22. En paradero desconocido
Era el momento álgido del Augustus. Había bastante gente, la suficiente como para llegar a creer que valía la pena estar allí. No hacerlo sería imperdonable. Sin embargo, no era tanta como para ir tropezándose a cada paso o tener que esquivar cuerpos –todavía− indeseables.
Al Barouk se había citado con Glen, su amiga de talante risueño y desenvuelto. Glen le había dicho que llegaría antes del espectáculo de las 11, pero la performance ya había comenzado y aún no la había visto. A saber en qué rincón se habría escondido o a la sombra de qué tipo alto y atlético estaría camuflada. Conociéndola… Su pequeña estatura y su cara de muñeca de porcelana la hacían valedora de numerosos éxitos entre el género masculino, y ella no tenía empacho en explicárselo entre carcajadas.
Generalmente Glen era puntual, por lo que Al Barouk empezó a inquietarse. Mientras esperaba no pudo evitar buscar con la mirada a Desiré Han. A lo mejor era su día de suerte y se la encontraba por allí, cerca de su reposavasos, tan contenta, flirteando con cualquier muchacho. En serio que le gustaría, así podría quitársela de la cabeza. Solo se acercaría a ella, la saludaría y le preguntaría: “Hola, Desiré, ¿qué tal?”
Pero Desiré no estaba. Su reposavasos lo ocupaba otra persona, un joven de unos veinticinco años que hablaba hasta por los codos y gesticulaba sin parar. Eso quería decir que no volvería. Le habían cancelado la cuenta como clienta del Augustus, a ella, a un miembro destacado del establecimiento, a una directiva de su valía. Entendió que no había nada que hacer. Al sacudió la cabeza instintivamente, queriendo esparcir su negatividad en torno suyo, repartirla, ya que todo el mundo parecía tan alegre. Entre toda aquella gente una pizca de su malestar apenas se notaría, quedaría disuelto entre trago y trago.
Glen no llegaba y eso no le ayudaba a cambiar de tema, no le permitía olvidar.
En ese momento, en el escenario central proyectaban el holograma de una mujer desnuda. Distribuidas por todo el local, abundaban las tarimas, algo más reducidas, en las que se proyectaba la misma imagen a escala. El propósito era hacer visible el espectáculo a toda la clientela, con independencia de la ubicación de cada uno. Había dado comienzo la performance. Una mujer completamente desnuda contemplaba un cuadro. Era una obra de arte del siglo XX, una de esas reliquias que solo exhibían algunos museos. La admiración por la pintura despertaba en ella tal entusiasmo, que en un momento dado se llevaba la mano a la frente y parecía desmayarse. Entonces, en la parte inferior, la imagen mostraba un epígrafe donde se leía que la protagonista experimentaba el síndrome de Stendhal. Entonces aumentaba el volumen de la música en el Augustus y al instante la mujer se recuperaba para iniciar, poco a poco, una danza sensual alrededor del cuadro. Era evidente cómo sus movimientos inducía en los demás el deseo de bailar. Al final de la actuación el holograma se difuminaba y aumentaba aún más el volumen de la música. El colofón era el brindis colectivo. Todos deseaban celebrar con entusiasmo aquel momento. Aquella escena representaba la fusión de la sensualidad y el arte, el pasado y el presente. Los que habían asistido a la representación se sentían enardecidos y ello propiciaba los intercambios de todo tipo. La exaltación de los sentidos, la representación de la experiencia artística en sus diferentes facetas era frecuente en el Augustus. Para el establecimiento, el arte era belleza; la belleza, placer; y el placer, negocio. Resumiendo, podría decirse que aquel bar de copas era un negocio próspero.
Para Al Barouk las performances eran el paso previo para abordar a una mujer con posibilidades de éxito. No era infrecuente que una de esas intentonas le proporcionara pareja durante esa noche. Aunque también podía ser a la inversa, y que su apostura, su tez morena, sus ojos profundos y expresivos animara a alguna clienta, y fuera ella la que le abordara a él. Estaba convencido de que tales espectáculos eran un preámbulo del sexo. Hubiera sido absurdo desaprovecharlos.
Pero aquella noche estaba siendo muy distinta a otras. Glen no aparecía y eso le tenía desconcertado. No había podido disfrutar de la actuación. Y ahora solo le quedaba esperar. Pero ¿hasta cuándo? Impaciente y algo deprimido, salió e intentó comunicarse con Glen. ¿Por qué llegaba tarde? Tendría que darle una buena explicación.
Insistió durante más de diez minutos pero Glen no contestaba. Contactó entonces con el hospital, por si había surgido alguna urgencia y la despistada de Glen hubiera olvidado avisarle. Esperarla en el Augustus durante una de sus interminables jornadas de trabajo no le apetecía. Pero no era eso. La contestación que le dieron en el hospital era incomprensible. No tenían constancia de ninguna Glen. Es más, nadie con ese nombre había trabajado nunca en el Hospital de la Luz.
Al oír la respuesta, Al Barouk no supo qué decir. Se hizo un silencio a través del transmisor hasta que, finalmente, cortaron la comunicación. El joven se quedó paralizado sin poder asimilar lo que había oído. ¿Que Glen no había trabajado nunca en el Hospital? ¿Qué estaba pasando en su mundo? Parecía que todo se desmoronaba y que no quedaba en pie ni una sola de sus anteriores certezas. Entró por segunda vez en el Augustus, en estado de shock. Quiso pedir otra copa pero su reposavasos le indicó que, por esa noche, había llegado al máximo de la ingesta de alcohol permitida.
En ese momento anunciaban el inicio de una nueva performance.
El recuerdo de Desiré Han volvió a asaltarle. Tenía muy presente aquella noche en blanco, la enfermedad repentina de la mujer, la irrupción del servicio médico y la respuesta de ella al verificar su identidad: “Sí, soy yo. ¿Puede ayudarme?”
A Al Barouk nadie podía ayudarle a entender. Su última esperanza era Glen y ahora, ella también, había desaparecido. Pensó que era mejor regresar a casa. La noche era fría y al día siguiente tenía que madrugar. En otro momento aclararía lo de Glen, aunque una vocecilla interior le susurró que quizás, después de todo, no fuera buena idea.