El vuelo de una rosa puede ser estéril,
tanto o más que el beso de un ángel
o el vigor de una esfera de jabón,
a despecho de su hermosura,
de su carne evanescente,
de su geométrica curvatura…
Tanto así es el amor desesperado:
etéreo, líquido, vacuo,
escurriéndose entre nuestros dedos
irreconocibles y lerdos;
o muriendo de lenta asfixia,
en el laberinto tullido
de nuestras crispadas manos.
Esas manos de largos dedos
que pueden convertirse en tentáculos de acero,
en escudos diletantes para pobres sin ánimo,
en arrojadizas e hirientes jabalinas
prestas a trazar al vuelo arcos frenéticos
de lacerante miedo.
O pueden, sarmentosas, hacer nido
con el cuenco pedigüeño de la mano,
arañar el alimento de la vida
con astilladas uñas,
pendones enarbolados
con jirones de negrura.
Pero si pudieran ser ligeras serpentinas de colores,
las manos volarían cual cometas
y serían pura tentación, caricia pura,
embajadas repletas
de emisarios con fuertes brazos,
cónsules de la cordura.
Los dedos de la gloria serían
recogiendo en su cáliz un suspiro,
una palabra con ardor de filigrana
y tupida pasión de madreselva.
Frontera y parapeto contra la noche y el día,
el ayer y el mañana.
Vano sería el esfuerzo por llorar los dardos
que murieron en nuestras llagas.
Solo un asomo incompleto de dolor,
porque siempre podríamos,
con esas manos,
reivindicar un alma soberana.