-¿Cómo? ¿El jardín de las delicias?
-Sí, El jardín de las delicias de El Bosco.
-¿El cuadro del pintor terrestre del siglo XVI, hace 1.500 años?
-Sí, ¿qué problema hay? ¿No eres el psicoescenógrafo de esta plataforma? Programa el hológrafo especular y ya está. No veo el problema.
-Me parece algo extraño, atípico.
-No sé por qué.
-Creo que lo mejor sería que viniese el ciberpsicólogo y hablásemos los tres con calma.
-¡Estoy en mi derecho!
-Sin duda. Solo queremos asegurarnos de que eliges bien.
Después de estas palabras amables que me sonaron como una sentencia, el psicoescenógrafo dio por terminada la sesión. Me emplazó para otro día, en el mismo lugar. Con la diferencia de que la próxima vez seríamos tres: él, el ciberpsicólogo y yo mismo. El tercero en disputa debía dirimir si mi petición era lógica y razonable. Para mí lo era. Pero no bastaba.
La vida en la colonia, en términos generales, era agradable. Cierto que no conocía otro lugar porque nunca me había desplazado fuera del complejo. No tenía necesidad de salir del recinto. Dentro el confort estaba asegurado: temperatura constante, gravedad adecuada, buen nivel de oxígeno y bares de presión óptimos para llevar a cabo cualquier tipo de actividad deportiva, de estudio o de ocio. Por lo tanto, ninguno de los que allí vivíamos tenía conciencia real de que el suelo que pisábamos fuera territorio hostil. Y si lo califico así no es porque hubiera enemigos al acecho o depredadores, sino porque era inherente a nuestra propia naturaleza: éramos colonos terrestres en un planeta no apto para la supervivencia de la especie. Pese a ello, eran ya tres generaciones las que habían habitado la colonia Marte-1. La tecnología y, sobre todo, la contumacia de mis congéneres habían logrado niveles de adaptabilidad suficientes. En otras palabras, habíamos conseguido domesticar al planeta rojo y convertirlo en nuestra casa. O eso creíamos.
Quizás mi dedicación a la astrofísica me proporcionara una visión más especulativa en el cálculo de probabilidades. El caso es que un día se me ocurrió experimentar las sensaciones de la realidad virtual dentro de un cuadro de El Bosco. Creí que las posibilidades de éxito podían ser muy elevadas. De manera que lo solicité por el conducto reglamentario al Departamento Holográfico. Y ahí fue donde choqué con ciertas reticencias.
Era una reacción extraordinaria en nuestra colonia, donde la cooperación era el lema sagrado. Cada uno de los habitantes recibía una formación específica en función de sus aptitudes, siempre que redundara en pro del bien común. Esta colaboración desinteresada, que relativizaba la importancia del individuo en nuestro pequeño universo, no era un tópico. Todos, diferentes los unos a los otros, perseguíamos un objetivo: perpetuar nuestro delicado ecosistema.
Mi petición, sin embargo, chirriaba por algún motivo. Tal vez mi trabajo, en sí mismo, ya era un tanto sui géneris, pues el tratamiento de residuos procedentes de la actividad geominera en la planta extractora de metales pesados me daba una visión más amplia del complejo. En mi equipo de trabajo habíamos desarrollado y mejorado el sistema de eliminación de desechos tóxicos. Mediante su canalización hacia un agujero de gusano espacio-temporal, los desechos eran atraídos y aniquilados. De momento, constituía un sistema formidable para olvidarse de la contaminación por residuos. No obstante, a veces se me planteaban algunas dudas teóricas sobre el comportamiento de la materia oscura, en relación con el pliegue temporal del agujero. Temía la aparición de una supernova a través suyo. Eso significaría la devastación de la colonia. Sin embargo, sin la planta procesadora de metales la colonia no podía abastecerse de energía, y eso también la condenaba a su extinción.
Y ¿a dónde iríamos si esa eventualidad poco probable sucedía? La Tierra de nuestros ancestros era solo una referencia en algún mapa mítico, un nombre al que se aludía en la asignatura de Historia Antigua para no olvidarnos de nuestros orígenes. Fuera de las paredes cónicas del recinto solo los autómatas se aventuraban a salir. De ellos nos servíamos para los trabajos de prospección rutinarios, el mantenimiento o reparación de averías. Pertenecían a la última generación de inteligencia artificial asertiva. Algunos de ellos, dotados con mayor coeficiente de asertividad y pensamiento creativo, estaban al frente del Consejo Asambleario. Es decir, al estar capacitados para la toma de decisiones complejas en situaciones límite, superaban a las personas por su ecuanimidad objetiva. Aunque nadie lo reconociera, los seres humanos estábamos, literalmente, en sus manos.
Pero no todo se reducía al trabajo cooperativo. Eso desestabilizaría nuestra psique y nos abocaría al caos. Gozábamos de períodos de descanso consensuado y de vacaciones. Las actividades durante el tiempo libre estaban reguladas para combinar el ejercicio físico con la expresión del talento artístico y la diversión intrascendente.
