A pesar de haber acabado la novela hacía ya tiempo, Javier –su autor- no dejaba de volver a ella constantemente. Sentía que no podía abandonar el manuscrito sin más. Pese a no reconocerlo, quizás estuviera destinado a dormir el sueño de los justos en cualquier librería de mala muerte. De ahí, probablemente, su resistencia.
A medida que había ido intimando con su protagonista, Maximilien Robespierre, la orientación del libro había adquirido un sesgo muy distinto. Detractor, en primera instancia, del personaje histórico había acabado convirtiéndose en su seguidor más devoto. Y como en una evolución casi razonable, él, Javier, comenzó a obsesionarse con la muerte del personaje.
Intentaba imaginar el frío de la guillotina que lo ejecutó y lo que podía haber tras aquel telón oscuro, tras cercenarle el cuello. Esa era su búsqueda, el verdadero tema de su novela.
A Javier le repelía el transporte público. Le encontraba un paralelismo con las hediondas carretas que transportaban a los presos hasta los pies del cadalso, doscientos años atrás: el traqueteo, el desfile de caras tristes, el acre olor humano. Sin embargo, ironías de la vida, no tenía más remedio que subirse al autobús, ir hasta la editorial y convencerles de que debían publicar su obra. Aplazarlo más era inútil.
Tal vez fue la identificación con su personaje y sus circunstancias o, simplemente, el maldito vehículo; el caso es que todo sucedió el mismo día en el que se le ocurrió viajar en autobús. Fue un cataclismo, un tumulto interior –imperceptible para los demás- lo que lo trasladó, sin previo aviso, al París de 1794. Algo incongruente, sin pies ni cabeza. Javier, irreconocible, transitando por calles extrañas junto a Robespierre, dentro de una carreta inmunda. Como en el vía crucis de su personaje, recreado cientos de veces en su mente, la gente les abrió paso entre chanzas e insultos, mientras les arrojaba toda clase de basura. Iban camino de la guillotina.
Ni siquiera pestañeó. Después de todo, era su sino, una oportunidad para sobrevivir a la muerte.
Antes de subir al cadalso, una col podrida le resbaló por la cara, impregnándole con su materia viscosa y maloliente. A su lado, Robespierre le miraba consternado.
Por fin, Javier descubriría lo que les ocurría a los amantes de Madame Guillotine.