Halogramas: “El beso”

el-beso-una-muchacha-y-un-escorpión-42032728El Patriarca de la Luz sostenía con fuerza a Desiré Han. Aunque esta quería zafarse de sus manos, grandes y poderosas, no lograba moverse del sitio. Desiré era pequeña a su lado y su complexión resultaba enclenque, insuficiente para defenderse de aquel hombre. A pesar de que Milan Radokis fuera una sombra del que fue en su juventud, aún le sobraba energía para inmovilizar a una mujer como ella. Para afianzar aún más su superioridad física dejó de sujetarla por los hombros y le aferró los brazos, haciendo sobre ellos tenaza. Si alguien la hubiera visto habría pensado en un animalillo asustado atrapado en una trampa. Desiré sentía que los dedos sarmentosos del hombre se le clavaban en la piel. No sabía qué hacer.
-Mira que me lo pones difícil, Desiré –le reprochó el Patriarca de la Luz. Debido al continuo forcejeo de la mujer no podía aflojar la presión. Temía que se le escabullera como un conejo.
-¡Déjame!¡Déjame ir! –repetía Desiré, a voz en grito. Sentía pánico y luchaba con todas sus fuerzas por liberarse de aquel demente megalómano. Necesitaba escapar de allí, aunque para ello tuviera que recorrer todos los pasillos de la Nave desnuda y descalza. Una nueva Eva en un mundo desquiciado y  remoto.
Milan Radokis impedía que Desiré huyera pero no quería lastimarla. Temía que se le estropeara aquel cuerpo todavía sin estrenar. Pese a todo, estuvo a punto de maniatarla y amordazarla. Le pareció el único modo de reducirla y necesitaba que la mujer se volviera más manejable. Sin embargo, era indigno de su persona realizar la gloriosa transmutación en esas condiciones.
La aprobación del Artífice Supremo era imprescindible en aquella situación. El Patriarca de la Luz lo tenía muy presente, y también que una vez contara con su beneplácito, el proceso sería casi inmediato, milagroso.
Existía un protocolo de comunicación entre el Patriarca de la Luz y los Iluminadores. Para un caso tan extremo como aquel los Iluminadores solían recurrir a sus capacidades telepáticas. Estaba convencido de que, llegado el momento, la respuesta fluiría con el máximo espectro de energía, que los plazos se convertirían en instantes intemporales. El Patriarca de la Luz era plenamente consciente de sus limitaciones humanas, sabía que la eternidad era intraducible a una dimensión temporal y lógica.
Y no se equivocó. El líder de los Iluminadores asintió en la distancia. Parecía satisfecho con la solución aportada por el Patriarca de la Luz. Fusionar su mente con el cuerpo de aquella mujer abría nuevas posibilidades, increíbles abismos. Porque después de Desiré Han el Patriarca podía buscar otro candidato, después otro y así hasta el infinito. No habría necesidad de interrumpir jamás el estrecho vínculo que los unía.
Milan Radokis se sintió aliviado al recibir el plácet de su superior. La promesa de vida inmortal que el Artífice Supremo le hiciera años atrás parecía haber quedado en suspenso. O tomaba Él las riendas o llegaría a la total consunción. Aun a sabiendas de que la aprobación del Artífice Supremo era condición sine qua non, desde el principio había sentido una certeza, y era que el ofrecimiento que le había hecho a Desiré Han era un intercambio justo. Por lo tanto, a los Iluminadores debería resultarles grato, proporcional, adecuado.
El Patriarca de la Luz se había anticipado a la iniciativa de los Iluminadores y, no obstante, ahora contaba con su aquiescencia. Su jugada no había estado exenta de riesgo. El atrevimiento podría haberse considerado insultante. La única que no entendía era aquella mujer, a la que todavía debía mantener sujeta por los brazos. Porfiaba en irse con cerril, obstinada. Milan Radokis se sentía abrumado por sus movimientos continuos. No entraba en razón. Le agotaba y ahora, por añadidura, la emprendía a golpes con Él. Con sus pequeños pies orientales le propinaba patadas y no parecía tener la intención de parar. De momento, ninguno había sido lo bastante contundente, pero su violencia iba en aumento. A ese paso alguno podía recaer sobre los tejidos blandos. De ser así la sensibilidad crecería de modo exponencial, se traspasaría el umbral del dolor soportable.  No quería ni pensarlo.
Tras una espera que al Patriarca de la Luz le pareció desmesurada, el Artífice Supremo ordenó que besara a la mujer en la boca. La transmutación se realizaría a través de ese conducto. ‟Excelente idea‟, pensó Milan Radokis, ‟pero no resultará tan fácil.”
El líder de los Iluminadores les miraba divertido. Los humanos nunca dejaban de sorprenderle. A pesar de la magnitud de lo que estaba en juego, aquella mujercilla persistía, mantenía una resistencia férrea. Su futuro estaba sentenciado y, no obstante, no se rendía.
El Artífice Supremo meditó sobre ello, pero no era momento para elucubraciones. Tocó una de las figuras del tablero virtual y al instante la mujer quedó inmóvil, con la boca entreabierta. El Patriarca de la Luz notó que ya no debía ejercer ninguna presión sobre ella. Desiré se había quedado inmóvil. Aquello, sin duda, era obra del líder de los Iluminadores. Si el mismísmo Artífice Supremo facilitaba de ese modo el proceso, nada impediría que se produjera por fin el tránsito de su mente al cuerpo de la mujer.
Milan Radokis estaba ansioso por completar la migración. Deseaba aquel cuerpo vigoroso y ágil. Le cautivaba su agilidad y la tersura de su piel.
Desiré seguía sin aceptar aquel negocio. Detestaba a aquel maldito Patriarca. Su actitud sumisa era una ilusión inducida que no cuadraba con la desesperación que bullía en su cerebro.
Cuando el Patriarca de la Luz besó a Desiré Han tuvo ocasión de comprobar la tersura acolchada de sus labios. Luego recorrió con la lengua los recovecos de su boca, saboreando con placer aquella saliva joven. Desde su obligada quietud Desiré Han solo pensó que ese era el beso más repugnante que le habían dado en toda su vida. Luego su mente se desconectó.
La rosa de los vientos giraba en todos los monitores de la Nave a plena potencia. Resultaba más cautivadora que nunca.

Epílogo

Al Barouk consiguió olvidar a Desiré Han al cabo de no mucho tiempo. Incluso dejó de recordar a su amiga Glen. Se dedicó al tenis de mesa y llegó a destacar en esta disciplina. La decisión de no pensar fue recompensada con un sinfín de éxitos deportivos.
Solo cuando al llegar a los cuarenta cayó repentinamente enfermo y fue ingresado en el Hospital de la Luz, rememoró de nuevo los hechos del pasado. Entonces sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y pidió que subieran la temperatura del climatizador.
Nunca más volvió a salir del Hospital de la Luz. Para entonces Desiré era una mujer más madura y había llegado a la cima de La Cúpula.
Seguro que a Al Barouk le habría gustado saberlo.

Fin