Halogramas: “La pesadilla”

5. La pesadilla

CalaveraHacía tiempo que le daba vueltas a aquella idea. A veces su conciencia, en estado de alerta, veía la necesidad de establecer un protocolo. Como buen líder que era, como Patriarca absoluto de la Nave, no debía dejar a sus súbditos desprotegidos bajo ningún concepto. Era su obligación. Cierto que la normativa existente en aquel complejo ecosistema contemplaba un sinfín de contingencias técnicas y de todo tipo. El corpus legal, extenso y prolijo, cubría prácticamente cualquier eventualidad. Solo había un tema, uno de la máxima relevancia, que no estaba incluido y que, por lo mismo,  creaba un extraño vacío en aquel entramado de deberes y obligaciones. Sin embargo, nadie en la Nave parecía haberlo advertido. O eso prefería creer Él, con ingenuidad.
Sería por esa razón por lo que a su inconsciente se asomaba a veces con irreverencia algún demonio particular que le hacía dudar sobre el significado de aquel silencio. Porque sabía perfectamente que la ausencia de noticias no era siempre sinónimo de acuerdo, de conformidad, sino una cortina de humo tras la cual podía esconderse algo amenazador. Que se estuviera gestando el espíritu de la secesión a sus espaldas entraba dentro de lo posible. No era tan improbable que un rival en la sombra se fortaleciera cada día más dentro de la organización. Y todo ello calladamente. Él podía seguir imperturbable, confiado en su rosa de los vientos, infiriendo por la carencia de señales que la Nave fluía en calma. No obstante, podía tratarse de una falsa placidez. No había que confiarse. Las escenas bucólicas solo servían para la galería. El cometido  de un buen líder era perderse entre las bambalinas, conocer todo el atrezo y manejarse con la agilidad de un buen tramoyista.
Siempre había creído que el exceso de confianza conducía a la desidia; de ahí a la negligencia; después, solo un paso hasta el abismo.
Por eso, de vez en cuando, decidía extremar la vigilancia, mantenerse al acecho. Él, que se reservaba para cuestiones de orden superior, que solo en contadas ocasiones hacía acto de presencia ante sus súbditos; Él, que solo se mostraba como oráculo infalible, cuyas decisiones nadie osaba cuestionar; Él, ahora, tenía que ocuparse de un tema tan prosaico y desagradable como aquel. Le resultaba decepcionante, pero no por ello podía delegarlo a ningún Consejero ni mucho menos olvidarlo, que hubiera sido lo más fácil. Era de su directa incumbencia. Como en una competición de tiro al blanco el tema le tocaba personalmente, alcanzaba el centro de la diana y llegaba a   profanar su propia intangibilidad.
Se trataba del tema de la sucesión.
Sus criaturas no podían asomarse a la idea de temporalidad que acuciaba la vida humana, pero Él sí. Y no solo podía sino que debía. Sin lugar a dudas la inminencia de la vejez le aproximaba a estados de salud cada vez más precarios, a la enfermedad y a la invalidez. Vislumbraba su potencial dependencia física en un plazo no tan lejano, su debilitamiento mental. El ocaso de la vida estaba a la vuelta de la esquina y negarlo era un absurdo. Se daba cuenta y las columnas de su certeza no tenían fisuras. Si esa realidad no hubiera sido tan lastimosamente cierta para Él, su mente la habría desechado de inmediato.
Y pese a todo, no podía. A traición, durante las horas de sueño, se desencadenaban terribles motines a bordo. Él, en manos de la turbamulta, era apartado sin contemplaciones, desposeído de todos y cada uno de sus atributos de poder, arrinconado en un hospital desvencijado y convertido en carnaza. Al llegar a este punto su cara se desencajaba, adquiría proporciones monstruosas. Las cuencas de los ojos, vacías y negras, se convertían en dos oquedades sin fondo que le ocupaban la mitad de la cara. La barbilla perdía su consistencia y oscilaba en todas direcciones, saltando de las bisagras óseas que la mantenían unida al rostro. Toda su fisonomía se bañaba del color ambiente, un tono amarillento-pardusco propio de cadáveres en proceso de descomposición. Oleadas crecientes de tonalidades pútridas teñían el total de la imagen. Incluso dentro de la pesadilla, el olor penetraba a través de los orificios de su nariz descarnada y carente de forma, una reminiscencia casi inexistente en el centro del rostro. Llegaba a masticar aquel hedor  y reconocía la textura de los tejidos reblandecidos, en degradación. Su rostro giraba sin parar, irreconocible, mientras la barbilla, desgajada del resto, parecía que huyera de la demacración. Por momentos, cada vez más espaciados, reaparecía y luego se escondía en un punto remoto de aquel escenario negrísimo que se intuía al fondo. Al regresar lo hacía con un movimiento brusco. Se hubieran creado remolinos de viento de haber existido atmósfera.
En medio de ese torbellino callado los distintivos de su investidura también comenzaban a danzar en un revoltijo de cosas inservibles en el que costaba diferenciar  la tiara, la capa o sus zancos sagrados. Todo aquello producía al girar una ventolera que casi  conseguía arrancar un grito de su garganta dormida.
Como no podía ser de otro modo, llegaba el momento en que todos aquellos objetos dejaban de moverse. Entonces, de la nada, aparecía una figura imponente que iba haciéndose con ellos, mientras todavía aparecían suspendidos en el aire. Este personaje apresaba con fuerza la tiara y la colocaba sobre su oscura cabeza. Con la capa se cubría los hombros y a continuación saltaba sobre los zancos con sorprendente facilidad. Ya estaba todo. Ahora este ser anónimo quedaba investido de la máxima autoridad, del poder sumo. Le sustituía a Él, el Patriarca de la Luz. En la oscuridad solo los globos oculares del usurpador mostraban algún destello blanco
Nada como aquella imagen representaba su propio espanto. Entonces, en medio de la pesadilla, deseaba con todas sus fuerzas dejar atrás la mueca atroz de su contrincante, que le desafiaba con sus expansiones de saltimbanqui.
Solo porque era Él, el Gran Patriarca de la Luz, despertaba en ese momento. Tembloroso, echaba mano de su barbilla, rasposa, poblada ya de incipiente pelo a esas horas de la noche. Poco a poco recobraba la calma, aunque las horas nocturnas que restaban ya estuvieran perdidas para el sueño.
No volvería a dormirse otra vez hasta que la iluminación de la Nave no progresara y se indujera un nuevo amanecer.

Próximo capítulo: 6. Placer