Yo, en particular, mostraba preferencia por actividades como la pintura y la escultura. Un pintor que me fascinaba, y que descubrí en bases de datos medio escondidas, era El Bosco, un terrestre del siglo XV. Su obra precisa, llena de simbología y espiritualidad, rompía las convenciones clásicas del género remitiéndose a lo onírico y fantasmagórico. Supersticiones absurdas, creía, pero que abrían mi intelecto hacia soluciones perturbadoras.
Lo que solicité al Departamento Holográfico fue algo que, en principio, era de lo más simple. De hecho, se hacía habitualmente con otros artistas. Pedí vivir virtualmente durante algún tiempo en la obra de El Bosco, seducido por el panel central de su tríptico, repleto de sensualidad y erotismo: el jardín de las delicias. Una pintura que hacía gala de una simbiosis esquizofrénica, una miscelánea pavorosa del Edén virginal e inocente, las pasiones desenfrenadas y los rugidos del infierno. A través del cuadro intuía que podía encontrar, como en los antiguos oráculos, la vía espacio-temporal que nos permitiera regresar a la Tierra en el momento exacto en que todavía era habitable. Porque en él la vida latía en estado puro, con toda su verdad y crudeza. En un lugar así podía desear y temer . De la unión de los contrarios –fuera de las leyes de la Física− surgiría ese rayo de genialidad que andaba buscando. Todos podríamos volver a casa.
El día de la cita el ciberpsicólogo me preguntó:
-¿Por qué El jardín de las delicias?
-Porque es un cuadro extraordinario que habla de la vida del hombre sobre la Tierra.
-¿Te das cuenta de que es la obra de un extremista radical, de un desequilibrado?
-Sí, por eso describe miserias y gozos, los gozos y las sombras. Me interesa.
-¿Qué quieres vivir en esa realidad virtual? ¿Te das cuenta de tus tendencias autodestructivas?
El ciberpsicólogo parpadeó como en un tic nervioso. Supongo que fue el efecto causado por el concepto de “autodestrucción”.
Con la misma frecuencia que sus párpados se movían comencé a notar algunas diferencias a mi alrededor. La paredes de la sala, que solían estar cubiertas de imágenes positivas: humanos sonrientes, paisajes evocadores de la Tierra donde se mostraba lo mejor de su flora y fauna, toda su luz comenzó a perder intensidad. Las formas, en sus márgenes armónicos de solidez y funcionalidad comenzaban a desdibujarse. Parecían vencerse bajo todo el peso del firmamento. Creí ser víctima de algún problema de visión inusitado. Mantuve los ojos cerrados unos segundos, con el propósito de aclararme la vista. Pero en la colonia nadie tenía problemas de visión. De hecho, nadie tenía problemas de salud durante su existencia, puesto que la enfermedad era una lacra del pasado que ya no nos afectaba.
La luminosidad intensa que nos acompañaba en la colonia a semejanza del sol, acomodándose a los biorritmos de los seres humanos, se iba apagando. Su atenuación engullía mi mundo conocido.
-Pero, ¿qué está pasando? –acerté a musitar, asustado.
-¿Ves lo que estás consiguiendo con tu actitud recalcitrante? –dijo reprobatoriamente el ciberpsicólogo. Y su voz regurgitó sonidos lacónicos, monocordes.
Mi escenario siguió su metamorfosis hasta quedar en penumbra. Lo que entreveía a mi alrededor era demasiado parecido al infierno de El Bosco, con dinteles sin puertas y esquinas llenas de asechanzas. Me daba cuenta de que otros seres como yo deambulaban por la colonia, aparentemente ajenos a lo que sucedía, a aquello que, según mi cálculo de probabilidades, podía ser una realidad paralela, puesto que las pesadillas también habían sido desterradas de la Colonia Marte-1.
La escasa luz que quedaba me permitió ver el semblante de mi interlocutor. Fue una revelación. Era un autómata. Tal y como nos los habían descrito en las clases de Organización de la Colonia. Parecía un androide enano y macrocéfalo, idéntico a los que las ilustraciones nos mostraban como extractores del metal. Se suponía que desarrollaban su trabajo en la plataforma exterior. No me explicaba qué hacía dentro.
-Nadie había pedido nunca semejante aberración: El jardín de las delicias. Es lo que más se parece a un suicidio. –insistió el autómata. El discurso no cambiaba. Parecía que hubiera entrado en un bucle cibernético.
Entonces creo que entendí. Lo que hasta ahora había sido mi vida no era más que una realidad virtual a gran escala. En ella habían transcurrido mis días, como en un letargo inconsciente.
Ahora que la realidad cobraba su tributo ya no volvería a mi cuadro futurista.
La semioscuridad se había vuelto opaca. No veía nada. Tampoco podía tocar nada. Ni siquiera yo podía palparme porque me había vuelto incorpóreo.
-Esto es lo que pasa fuera de la colonia –rezó el autómata, como en una letanía.
Las chispas de inteligencia que me recorrían realizaron vertiginosas asociaciones de ideas y cálculo estadístico. Sentía dentro de mí toda la fuerza de la creación. Yo era el portador de la vida, una molécula primigenia. Ya no sentía rastro de asombro. Mi conciencia descubriría ese pliegue en el espacio y en el tiempo. Solo era cuestión de recalcular nuevas probabilidades de futuro.