

La obsesión por la muerte y su manifestación más directa, el difunto, fue la razón que llevó a este personaje a ser empleado de la morgue. Era, tal y como rezaba en su contrato de trabajo, un tanatopráctico.

Su oficio, detestado por muchos, atemorizaba a la mayoría. Razón de más para evitar al mundo y acercarse mucho más al ultramundo. Tanto que empezó a pasar cada vez más horas en su lugar de trabajo. Al fin y al cabo, no estaba unido a él por una mera cuestión laboral. Era mucho más que eso.

Primero, demoraba la hora de la salida a causa de algún trabajo que debía ultimar, pues ante todo prevalecía su espíritu perfeccionista. Luego fue alargando cada vez más el momento de marcharse con cualquier excusa mínima, casi sin darse cuenta. Su implicación era total e insaciable. Consultaba toda clase de detalles técnicos sobre maquillaje de difuntos, se instruía continuamente en lo referente a la autolisis de los cadáveres y, en general, le gustaba recrearse  en los aspectos más macabros de todo el proceso de cuidado y putrefacción de los difuntos. Morbosa antítesis que reforzaba su deseo de dedicar su vida entera a facilitar al prójimo su última morada en la Tierra.

Llegó el día en que su jornada laboral no tuvo ya fin, porque así lo decidió él. Se instaló en la morgue. Fuera la hora que fuera, él siempre estaba allí, dispuesto, para acudir a cualquier llamada con solicitud y eficacia. Lo suyo era la tanatopraxis vocacional indiscriminada.

Su entrega providencial fue de boca en boca cuando aconteció algo terrible, algo que conmocionó a los vecinos no solo de su ciudad, sino de todos los alrededores. Un autocar, de manera inexplicable, se había despeñado por un acantilado. Los cadáveres, un total de 189, fueron distribuidos por las morgues de las diferentes localidades, pues ninguna podía dar abasto con tanto difunto. Se improvisaron incluso locales refrigerados para poder almacenar los cuerpos con el debido respeto. Durante algunas jornadas se mantuvieron en lúgubre simetría, mientras avanzaban las identificaciones. En tales circunstancias, este profesional nada común se desvivió por atender al máximo número de difuntos posible. Por coser con la mejor sutura aquellos cuerpos apedazados y vestirlos con la dignidad que merecían. Fue una acción casi heroica la suya, que se saldó con su deterioro físico. Fue algo evidente para todos. Los signos  no pasaron desapercibidos y era como si avanzaran a pasos agigantados hasta su final consumación.

Sus facciones, ya de por sí delgadas, se afinaron más aún, haciendo parecer más prominentes nariz y orejas. La boca, que rasgaba su mandíbula con unos labios finos y pálidos, adquirió un tamaño desproporcionadamente grande. Las ojeras, moradas y tumefactas, subrayaban sus agigantados ojos, a causa de la extrema delgadez de su cara. Sin embargo, su humor y estado de ánimo eran inmejorables. A medida que el cuello de la camisa le bailaba más sobre la nuez, tan esculpida que parecía una caricatura de dibujos animados, el empleado de la morgue se  sentía más feliz. Se encontraba  en su medio natural. Una dicha que no compartía con nadie, que no exteriorizaba, que ni siquiera le insinuaba una sonrisa en la cara o un brillo en los ojos. Nada de eso podía delatarlo. Ante los demás, se comportaba como un profesional entregado, afectado profundamente por la tragedia que le tocaba vivir de un modo tan poco deseable. Y aunque no lo pretendía ni lo necesitaba,  estaba recibiendo, además, en pocos días más reconocimiento por parte de familiares y autoridades que en toda su vida. Sus desplazamientos a las diferentes dependencias no cesaban. Su labor se volvió imparable. Se comportaba como el empleado del año. Era digno de admiración. Su contribución a la sociedad merecía un panegírico.

Porque sus manos nudosas acicalaron los cuerpos con tanta donosura y arte que era inevitable rendirle pleitesía. Parecían seres vivos, lozanos, con un aspecto radiante, mucho más saludable que cuando eran los pasajeros de aquel desgraciado autocar.

Al terminar con el último de los cadáveres, el empleado de la morgue era la sombra de un enterrador, la oda fúnebre de un hombre todavía vivo. Estaba exhausto. Su mayor  deseo era descansar.  Así que se reservó para sí mismo  uno de los cajones de la que ahora era su casa. Uno de esos nichos sobre raíles, de acero inoxidable, donde se depositaban los cadáveres para mantenerlos a una temperatura adecuada y preservar su  conservación. Solo añadió algo que le pareció imprescindible: una almohada fina, que le permitiría descansar más cómodamente la cabeza. A continuación, introdujo su propio cuerpo en aquel receptáculo alargado y respiró con alivio. “Por fin en casa”, pensó. Antes de cerrar con un fuerte empujón que deslizó el cajón sobre los cojinetes, se echó una última ojeada sacando un espejito del bolsillo. Lo que vio al otro lado era su obra de arte más rutilante. Se había maquillado con esmero, concienzudamente. El pelo había sido peinado y engominado, como a él le gustaba, con la raya a la derecha, dejando al descubierto su lado bueno. Había utilizado un maquillaje natural, apto para pieles cetrinas como la suya, y potenciado el color de las mejillas con un ligero toque sonrosado. También había osado aplicarse un lápiz blanqueador en la dentadura para mejorar aún más su aspecto. Por último, un toque de carmín en los labios, que realzara una juventud ya perdida.

Una vez analizada toda esta información en una revisión rápida y experta, empujó con fuerza hacia dentro, apoyándose con las manos en la parte fija del mueble, hasta que su acerado nicho se cerró. Ya no se levantó más. Él era su último difunto, su propio Pigmalión y la morgue, ahora, era más suya que nunca.