Flamenco y olé

flamencoNunca como en ese momento la bata de cola me había parecido tan incómoda, pero la obstinación es un rasgo de mi carácter. Me había propuesto a mí misma no desaprovechar la oportunidad y en la próxima feria que se me pusiera a tiro, lucirme. El año anterior había estado de rebujitos y baile en la Feria de Abril de Sevilla y me lo había pasado fenomenal. Había que repetirlo.
Por eso, la Feria de Madrid me pareció una ocasión perfecta. Llevaba poco tiempo en la ciudad y al fin y al cabo, una feria es una feria. O sea que utilicé el buscador de internet y conseguí arrastrar a mi amiga Piluca hasta la tienda folclórica Flamencos y Olé. Allí, en los probadores, urdimos nuestro plan. Ambas nos compraríamos sendos vestidos de lunares blancos con larga falda en cascada. Unos modelitos actualizados al estilo Victor & Luccho que nos quedarían que ni pintados. Y que Madrid temblara, porque llegábamos Luci y Piluca.
Llegado el día, nos embutimos en nuestros trajes, tan ajustados que estilizaban nuestra figura hasta la extenuación. De esta guisa y bajo la mirada burlona de los otros pasajeros nos subimos en el transporte público y llegamos a la feria. De entrada, nos chocó no ver los festones de farolillos rojos ni el desfile de flamencos a caballo. Ni una sola mujer con el vestido preceptivo. Ni una peineta ni pendientes de colores. Allí no había color local. Sería por la hora, pensamos. Era media tarde y todavía apretaba el calor, lo cual nos hizo tomar conciencia de que los chorreones de sudor nos podían hacer perder la compostura. Pero no nos arredramos, porque Piluca y yo no nos íbamos a rendir tan fácilmente.
Sin querer verbalizar lo que pensábamos por aquello del mal agüero, comenzamos a mirar los rótulos. Grandes letras sobre carpas abiertas en las que se podía leer: Planetario, Six Barrals, Torrechicas, Futuro, etc. A mí los nombres me sonaban, pero no recordaba de qué. La gente, poca, charlaba en voz baja, cerca de mesas atestadas de catálogos y libros. Detrás de ellas, personajes de aire muy formal escribían sobre lo que parecían cuadernos en blanco. Se les notaba que estaban concentrados mientras otros permanecían de pie, en respetuoso silencio. Aquello estaba resultando un auténtico muermo.
Ocasionalmente algún paseante se acercaba, se paraba y hojeaba un libro. Lo que yo echaba de menos era una buena megafonía con música marchosa y bares donde tomar algo. Se notaba la falta de jolgorio y la animación de la otra feria, la de Abril, la única que hasta aquel momento conocía.
Pese a todo, no se podía negar que nuestros vestidos estaban causando sensación, aunque Piluca y yo empezábamos a sentirnos como un par de sardinas enlatadas. Éramos el objeto de todas las miradas. Incluso algún espontáneo se arrancó y nos dedicó un piropo con solera: “Si os ponéis a firmar libros con esos cuerpos serranos, de esta feria sale un best seller.” Bonito. Se me escapaba lo de los libros, pero todo el mundo sabe que el piropo más preciado es el más creativo y por qué no recurrir a la cultura…
Lo cierto es que en aquel momento, desde una de aquellas paradas de feria, alguien nos llamó con suavidad: “¡Eh, vosotras!”. Cuando nos giramos un hombrecillo sonriente nos hacía señas con la mano para que nos acercáramos. Desde nuestra posición se podía leer el letrero que presidía la parada: Ed. Horribilis. Casaba bien con aquel individuo. Piluca y yo nos miramos y empezamos a pensar que quizás aquella no era la feria que nosotras buscábamos. Aun así, nos dirigimos con garbo hacia la “caseta” y le preguntamos: “¿Nos llamaba, Ed?” No dijo ni sí ni no y por respuesta nos hizo más preguntas: quién nos había contratado, de dónde éramos, a quién se le había ocurrido; y concluyó con una exclamación: ¡qué buena idea! Piluca me miró atónita y me señaló un estante alto. Allí podía verse una colección de portadas terroríficas, capaces de manchar las manos de sangre al incauto que se atreviera a tocarlas. Como no salíamos de nuestro asombro tardamos en contestar el hombrecillo, silencio que este aprovechó para espetarnos su oferta. Nos daría un incentivo si nos aveníamos a quedarnos en la caseta un par de horas, de modo que nuestra vistosa apariencia atrajera a más visitantes. Parece que la tarde andaba floja de firmas y no quería que la competencia le sacara ventaja. Añoramos más que nunca nuestro rebujito con pescaíto frito, pero nos guardamos las ganas y los comentarios. Solo empeoraría las cosas. De modo que hicimos de tripas corazón e intentamos sacarle alguna rentabilidad a lo que claramente estaba siendo un malentendido.
Parece que la estrategia de aquel hombrecillo funcionó. Al cabo de no mucho se acercaron un par de personas, echaron un vistazo a la mesa llena de libros y tras dudar unos minutos se decidieron por un par de títulos. Ed  preparó su bolígrafo y puso cara de contrición o de concentración, que viene a ser lo mismo. Ya lo habíamos visto poco antes en otras “casetas”. La misma escena se fue repitiendo cada vez con más frecuencia. El hombrecillo no paraba de sonreír. Incluso nos hicieron una foto de grupo. Quiero pensar que Piluca y yo tuvimos mucho que ver …
Y como todo se contagia -hasta lo bueno-, nosotras también empezamos a animarnos. Un joven con cazadora negra de cuero y tejanos rotos se nos acercó. Nos miró de arriba abajo con cara de pasmo y le dijo a nuestro mentor: “¡Eres Nosferatu, Abelardo Nosferatu! De verdá, tío, eres cojonudo, eres el mejor escritor de todos los tiempos. Con tus historias es que me cago. Y las tipas estas son la hostia. Están buenorras, ¿de dónde las has sacao?”
Entonces un letrero que nos había quedado oculto hasta el momento, muy por encima de nuestro campo visual, se nos hizo visible: “Feria del Libro de Madrid”.
Ante la evidencia no supimos qué decir. Lo mejor era arrancarse por sevillanas. Cualquier cosa antes que parecer aún más estrafalarias. La estrategia funcionó porque la gente fue llegando en oleadas. Nosferatu parecía encantado. Aquel día triunfó.
Con lo que sacamos aquella tarde más la devolución de nuestros vestidos casi intactos a Flamencos y Olé, he podido comprar la saga de Malditos enterradores, de Abelardo Nosferatu. Es una pasada y me ha compensado del mal trago pasado en la Feria de Madrid. Sin embargo, los rebujitos y el pescaíto frito quedan pendientes. Y yo ni perdono ni olvido. Eso lo he aprendido de Ed, el Enterrador.